ESTACIÓN CUARENTA Y UNO
ENCUENTRO ALUCINANTE CON ULISES EN LA ODISEA
La siguiente aventura fue la más sorprendente entre las muchas que me sucedieron en esta larga peregrinación.
El Maestro Dante se paseaba en círculos, sin despegar los ojos del suelo, en un terraplén del camino. Cuando había dado ya muchas vueltas me atreví a preguntarle qué lo inquietaba.
“Sucede – me confidenció después de dudar unos segundos – que mi amigo, el excelso Homero, me ha invitado a un encuentro singular. Y como hacer un desvío no forma parte del itinerario previsto, no sé qué decidir, pues tanto deseo cumplir mi deber como gozar de la presencia del poeta.
“Pero, en fin, la responsabilidad de guiarte en tu proceso de aprendizaje y fortalecimiento, que el cielo ha puesto sobre mis hombros, es tan grande, y el tiempo de que disponemos es muy limitado, que ya no cavilo más y lo decido. ¡Continuemos nuestro ascenso hacia la explanada siguiente!”.
– ¡Espera! Hay ocasiones – comenté sin titubear – en las que conviene desviarse del curso previamente planificado. Es sabio estar disponible para aceptar imprevistas novedades, y dispuestos para explorar derroteros que el azar o las circunstancias nos ponen inesperadamente por delante.
– Además – agregué –, lamenté que fuera tan breve el encuentro que tuvimos con Homero en el Parnaso, que visitamos cuando hicimos un desvío en los caminos del Infierno para recibir las fuerzas que me facilitaron sobrellevar las muy duras experiencias que tuvimos después. No lo pienses más, querido Dante, y vamos al encuentro del mayor de los trovadores.
“Que el discípulo supere en sabiduría al maestro – sentenció Dante alegremente – no puede sino complacerme. ¡Vamos, entonces, sin dilación, y disfrutemos de lo que nos espera!”.
Fue así que pronto nos encontramos en una isla en la mitad del mar. Apenas llegados y enseguida que los dos trovadores se abrazaron cordialmente, Dante explicó a Homero la razón de mi presencia, agregando:
“Temo que mi pupilo se aburra mientras nosotros gozamos compartiendo el más excelso arte poético. ¿Se te ocurre algo que pueda él hacer, de modo que el tiempo le transcurra con provecho y placidez?”.
Homero lo pensó un momento. “Puedo hacer que se entretenga – dijo –, si no lo consideras inapropiado, recomponiendo rápidamente algunas rapsodias de La Odisea. Lo incluiré entre los personajes y viajará con Ulises y los suyos. Así podrá divertirse y al mismo tiempo aprender, que es lo que traté siempre de hacer con mis obras. ¿Te parece?”.
El Maestro me miró como esperando que fuera yo quien decidiera. La genial idea de Homero superaba todas mis expectativas, por lo que asentí con entusiasmo.
Dante y Homero entraron en una casa. Yo me quedé paseando entre los numerosos y variados árboles de la isla, sin imaginar lo que pronto sucedió, que procedo a contar tal como lo recuerdo.
No sé de dónde ni cómo, pero el hecho fue que apareció ante mí Atenea, la diosa de los ojos de lechuza.
“Vamos a hablar con Zeus, el padre de los hombres y de los dioses – me dijo. Me apremia la triste situación de un hombre noble al que aprecio por su inteligencia, su valentía y su fuerza, quien después de haber peregrinado larguísimo tiempo y haber enfrentado peligros, peripecias y trabajos duros, se encuentra con gran deseo de volver a su patria y estar con su consorte”.
Ya encontrándonos en el Olimpo y delante del mayor de los dioses, Atenea le expresó con entera confianza su ruego:
“Padre nuestro, el más excelso de los que imperan. Se me parte el corazón ver al prudente y desgraciado Ulises, que padece penas lejos de los suyos, en una isla en el centro del mar, poblada de árboles, donde tiene su mansión la hija del terrible Atlante. Ella retiene al infortunado y afligido Ulises, no cejando en su propósito de embelesarlo con tiernas y seductoras palabras, para que olvide a Ítaca, su patria, y a Penélope su mujer. Pero Ulises, que está deseoso de regresar, ya de morir siente anhelos”.
Zeus, el padre de los hombres y de los dioses, enunció estas palabras:
“¡De qué modo culpan los mortales a los espíritus! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras, infortunios no decretados por el destino. Pero, bueno, tratemos de hacer que regrese adonde desea”.
Entonces Atenea, calzando unas hermosas sandalias, áureas, que la llevan sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez del viento, me tomó de la cintura y descendimos de las cumbres del Olimpo. Me llevó enseguida al pueblo de Ítaca, y deteniéndonos en el vestíbulo de la morada de Ulises pude observar todo lo que sucedía en aquella mansión.
Un grupo de señores arrogantes se habían prácticamente apoderado de los bienes del viajero. Jugaban en el salón sentados sobre las pieles de bueyes que ellos mismos habían degollado, mientras varios servidores les escanciaban vino y les servían carne asada en abundancia. Satisfechas las ganas de comer y de beber, dedicábanse al canto y al baile, ocupando la casa de Ulises como si fuera suya.
La diosa inmortal había adoptado figura humana, de modo que no podía ser reconocida. Telémaco, hijo de Ulises, al notar nuestra presencia nos condujo a un lugar apartado, y aproximando su cabeza a nuestros oídos para que los demás no se enteraran, nos relató sus cuitas:
“Esos que devoran gratis los bienes ajenos, también pretenden esposarse con Penélope, mi madre, consorte de Ulises al que todos creen muerto. Solamente ella espera que regrese algún día, y se defiende de los pretendientes. Para mantener su fidelidad y castidad, les ha dicho que decidirá con quién ha de esposarse, una vez que concluya de tejer un sudario para el Rey Laertes. Mientras, prolonga interminablemente la tarea, deshaciendo por la noche lo que teje durante el día. Entretanto ellos consumen, devorándola, nuestra hacienda, y ya pronto acabarán también conmigo.
“Mi padre sin duda ha muerto en aciago destino, y no nos queda consuelo ninguno, aunque alguno de los hombres sobre la tierra asegure que ha de volver. ¿Acaso han escuchado ustedes algo y pueden darme noticia del destino de mi padre?”.
“He escuchado decir – respondió la diosa eterna disfrazada de mortal –, que en algún lugar en medio del amplio mar, en una isla batida por las olas, Ulises está retenido por hombres salvajes, feroces, que lo demoran en contra de su voluntad. Confío que se las ingeniará para regresar, pues es pródigo en tretas, y que cuando llegue, si lo desea, se vengará de los que acosan a su esposa.
“Pero tú ya no eres un niño, y como hijo de un valiente, debieras expulsar a todos estos desvergonzados fuera de tu mansión. No debes andar en niñerías, que ya no tienes tal edad. Te veo hermoso y grande, sé valiente, para que cualquiera, incluso de los venideros, hable bien de ti. ¡Cuídate de ti mismo!”.
Atenea le infundió coraje y audacia en su ánimo. Le rememoró a su padre. El muchacho lo advirtió en su corazón y quedó asombrado en su espíritu, llegando finalmente a comprender que también él era un dios.
Estando los arrogantes señores gozando del canto de los poetas, bajó Penélope de su aposento para pedirles que se callaran. Descendió la alta escalinata de su casa, no sola sino escoltada por dos criadas. Cuando ella, la más divina entre las mujeres, llegó ante los pretendientes, se detuvo ante el pilar central sosteniendo delante de sus mejillas su tenue velo. Entonces los pretendientes atronaron a gritos las umbrosas salas, y expresaban sus deseos de acostarse con ella en su lecho.
Indignado, Telémaco pidió a su madre que regresara a la habitación y descansara, asegurándole que en adelante él mismo se haría cargo de la casa. Penélope se retiró y Atenea, piadosa, derramó sobre sus párpados un dulce sueño.
Enseguida Telémaco se dirigió a los señores en un tono y con palabras que ellos no le conocían: “¡Pretendientes de mi madre que mantenéis una soberbia insolencia! Ahora disfrutemos del banquete, pero que no haya alboroto, porque es hermoso escuchar a un poeta como éste, semejante en su voz a los dioses.
“Pero les digo sin tapujos que después salgan de mi palacio y se procuren otros banquetes, comiendo a sus propias expensas en sus casas. Pero si les parece más provechoso tratar de arruinar, sin pago alguno, la hacienda de un solo hombre, arrasadla.
“Yo invocaré a gritos a los dioses sempiternos, y que ojalá Zeus los castigue por su maldad”.
Ellos admiraron al joven Telémaco porque había hablado con audacia; pero no lo tomaron en serio. Él se fue entonces a la cama, y cavilaba muchas cosas en su mente.
Apenas surgida el alba saltó de su cama, revistió sus vestidos, se colgó del hombro una afilada espada, y salió de su aposento, semejante a un dios en su aspecto.
Al punto ordenó a los heraldos de voces sonoras convocar al ágora a todo el pueblo, que se congregó rápidamente. Luego que se hubieron reunido y estuvieron todos juntos, Telémaco se puso en marcha hacia la asamblea. Llevaba en su mano la lanza de bronce y no iba solo sino acompañado por dos rápidos perros.
Sobre su persona Atenea había vertido la gracia divina. Todas las gentes le admiraban en su avance. Se sentó en el sitial de su padre y le cedieron el lugar los ancianos.
El primero en tomar la palabra fue Egiptio, un héroe que estaba ya encorvado por la vejez y que sabía mil cosas. Dijo:
“¿Quién nos ha convocado así? ¿A quién tan grave urgencia le apremia? ¿Es un llamado de jóvenes o de quienes son ya mayores? ¿Es que nos van a exponer algún asunto de la comunidad?”.
El hijo de Ulises se levantó en medio de la asamblea, y expuso la desgracia que se abatía sobre su casa y su madre. Concluyó aleccionando al pueblo con palabras fuertes, intentando persuadirlos:
“Nosotros solos no somos capaces de defendernos. ¿Es que en adelante vamos a ser gente lamentable y desconocedora del coraje? Pues ya se han cometido acciones insoportables, y mi casa se ha arruinado de modo inicuo. Enfurézcanse también ustedes ante la injusticia y la maldad. No sean cobardes. No permitan que me consuma solo en mi lóbrega pena. Luchemos juntos contra los malvados, que también a ustedes los dominan”.
Todos permanecieron en silencio y ninguno se atrevió a apoyar a Telémaco. Antínoo fue el único que le replicó:
“¡Telémaco de altivo lenguaje, incontenible en tu furor, qué arenga has largado, injuriándonos! Quisieras que nos abrume el reproche. Pero nosotros de nada somos culpables, y es quizás tu propia madre la que los llama y se aprovecha de ellos.
“Pues dicen que ella lastima el corazón de sus pretendientes, dándoles esperanzas y haciéndoles promesas que después no cumple. Teje una tela suave y enorme, diciendo que es para el sudario fúnebre para su padre Laertes, pero la desteje por las noches manteniendo así engatusados a los pretendientes que esperan que la termine.
“Ella es la culpable de lo que sucede en tu casa. Nosotros continuaremos nuestras tareas y no emprenderemos ninguna osada revuelta, que sólo nos traería pesares”.
Telémaco concluyó diciendo: “Ahora estoy sumamente irritado contra el pueblo, de ver cómo se quedan todos sentados en silencio y sin intentar ni siquiera con palabras enfrentar a los arrogantes dominadores, no obstante ser ustedes muchos más que ellos.
“Ya no suplicaré ni apelaré ante ustedes. Me embarcaré y partiré en busca de mi padre, el gran Ulises. Si llego a saber que efectivamente ha muerto, regresaré a mi querida tierra patria, levantaré una tumba en su honor, y pediré a mi madre que escoja un hombre que le agrade”.
Así dijo, y disolvió la asamblea. Todos se fueron para sus casas, mientras vio que una vez más los pretendientes se dirigían a la mansión de Ulises.
Telémaco se retiró a la orilla del mar, y tras haberse lavado las manos en la espumosa orilla, invocó a Atenea, rezando.
A su lado acudió la diosa de los ojos de lechuza, que le dijo, estando yo en presencia de ambos:
“Telémaco, en adelante ya no serás cobarde ni estúpido, si algo del coraje de tu padre se ha inculcado en ti. ¡Cómo cumplía él su empeño y su palabra! Si no fueras un vástago de él y de Penélope, no creo que emprenderías lo que ahora planeas.
“Desde luego son pocos los hijos que salen semejantes a sus padres; los más son más débiles y pocos son mejores que su padre. Mas ya que no vas a ser desde ahora cobarde ni estúpido y no careces en absoluto del ingenio de Ulises, tengo esperanza de que concluyas esta empresa.
“Mi consejo es que tomes una nave con veinte remeros, los mejores que encuentres, y que te informes acerca de tu padre tan largo tiempo ausente. Y que escuches la voz de Zeus, quien de modo supremo orienta a los humanos hacia la gloria”.
Antes de partir, Telémaco se despidió de su nodriza: “Ten confianza, ama, que no sin un dios me vino este propósito. Júrame que no se lo dirás a mi madre querida hasta que pasen diez u once días, o ella sienta mi ausencia y oiga que he partido, a fin de que no llore y se desgarre su hermosa piel”.
De tal modo le habló, y la anciana prestó el solemne juramento, por los dioses. Luego ella le echó vino en los cántaros y le colmó de harina los pellejos bien cosidos.
Subió Telémaco al navío y fue a sentarse en la proa. A su lado sentóse Atenea y yo junto a ella. Los marineros soltaron las amarras. Un viento favorable, un céfiro continuo que resonaba sobre el mar, tensó el velamen, y a uno y otro costado de la nave rugía con fuerza el oleaje azul.
Al partir, Atenea invocó con fervor al soberano del mar: “Escúchame, Poseidón, que abrazas la tierra, no te opongas a que se realicen nuestros empeños. Concede que Telémaco regrese a su tierra tras haber logrado aquello por lo que llegó hasta aquí”.
El resto de la aventura, querido lector, sucedió tal cual se encuentra contada en La Odisea, por lo que no es útil repetirla aquí. Pero hay un episodio inolvidable, que habiéndolo experimentado me conmovió tan profundamente que siento necesidad de compartirlo.
Advertido Ulises por la venerable Circe sobre las Sirenas que, con su canto, su sensual belleza y sus invitaciones al prado florido, cautivan a todos los humanos que se aproximan a ellas; pero que quienes las escuchan “no abrazarán de nuevo a su mujer ni a sus hijos, ni regresarán a casa”, tomó las precauciones pertinentes para evitar la muerte.
Era necesario que todos los compañeros de viaje estuvieran informados del peligro inminente. Así, después de explicarles lo que habrían de enfrentar, cuando amainó el viento y se adormecieron las olas, cortó una gruesa porción de cera, la caldeó a los rayos de Helios, y la fue moldeando en pequeños trozos con sus robustas manos.
Me preguntó enseguida Ulises si yo prefería evitar el embrujo de las sirenas impedido de escucharlas, o atado junto a él contra el mástil del barco. Escogí esto último sin pensarlo dos veces, por ser tanto lo que mi corazón siempre ha anhelado el placer y la belleza.
Entonces Ulises, a uno tras otro de sus compañeros les taponó ambos oídos con la masa de cera, después de hacerles jurar que por más que les suplicáramos y les ordenáramos que nos desataran, ellos sólo habrían de reforzar nuestras ataduras.
Así fue que, atado de pies y manos junto a Ulises, codo contra codo, continuamos el viaje apenas surgió el viento propicio.
No tardamos en escuchar el bello canto embrujador. Las Sirenas, apoyando sus brazos en el borde del navío, se alzaban frente a nosotros dejándonos apreciar sus deliciosos cuerpos.
(Herbert James Draper - Ulisses and the Sirens)
Yo me retorcía por el deseo de ir hacia ellas, y estando impedido por las cuerdas, comencé a gritar a los marinos que mi voluntad y mi derecho les exigían que me soltaran sin tardanza.
Ulises, de voluntad más fuerte que la mía, resistía. Las sirenas le decían en susurros sensuales: “¡Ven, acércate, muy famoso Ulises, gran gloria de los aqueos! ¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz y conocer el más bello prado florecido! Pues nadie jamás pasó de largo por aquí sin escuchar nuestro dulce encanto. Y todos, después de deleitarse con nosotras, navegan aún mejor que antes y con mayor sabiduría”.
Entonces Ulises ordenó a sus compañeros, con gran imperio, que lo desataran, tanto con gritos como haciendo gestos con los dedos y la boca.
Yo estaba expectante, deseando que le obedecieran. Pero Perímedes y Euríloco, sus dos más fieles acompañantes, vinieron a sujetarnos aún más firmemente con las sogas.
Nunca en mi vida había experimentado con tanta intensidad la fuerza del deseo, cuya potencia conduce a cometer locuras mortales. ¡Cuán necesarias fueron las firmes ataduras que nos habíamos impuestos estando en uso pleno de la razón y de la voluntad!
Cuando pasamos dejando atrás a las Sirenas y ya no se escuchaban sus cantos, los fieles compañeros de Ulises se quitaron la cera de los oídos y nos libraron de las cuerdas.
Pero los peligros no habían ahí terminado, pues muy pronto nos correspondió atravesar por la muy estrecha senda que dejaban Escila y Caribdis, dos horrendos monstruos que, uno por la izquierda y el otro por la derecha, amenazaban con destruir nuestra nave y engullirnos.
Ulises los esquivaba con timón seguro, y cuando yo me preguntaba acaso esos monstruos pudieran ser alegorías del dios Estado y del dios mercado, o del poder y de la riqueza que devoran el alma del que no advierte y esquiva sus embates, escuché a mi Maestro que me llamaba.
Sin saber cómo sucedió, me encontré de improviso en tierra firme, mirando a Dante y a Homero que se acercaban tomados del brazo como apoyándose mutuamente.
“¿Cómo lo has pasado? ¿Qué tal la experiencia? – me preguntó Dante sonriendo.
– ¡Alucinante! – respondí no encontrando mejores palabras para expresar mi contento. Verdaderamente, señor Homero, le agradezco infinitamente su obra magnífica.
“Ahora – dijo el Maestro –, si quieres, y si tienes alguna pregunta que hacer al gran Homero, hazla enseguida, pues ya debemos continuar nuestro viaje según el itinerario previsto”.
Tardé apenas unos segundos en hilvanar una pregunta que en realidad hacía tiempo me rondaba.
– En mi tiempo se habla de la mitología griega; y se sostiene que Zeus, Apolo, Poseidón, Athenea y tantos otros dioses del Olimpo y del Hades, constituían la religión en que los antiguos griegos creían, igual como otros pueblos han tenido y tienen sus propias creencias religiosas. ¿Mitos, religiones, creencias?
Homero se giró hacia Dante como si esperara que lo autorizara a revelarme lo que pensaba. Como el Maestro no dio señales en sentido alguno, respondió muy seguro, acercándose hacia donde yo me había detenido, expectante.
“Literatura, señor. No hay que confundir la literatura con la religión, la ficción con las creencias, las epopeyas con la historia. Los seres divinos y humanos, mortales, héroes y dioses, con los que hoy has compartido aventuras, son personajes de ficción, creados por mí, por Hesíodo, por Sófocles, Eurípides y Esquilo, de modo similar a como Cervantes creó a don Quijote de la Mancha.
“No significa esto que los personajes y los sucesos de la ficción literaria no tengan enraizamiento y contexto espiritual en las creencias religiosas y en la espiritualidad, tal como son entendidas en cada época histórica.
“Así como mi amigo Dante crea y puebla de personajes un Infierno, un Purgatorio y un Paraíso, enraizándolos en las creencias de la religión cristiana, La Ilíada y La Odisea hunden sus raíces en las creencias antiguas de las civilizaciones micénica, cretense, minoica, helénica.
“Esas culturas antiguas creían en un Dios superior, y que el mundo está poblado de dioses y diosas menores, cuyas energías se expresan en las fuerzas incontrolables de la naturaleza.
“Cuando en la Rapsodia Once de La Odisea relato el ritual de cavar un hoyo en la tierra, verter en él una libación en honor de los muertos, hacer plegarias, súplicas y promesas, después de lo cual comienzan a acudir saliendo del Hades las almas de difuntos muchachos, ancianos de larga experiencia, tiernas esposas destrozadas por recientes penas, guerreros y combatientes que murieron con sus armas cubiertas de sangre, reproduje una creencia antigua y siempre renovada por todas las religiones, según la cual al morir la persona, su alma se desprende del cuerpo y continúa existiendo en otra dimensión”.
En ese momento Dante interrumpe a Homero y exclama:
“¡Qué grandioso canto aquél en que Ulises se encuentra, interroga y dialoga con los personajes del Hades! Por cierto, él inspiró La Comedia. Permíteme, amigo Homero, que recite aquella escena sublime en que Ulises conversa con su difunta madre”.
Homero asintió sonriendo, y Dante recitó con dulce voz:
– “Así me habló, y yo entonces con un fervoroso anhelo quise abrazar el alma de mi madre difunta. Tres veces lo intenté, el ánimo me impulsaba al abrazo, y tres veces entre mis brazos se esfumó semejante a una sombra o un sueño. La pena se me hacía más y más aguda dentro del corazón, y dirigiéndome a ella le dije palabras aladas:
“Madre mía, ¿por qué no aguardas cuando quiero abrazarte para que, aún en el Hades, te rodee con mis brazos y nos quedemos saciados ambos del frígido llanto? ¿O acaso es esto tan sólo una imagen que la augusta Perséfone ha enviado, para que me lamente aún más entre gemidos?”.
“Así hablé, y al punto me contestó mi venerable madre:
“¡Ay de mí, hijo mío, el más atormentado de todos los mortales! En nada te presenta engaños Perséfone, hija de Zeus, sino que ésa es la condición de los mortales, una vez que perecen. Pues los tendones no retienen más las carnes y los huesos, sino que el potente furor del fuego ardiente los deshace apenas el ánimo vital abandona los blancos huesos, y el alma, volando como un pájaro, revolotea y se aleja”.
Dante se inclinó ante Homero. Este agregó:
“La literatura, la verdadera, la grande, la tuya, la mía, son obra del Espíritu, del cual los poetas somos dóciles instrumentos. Ella y la religión tienen en común la intención de educar al pueblo en valores y en virtudes. La literatura lo hace mediante relatos, personajes, hechos y circunstancias ficticias, no para que los lectores crean en ellos, sino para que aprendan de ellos.
“Con mis obras quise fundar una civilización de hombres y mujeres fuertes, valientes, leales, fieles, provistos de las grandes virtudes de la Justicia, la Prudencia, la Fortaleza y la Templanza”.
– Tus obras – me atreví a comentar – continúan creando en la tierra esa civilización que soñaste.
“Pero ahora debemos dejarte, Homero” – dijo mi Maestro. “Permíteme retirarme recitando otro trozo de tus pasajes excelentes; ese con el que Ulises alienta a sus compañeros, y con el cual deseo alentar ahora al mío:
“Venid amigos míos. No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo. Zarpemos, y sentados en perfecto orden hiramos los resonantes surcos, pues me propongo navegar más allá del poniente y del lugar en que se bañan los astros del occidente. Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan. Es también posible que demos con las Islas Venturosas, y que veamos al gran Aquiles, a quien conocimos”.
Luis Razeto
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