ESA FUERZA QUE LENTAMENTE DESPOSA AL CIELO
Adivinaba sin embargo la bondad de mi padre:
—Quiero que amen -terminó diciendo- las aguas vivas de las fuentes. Y la superficie tersa de la cebada verde recosida sobre las resquebrajaduras del verano. Quiero que glorifiquen la vuelta de las estaciones. Quiero que se nutran, semejantes a frutos acabados, de silencio y lentitud. Quiero que lloren largo tiempo sus duelos y que honren largo tiempo a sus muertos, pues la herencia pasa lentamente de una a otra generación y no quiero que pierdan su miel en el camino. Quiero que sean semejantes a la rama del olivo. La que aguarda.
Entonces comenzará a hacerse sentir en ellos el gran balance de Dios que viene como un soplo a probar el árbol. Los conduce y vuelve a través del alba a la noche, del verano al invierno, de las cosechas que despuntan a las cosechas entrojadas, de la juventud a la vejez; de la vejez luego a los nuevos niños.
Pues a semejanza del árbol, nada sabes del hombre si expones su duración y lo distribuyes en sus diferencias. El árbol no es semillas, después tallo, tronco flexible, después madera muerta. No es preciso dividirlo para conocerlo. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa al cielo. Así pasa contigo, mi hombrecito.
Dios te hace nacer, crecer, te llena sucesivamente de deseos, de pesares, de alegrías y sufrimientos, de cóleras y perdones, después te hace entrar en Él. Sin embargo, no eres ni ese escolar, ni ese esposo, ni ese niño, ni ese anciano. Eres aquél que se realiza. Y si sabes descubrirte rama balanceada, bien pegada al olivo, saborearás la eternidad en tus movimientos. Y todo alrededor de ti se hará eterno. Eterna la fuente que canta y ha sabido abrevar a tus padres, eterna la luz de los ojos cuando te sonría la amada, eterna la frescura de las noches. El tiempo no es un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla.”
(De la Nota 1)