ESTACIÓN TREINTA Y DOS - DESOLACIÓN DE LOS INTELECTUALES SIN DIOS

ESTACIÓN TREINTA Y DOS

DESOLACIÓN DE LOS INTELECTUALES SIN DIOS


Algunos minutos después el Maestro se levantó. Notando que estaba repuesto me invitó a continuar el viaje. Pronto, siempre descendiendo, llegamos a una encrucijada.

Tomamos el sendero de la izquierda, no sin antes advertirme Dante que no sabía adónde nos llevaría, que sospechaba que fuera a un lugar aún más duro que el que dejamos atrás, pero que algo le indicaba interiormente que convenía a mi aprendizaje enfilar por allí.

Después de caminar lo que en la Tierra pudiera ser un buen cuarto de hora, llegamos a un terraplén cubierto de arena y ripio donde encontramos a numerosos hombres y algunas mujeres, solos o en pequeños grupos, que deambulaban golpeándose la frente, apuntándose unos a otros con el dedo, haciendo gestos soeces, extendiendo las manos a lo alto.

Mientras así se movían, exclamaban frases altisonantes, emitían imprecaciones, o se lamentaban en versos sin rimas.

Cada uno llevaba una tarjeta sobre el pecho que indicaba su nombre, su oficio y el título de alguna de sus obras, por lo que no me fue difícil identificarlos y comprobar el origen o la fuente de sus dichos.

 

Thomas Nagel

 

Nos acercamos y el primero que encontramos fue Thomas Nagel, filósofo de profesión y profesor en la Universidad de Nueva York. Se aproximó dando rápidos pasos y poniéndose al frente, mirándome a los ojos a través de gruesos lentes, dijo sin que yo tuviera tiempo de saludarlo:

¡No se trata solo de que no crea en Dios y de que, como es lógico, albergue la esperanza de que no exista! Es que no quiero que haya Dios, no quiero que el universo tenga ese carácter, como espero poder mostrar”.

Enseguida, girando y dándonos la espalda se retiró sin decir nada más. Nosotros continuamos caminando y avanzamos hacia un grupo de personas de cierta edad, todos varones y sólo una mujer, que discutían apasionadamente. Mi Maestro les preguntó deteniéndose a cierta distancia:

¿Quiénes sois vosotros, que habláis tan animadamente?”.

Antes de que le respondieran me dijo en voz baja, de modo que no pudieran escucharlo: “Espero que razonen con más lógica y prudencia que el profesor que acabamos de conocer”.

¡Somos el Círculo de Viena! Nuestra filosofía es el Positivismo Lógico” – dijeron los hombres al unísono, mostrando en sus palabras una muy elevada auto-estima.

Acerquémonos y veamos qué tienen estos que decir”, me dijo Dante retomando el paso.

Al allegarnos, los hombres formaron un círculo, lo que me pareció natural teniendo en cuenta el nombre que se dieron. Mirando los letreros que pendían en sus cuellos me sobresalté al verme entre tantas lumbreras de la filosofía moderna.

Peregrinación 32 círculo de viena

 

Estaban ahí Herbert Feigl, Friedrich Waismann, Rudolf Carnap, Alfred Julius Ayer, Olga Hahn-Neurath, Moritz Schleik, Hans Hahn, Charles Morris, Otto Neurath, Hans Reichenbach, Otto Weininger y varios otros cuyos nombres he olvidado.

¿Queréis ilustrarme sobre vuestra filosofía, puesto que soy hombre del Medioevo?” – inquirió Dante con respeto.

Me molestaron varios gestos de menosprecio, desdén e indiferencia que noté en los filósofos al saber que quien los interrogaba provenía del pasado. Me disponía a replicar exponiendo los inmensos méritos de mi acompañante, pero éste me indicó con un gesto que lo que importaba en ese momento era escuchar lo que esos individuos pudieran decir.

Así, tomando la palabra unos tras otros, escuchamos una serie de aseveraciones, emitidas como si se tratara de verdades absolutas:

Una afirmación que no pueda ser objeto de verificación empírica carece enteramente de sentido”.

Si existe o no existe Dios, o si existe o no el alma, son frases sin sentido, igual como lo son todas las afirmaciones filosóficas abstractas”.

Todos los enunciados metafísicos son, o tautológicos o falsos, y por tanto absurdos, pues no pueden ser verificados por la experiencia empírica”.

Más allá de la experiencia empírica, solamente contamos con el lenguaje como objeto del análisis lógico. Lo demás es sólo música”.

El lenguaje de la física es el lenguaje universal de toda ciencia y de todo conocimiento verdadero”.

No puede existir nada parecido a una ciencia ética, si por ciencia ética entendemos un sistema moral verdadero”.

La verdadera causa de la conducta moral de las personas es el miedo, sea al castigo divino o al de la sociedad”.

La moralidad es algo que atañe únicamente a cada persona, y que cada uno debe determinar por sí mismo en cuando individuo”.

Preguntarse por el sentido de la existencia carece enteramente de sentido, o si se quiere decir algo sobre la cuestión, cabría pensar que el objetivo de la existencia son los objetivos a los que uno mismo se entrega”.

Mi Maestro me sacó rápidamente de allí argumentando que nos convenía continuar buscando quien tuviera algo mejor que ofrecer al mundo.

Ya distantes de aquél Círculo donde sus participantes parecían conformarse con reafirmar unos con otros sus descreídas aseveraciones, nos encontramos con Philip Roth, en cuyo letrero destacaban varios títulos de sus novelas, entre las cuáles recuerdo El teatro de Sabbath; Goog By, Columbus; El Lamento de Portnoy; La Visita al Maestro; Pastoral Americana.

El hombre, peinando con sus manos su abundante cabellera negra, expresó las que supuse que fueron las principales ideas que representó en sus novelas:

Dado que nadie sabe nada, y no existe forma de saber cuándo estamos en lo cierto, jamás alcanzaremos a saber qué es el bien”.

Cualquiera con un mínimo de cerebro, comprende que está abocado a llevar una vida estúpida, debido a que no existe ningún otro tipo de vida. Yo los insto a la hiperactividad, como tabla de salvación”.

En un mundo desprovisto de Dios, hemos de sacarle el máximo provecho a nuestra duda, y la mejor forma de lograrlo es cayendo en la blasfemia, acostándonos con las esposas de nuestros amigos, convirtiéndonos en motivo de ultraje para el prójimo”.

Justo en ese momento un individuo que no pude identificar porque nos daba la espalda pero que escuchó lo que dijo el escritor, acotó en voz alta y divertida:

En la vida gana el que tenga más juguetes al morir”.

El novelista, que por un gesto de saludo entendí que era amigo del hombre que nos había sobrepasado, lo siguió, lo alcanzó y se fueron conversando.

Dante y yo continuamos. Vimos a la distancia un hombre de cabello entrecano, sentado en la arena en una posición que daba la impresión de que estuviera esperando con paciencia que ocurriera algo.

Al llegar frente a él supe que se trataba del autor de una obra de teatro a cuya representación asistí un par de veces en mi juventud. El letrero que llevaba en el pecho decía simplemente: Samuel Beckett, dramaturgo, Esperando a Godot.

Peregrinación 32 Samuel Beckett

 

Después de saludarlo, y como permanecía en silencio, me atreví a preguntarle con tono de broma: – ¿Todavía esperando a Godot, señor Beckett?

El hombre pareció entender la broma, pues sin alterarse pero manteniendo su rostro adusto y triste, recitó:

No hay nada que expresar, nada con lo que expresarlo, nada desde lo que expresarlo, ningún deseo de expresarlo, al margen de la obligación de hacerlo”.

Eso es muy triste – repliqué. – ¿Es que no hay nada útil que podamos hacer en la vida?

Beckett me miró con tristeza. Enseguida respondió sin parecer convencido:

Debemos proveernos de un repertorio de acciones convenientemente reducido y susceptible de reflejar tanto nuestra minúscula talla como nuestra escasa influencia.

“Únicamente así podemos disfrutar la espera, junto a los amigos, de lo que nunca llegará, sabiendo que no llegará, porque no existe”.

Atrajo después nuestra atención un hombre que, a unos cincuenta pasos de donde estábamos, formaba sobre la arena un gran rectángulo compuesto de muchos ladrillos iguales.

Ese hombre parece estar construyendo algo” – dijo el Maestro, agregando: “Vamos a ver quién es y qué es lo que concibió su mente y realiza con las manos”.

Cuando llegamos, el hombre continuó trabajando en silencio y no respondió nuestras preguntas, por lo que esperé que se pusiera de pie para ver el letrero que nos indicara su nombre. Así supimos que estábamos ante Carl André, escultor minimalista, miembro de la Academia Estadounidense de las Ciencias y las Artes.

¿Qué obra es esa?” – interrogó Dante acercándose lo suficiente como para que se sintiera obligado a responder.

Equivalente VIII se llama esta escultura, y me extraña que no la conozca – replicó el artista – pues es una obra de arte que se encuentra en la Tate Gallery donde recibe multitudinarias visitas”.

Pues yo no veo más que 120 ladrillos ordenados en un rectángulo” – comentó Dante, agregando: “¿Puede usted explicarme lo que significa?”.

Peregrinación 32 equivalente viii

 

El artista se separó dos pasos de mi Maestro y respondió con desdén:

Uno de los vulgarismos omnipresentes en la cultura es el que induce a la gente a preguntar: ¿Qué significa esto? Una obra de arte significa lo que parece significar, y nada más. El arte no debe tratar de hacer referencia a nada que se sitúe fuera de sí mismo, no ha de aludir a nada que podamos experimentar de un modo más auténtico en otra parte. Lo que hoy necesitamos es un vacío significante”.

Dicho esto volvió a ordenar sus ladrillos en el rectángulo, por lo que nosotros nos alejamos sin decir nada, porque después de esa respuesta y frente a la obra no había nada que decir.

Unos cuantos pasos más adelante encontramos un grupito de personajes interesantes que dialogaban entre ellos. Alcancé a entender que los unía la creencia de que el verdadero sentido de la vida se cumplía mediante la poesía.

Wallace Stevens, cuyo letrero en el pecho lo identificaba como poeta estadounidense modernista, iba diciendo:

Cuando se deja de creer en Dios, la esencia que ocupa su lugar como elemento capaz de redimir la vida es la poesía”.

Paul Valéry, identificado simplemente como poeta francés, acotó: “En nuestra escuela de la Poesía Pura, sentimos que era posible establecer una nueva religión, y que su cualidad esencial habría de residir en la emoción poética”.

En efecto enfatizó Wallace Stevens –, la poesía, superando a la música, debe ocupar el sitio del Cielo vacío y sus himnos”.

Entonces intervino el tercero del grupo, Ivor Armstrong Richards, que se presentaba como escritor británico y crítico literario: “La poesía puede salvarnos, ya que constituye un medio perfectamente practicable de superar el caos”.

A lo que Paul Valéry replicó con tristeza: “Lamentablemente todas las experiencias humanas se hayan abocadas a producirnos una decepción, dado que nunca se adecúan a lo que uno pueda esperar de ellas”.

Corroboró James Joyce, escritor irlandés autor de Ulises: “Lo que hace que la mayoría de la gente sea infeliz es una especie de romanticismo decepcionado, la pleitesía a algún ideal irrealizable. El idealismo es la ruina del ser humano.

En cambio, con el realismo uno desciende a los hechos en que se sustenta el mundo, hasta esa súbita realidad que tritura el romanticismo y lo deja hecho papilla”.

Intervino un quinto personaje de nombre Thomas Pynchon, novelista estadounidense: “Es muy difícil conservar la coherencia en un mundo carente de significado o de pautas sistemáticas. Por eso, conviene crear la ilusión de que la historia obedece a un cierto principio de racionalidad, un principio que difícilmente podrá consolarnos, pero que es mejor que nada. Para eso sirve la ficción literaria”.

Nuevamente Wallace Stevens: “Al faltar la fe en Dios, la mente regresa a sus propias creaciones, y las examina no sólo desde el punto de vista estético, sino en función de aquello que vienen a revelar, en función de cuanto validan o invalidan, en función de la sustentación anímica que proporcionan”.

No me percaté de que también en el grupo iba Eugene O’Neil, Premio Nobel de Literatura, hasta que decidió entregar su opinión:

 

Eugene O'Neill

 

El éxito sigue siendo la única religión verdadera que subsiste. No hay valores que puedan orientar nuestra existencia. Todos los intereses de un hombre se reducen a los de quienes le rodean. Y si queremos que la vida resulte soportable, inventémosnos ilusiones y compartámoslas con los amigos”.

En un momento de mi vida – comentó David Herbert Lawrence, escritor británico, autor de El Amante de Lady Chatterley entre otras novelas famosas – imaginé una comunidad de hombres y mujeres organizada para favorecer el ejercicio de la pasión y los instintos.

Pues el amor es algo irracional, contrario al espíritu científico. En cambio, la expresión libre de la conducta erótica es lo más semejante que hay a lo divino.

El uso del intelecto no es ninguna virtud. Y dado que Dios ha muerto, hemos de aprender a amarnos a nosotros mismos en el ‘choque’ con nuestros instintos. Lo que importa es el deseo, no el pensamiento”.

Entonces se puso frente al grupo Rob Reisner, escritor y director de cine estadounidense, que sentenció: “Como sostuve en Bird: The Legend of Charlie Parker refiriéndome a ese famoso jazzista que representa a la perfección dicho ideal. “Era amoral, anarquista, amable y civilizado hasta el extremo, rayando incluso con la decadencia. ¿Qué valores le quedan al hombre, aparte de atravesar la existencia tratando de evitar el dolor, mantener las emociones bajo control y, a modo de colofón, mostrarse ‘enrollado’ y andar a la caza de un buen porro?”.

Cuando continuamos caminando me pareció que Dante estaba fuertemente afectado, pues nunca antes lo había visto avanzar mirando el suelo y levantando apenas los pies.

Creo – me dijo cuando ya nos había distanciado un buen trecho del grupo de los literatos – que estamos llegando al fondo en la comprensión de la crisis que atraviesa el mundo en tu tiempo.

Te confieso que recién ahora me doy cuenta por entero, de lo duro que ha de ser para ti y para quienes como tú buscan la verdad y cultivan el conocimiento, la cultura y la vida del espíritu, convivir con gente como las que escuchamos en estos espacios intelectuales y morales tan áridos.

Tengo, sin embargo, la impresión de que aún nos falta encontrar, antes de salir de este espacio pedregoso, a uno que nos permita calibrar a fondo el vacío que ha dejado en tu civilización la proclamada muerte de Dios”.

Apenas terminaba el Maestro de decirlo cuando apareció ante nosotros un individuo que ya habíamos encontrado anteriormente. Era el hombre del puro, el psiquiatra del diván psicoanalítico, Sigmund Freud.

Iba yo a increparlo por atreverse a reaparecer ante nosotros, pero Dante me contuvo diciendo que tal vez era el hombre que pudiera tener la pieza faltante del puzle.

¡Habla, si tienes algo que decir! le ordenó el Maestro.

Entonces Freud, con voz cansina y como si se encontrara bajo el efecto de la cocaína, dijo:

La existencia, señores, es una carga, por lo que para sobrellevarla debemos recurrir a ciertos paliativos. Cuatro son los principales: la religión, el arte, el amor y la intoxicación.

La creencia en un Dios es ilusoria, y la religión exige sumisión y es muy exigente. El arte está al alcance de muy pocos, y en ningún caso produce algo más que un moderado y transitorio placer. El amor se busca con ahínco, porque con el sexo produce experiencias intensas; pero conlleva cuitas y desdichas, y nadie está sin el riesgo de la desventura de perderlo, o del engaño. La intoxicación es el método más tosco, pero también el más eficaz”.

Dicho esto, el psiquiatra se retiró tambaleando y mascullando palabras incomprensibles.


 

Luis Razeto

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