ESTACIÓN TREINTA Y UNO
TIBIOS, PUSILÁNIMES Y MEDIOCRES
Ascender a las alturas de la montaña nos había exigido un prolongado y trabajoso viaje en que debimos mover las alas de la nave voladora como si fueran los remos de un navío navegando contracorriente. Descender después al valle fue, en cambio, cosa rápida y carente de esfuerzo y mérito.
El hecho es que ya a la mañana siguiente nos encontramos en un inmenso círculo por donde transitaban lentamente y con mortal aburrimiento, multitudes de clérigos, teólogos, monjas, frailes y catequistas, de diferentes congregaciones y cofradías, que pude reconocer por las insignias, logos, escapularios, medallitas y siglas que les colgaban del cuello.
Todos caminaban con gran cautela, sin despegar sus miradas del suelo para no tropezar en alguna de las pequeñas piedras que se hallaban repartidas por el terreno.
Eran todos, hombres y mujeres pequeños, temerosos, deslucidos, opacos, resignados, sin personalidad, mediocres desde cualquier punto de vista que se los observara.
Yo me acercaba a unos y otros grupos que cuchicheaban, en tono menor, sobre los asuntos que los inquietaban. Hablaban de sus devociones y discutían si unas u otras eran más eficaces. Se referían a sus ritos y ceremonias, y cómo debían realizarse para obtener con ellas los favores del cielo.
Mentaban a los ángeles y a los santos, que se habrían manifestado a través de pequeños signos cotidianos que era preciso interpretar porque eran señales del destino.
Realizaban pequeñas obras de caridad con los pobres y desvalidos, lo que les proporcionaba las más altas satisfacciones. Hacían mandas para obtener la salud, o el empleo, o la corrección de un familiar, o de ellos mismos. Hacían incluso alguno que otro sacrificio, renunciando a tal o cual beneficio. Desgranaban rosarios y jaculatorias.
No dudaban de que poco más que eso era lo que Dios y la Virgen esperaban de ellos y ellas.
Yo iba detrás de unos y otros grupos escuchando lo que decían, porque no quería perderme nada de lo que allí ocurría. Eso, hasta que mi Maestro, que se había quedado al borde de la cavidad, dando un salto llegó a mi lado.
“Deja ya de prestar atención a esos diálogos mezquinos, que poco falta para que me enoje contigo” –, me reconvino.
Al percibir que me hablaba con ira me volví hacia él con una vergüenza que todavía ahora me persigue en la memoria, igual como me sucede cuando sueño con una desgracia, y en el mismo soñar deseo que aquello no sea sino un sueño.
Era tal mi vergüenza que no me salían palabras de disculpa. Entonces el Maestro me consoló y reprendió al mismo tiempo diciendo:
“Mayores defectos se lavan con menos vergüenza. Pero si te sucede otra vez encontrarte con gente como ésta, que se alaban por sus mezquindades y que discuten por pequeñeces, ten en cuenta que ya el hecho de escucharlos es cosa innoble.
“Porque han hecho del cristianismo un asunto de rituales y de supersticiones, de pequeñas acciones y de modestas virtudes. Dicen que creen en Dios, pero su fe no es capaz de mover siquiera un grano de arena.
“Su religión no les lleva a actuar con amor, ni les proporciona la energía espiritual necesaria para sanar a los enfermos, liberar a los cautivos, anunciar el Reino de Dios y construir en la tierra una civilización de conocimiento, de creatividad, de libertad y de amor.
“Estos son capaces de llorar ante la imagen de un santo doliente o ante un crucificado de yeso, mientras que permiten y se hacen cómplices pasivos de las injusticias, opresiones y maldades que abundan a su alrededor.
“Han convertido el mensaje del Evangelio, que convoca a desplegar todos los talentos humanos y a caminar hacia la perfección, en una religión de individuos débiles que no hacen más que lamentarse de sus miserias.
“Son tan insignificantes y mediocres que no merecen ni siquiera ser llevados al infierno, por lo que se mantienen en este pre-infierno esperando que algún antepasado santo, o algún descendiente meritorio, se conmueva de su mediocridad y venga a rescatarlos”.
Yo atendí este apasionado alegato del Maestro manteniendo presente lo que había escuchado de las luces de fuego del encuentro anterior. Me preguntaba si el vaciamiento espiritual de la religión cristiana manifestada en estas multitudes de religiosos menos que mediocres, daba razón al acendrado pesimismo al que había llegado Schopenhauer.
Y me preguntaba también si el llamado de Nietzsche a superar la actual condición del humano, para lo cual postulaba la necesidad de abandonar la religión, no fuera en realidad una forma laica de retomar el llamado profético del Evangelio de Jesús a perseguir la divinización de lo humano.
Conociendo esa capacidad que poseía mi Maestro de adivinar lo que pasaba por mi mente, no me sorprendió que me tomara de la mano y me condujera a la sombra de un árbol que estaba en la cima de una colina.
Allí nos sentamos sobre un gran peñasco, desde donde podíamos mirar el espectáculo lamentable de aquellas multitudes de sombras adoloridas y desorientadas que semejaban un inmenso rebaño de ovejas sin pastores.
El Maestro respetó mi desaliento y tristeza en silencio. Me expresaba comprensión y afecto manteniendo su brazo sobre mis hombros.
Dejada mi mente en libre y espontánea sucesión de pensamientos y nostalgias, recordé los lejanos años de mi adolescencia, cuando el amor apasionado por la poesía me conducía a cierto estado emocional no muy distinto al que experimentaba.
Recordé unos versos de Al oído de Cristo de Gabriela Mistral, que cuando era joven incendiaban mi alma.
“Cristo, el de las carnes en gajos abiertas; / Cristo, el de las venas vaciadas en ríos: / estas pobres gentes del siglo están muertas / de una laxitud, de un miedo, de un frío! / A la cabecera de sus lechos eres, / sí te tienen, forma demasiado cruenta, / sin esas blanduras que aman las mujeres / y con esas marcas de vida violenta.
No te escupirían por creerte loco, / no fueran capaces de amarte tampoco / así, con sus ímpetus laxos y marchitos. / Porque como, Lázaro ya hieden, ya hieden, / por no disgregarse, mejor no se mueven. / ¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
(…) Tienen ojo opaco de infecunda yesca, / sin virtud de llanto, que limpia y refresca; / tienen una boca de suelto botón / mojada en lascivia, ni firme ni roja; / ¡y como de fines de otoño, así, floja e impura, la poma de su corazón!
....¡Oh Cristo! un dolor les vuelva a hacer viva / l`alma que les diste y que se ha dormido, / que se la devuelva honda y sensitiva, / casa de amargura, pasión y alarido.
(…) ¡Llanto, llanto de calientes raudales / renueve los ojos de turbios cristales / y les vuelva el viejo fuego del mirar! / ¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
Si ya es imposible, si Tú bien lo has visto, / si son paja de eras... ¡desciende a aventar!”.
El Maestro, que se mantenía a mi lado mirando al frente, me pasó un pañuelo.
Luis Razeto
SI QUIERES LA PEREGRINACIÓN COMPLETA IMPRESA EN PAPEL O EN DIGITAL LA ENCUENTRAS EN EL SIGUIENTE ENLACE:
https://www.amazon.com/-/es/gp/product/B08FL8Q64W/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i7