Capítulo 8. EL CAMINO DE LA ECOLOGIA

Capítulo 8.

EL CAMINO DE LA ECOLOGIA

 

     Preocupación y conciencia ecológica.

     En los últimos años se ha desarrollado notablemente la conciencia ecológica. La prensa y los medios de comunicación se han encargado de difundir masivamente informaciones y análisis sobre una serie de desequilibrios y deterioros del medio ambiente que nos amenazan con creciente intensidad.

     El problema ecológico afecta al planeta tierra en su globalidad y se está agudizando en todos los planos. En efecto, está deteriorándose la atmósfera con la contaminación del aire por partículas y gases tóxicos que emanan de la combustión y el uso de energías impuras. Están afectadas las aguas de los ríos, lagos y mares que reciben todo tipo de residuos tóxicos, e incluso las aguas lluvias que devuelven a la tierra las impurezas del aire en el fenómeno conocido como "lluvia ácida". Se está contaminando la tierra sobre la que se derraman pesticidas y otros productos químicos de alta peligrosidad, y que se encuentra afectada por la deforestación y desertificación de extensas zonas geográficas. Existe un problema muy serio a nivel de la estratósfera, dado por el adelgazamiento de la capa de ozono que deja pasar los rayos ultravioletas en niveles muy superiores a los normales. Se están verificando cambios y desequilibrios en los climas, con efectos imprevisibles cuyas magnitudes potenciales aún desconocemos. Está sufriendo graves desequilibrios la biósfera, por la extinción de especies animales y vegetales que implican insospechadas pérdidas de material genético y deterioros en los delicados equilibrios biológicos. Emisiones descontroladas de radioactividad y energía nuclear están afectando el planeta en su conjunto, constituyendo un nuevo factor de preocupación y alarma.

     Hasta hace algunas décadas el tema era planteado sólo por algunos pensadores que -cual profetas en el desierto- clamaban alarmados por los desequilibrios que se desencadenarían cuando pasado cierto punto crítico poco podría hacerse para detener su marcha destructora. Pronto se hicieron eco de esos llamados los autores de ciencia ficción o literatura de anticipación, que propusieron numerosos futuribles -futuros posibles- en que la especie humana podría verse entrampada si no cambia de rumbo la moderna civilización industrial.

     La sucesión de hechos y procesos de deterioro ambiental llevaron luego a una toma de conciencia colectiva de que la denuncia no era alarmismo sin base. Grupos de universitarios y profesionales empezaron a hacerse cargo del asunto ecológico en sus dimensiones globales y organizaron agrupaciones, movimientos e incluso partidos políticos en torno a una ideología ecologista. Con ella la cuestión del medio ambiente adquirió plena visibilidad e incluso para algunos una visibilidad excesiva. En efecto, las ideologías se caracterizan por poner de manifiesto un cierto problema real, colocarlo en el centro de una concepción del mundo, y "colorear" con sus tintes los análisis y propuestas de acción en cualquiera sea el campo y nivel de los asuntos que se enfocan.

     La difusión social y el levantamiento político del tema ecológico impactó profundamente los ambientes científicos. Consecuentes con sus metodologías positivas numerosos centros de investigación se han dedicado a cuantificar y medir los niveles alcanzados por los desequilibrios ecológicos y a evaluar sus probables tendencias futuras. Así, hoy disponemos de suficiente evidencia empírica como para estar ciertos de que el deterioro ambiental amenaza muy seriamente la salud humana.

     Del problema no ha estado ausente tampoco la dimensión religiosa, levantada con creciente insistencia por elaboraciones teológicas de variada procedencia que destacan la "sacralidad de la creación", recientemente estimuladas por pronunciamientos y documentos pontificios que formulan la necesidad de nuevas relaciones con el medio ambiente fundadas en una superior valoración de la naturaleza.

     Ha llegado finalmente el tiempo de las decisiones, cuyo comienzo ha sido la definición de políticas ecológicas y medio ambientales por parte de los poderes públicos. Un poco en todo el mundo los gobiernos están tomando medidas para enfrentar ciertos aspectos, los más visibles e impactantes, del problema. Como es natural, en la definición de las políticas convenientes se rompe el consenso que existe sobre la gravedad del problema, pues se hacen presente, junto a las concepciones ideológicas que atribuyen distintas funciones al Estado y a la iniciativa individual, los diferentes intereses de quienes han de resultar inevitablemente afectados.

     Están siendo aplicadas diversas políticas. En algunos casos se trata simplemente de prohibir la operación de ciertos agentes contaminantes. En otros se busca limitar un cierto problema estableciendo impuestos especiales a las actividades que lo generan, transfiriendo al menos una parte de los costos de la solución de un problema a quienes lo causan. Se aplican también políticas de incentivo, que establecen beneficios especiales y excenciones tributarias a las empresas que se establecen en zonas geográficas no críticas, o premios a la introducción de instrumentos técnicos que hagan disminuir un problema determinado. Mediante fondos y subsidios especiales, se fomenta también el diseño e implementación de tecnologías ecológicamente más refinadas.

     A nivel de la sociedad civil se desarrollan también acciones tendientes a enfrentar el problema, de las cuales los movimientos ecologistas y organizaciones especialmente preocupadas de la cuestión se han hecho promotoras. Estas acciones suelen desplegarse en dos planos: el de la denuncia de situaciones puntuales y la concientización sobre el problema global, y el de ejecución de acciones directas que aportan a limitar ciertos deterioros y desequilibrios medioambientales, como pueden ser, por ejemplo, la plantación de árboles, el salvataje de ejemplares de especies en vías de extinción, el reciclaje de desechos, etc.

     ¿Conducen estas políticas y acciones a una efectiva superación del problema? ¿Son suficientes para hacer frente a desequilibrios tan complejos que afectan globalmente a nuestro planeta?

     Por cierto, se trata de políticas y acciones indispensables que en algo contribuyen a enfrentar el problema. Sus efectos, sin embargo, son claramente insuficientes. Respecto a la acción del Estado cabe señalar que existe creciente evidencia de que el problema ha adquirido dimensiones tan amplias y que se encuentra tan estrechamente conectado a las dinámicas económicas y culturales, que no podrá ser superado por ninguna combinación de medidas públicas que resulten económica y políticamente viables en el marco de las actuales estructuras y organización de la economía. Sean restrictivas o de incentivo, para que las medidas lleguen a tener un impacto significativo sobre el problema global debieran ser muy drásticas y afectar muchísimas actividades y procesos, implicando costos excesivos. A ello se agrega que, por su naturaleza misma, el problema ecológico trasciende los ámbitos en que tienen vigencia y efecto las decisiones de los Estados nacionales.

     En cuanto a la acción directa de los grupos ecológicos su importancia tiene que ver más con su carácter testimonial y concientizador que con su efectivo impacto sobre el medio ambiente. Es necesario observar que cualquier acción particular orientada directamente a modificar la naturaleza con el objeto de restablecer algún equilibrio perdido o de detener algún deterioro en curso, por amplia y poderosa socialmente que pueda llegar a ser, difícilmente podrá alcanzar efectos significativos: los fenómenos y fuerzas de la naturaleza son tan poderosos que la acción del hombre resulta desproporcionadamente pequeña. Lo demuestra el mismo problema ecológico causado, en realidad, por la inmensa cantidad de energías desplegadas por el conjunto de los procesos de producción y consumo que desarrolla la humanidad extendida por todo el mundo. Cabe preguntarse, además, acaso disponemos del conocimiento suficiente sobre los delicados automatismos de la naturaleza como para saber los modos de reequilibrarla actuando directamente sobre ella.

     La cuestión ecológica se nos presenta, así, sobrepasando nuestras capacidades de enfrentarlo. ¿Significa ésto que no podamos hacer nada y que, en definitiva, estamos perdidos? No es la conclusión necesaria de este análisis. Si nos quedáramos en la comprensión de la magnitud del problema y de la insuficiencia de los medios empleados hasta ahora para enfrentarlo, caeríamos en la desesperanza y en la pasividad que se deriva de ella. Para superar tal estado de ánimo es necesario disponer de una teoría de la cuestión ecológica que nos lleve a comprender las verdaderas causas del problema y los modos de removerlas.

     Para una teoría de la cuestión ecológica. La relación entre economía y ecología.

     El problema ecológico surge en la relación del hombre con la naturaleza; una relación que a diferencia de la que establecen con ella los animales no es directa y natural. Las especies animales obtienen y extraen lo que necesitan de la naturaleza tal como lo encuentran y en la forma en que ella se los proporciona. Lo consumen naturalmente y le devuelven también naturalmente los residuos. Se cobijan donde ella se los permite y la modifican apenas abriendo cuevas o haciendo nidos. No sucede así con el hombre.

     La relación de éste con la naturaleza no es inmediata: está mediatizada por la economía. Entre el hombre y la naturaleza se levantan, en efecto, los complejos y dinámicos procesos de producción, distribución, consumo y acumulación. La economía es, en esencia, un proceso de intercambio vital entre el hombre y la naturaleza, por el cual ambos resultan transformados. Es precisamente porque entre el hombre y el medio ambiente media la economía, que la ecología se constituye como problema.

     Hasta hace algunos años existía una concepción optimista de este proceso de transformación. Se suponía que la acción del hombre sobre el medio significaba un proceso de humanización del mundo, resultante de la incorporación de lo humano en el mundo natural. Mediante su inteligencia, imaginación, creatividad, ciencia y trabajo, el hombre convertiría el paisaje natural en un paisaje humano, supuestamente superior en atención a la naturaleza superior del hombre mismo. El más brillante exponente de esta concepción optimista fue Teilhard de Chardin, aunque ha de reconocerse que la visión de un progreso constante y seguro ha sido la ideología predominante en toda la época moderna. No ajena a esta perspectiva es la idea que mediante la ciencia, la tecnología y el trabajo, los hombres adquieren un creciente e indefinido control y dominio de las fuerzas naturales.

     El problema ecológico ha venido a cuestionar radicalmente esta hipótesis progresista. Los deterioros del medio ambiente nos hacen descubrir dolorosamente que el proceso de transformación de la naturaleza por la tecnología y el trabajo humano no siempre resulta positivo, pudiendo al contrario provocar desequilibrios que afectan al hombre mismo y que podrían incluso destruir la habitabilidad de la tierra. Con pleno realismo habría que admitir que la acción del hombre sobre la naturaleza tiene simultáneamente efectos positivos y negativos, ambos probablemente crecientes. Como enseña el Evangelio, el trigo y la cizaña crecen juntos en razón de la naturaleza ambivalente del propio ser humano sujeto de la acción.

     Pues bien, si la transformación de la naturaleza y del hombre que se verifica a través del intercambio vital entre ambos puede ser humanizador y destructor al mismo tiempo, decisivo será el modo en que se efectúe. Si la relación entre el hombre y la naturaleza está mediatizada por la economía, la transformación positiva o negativa del medio ambiente dependerá fundamentalmente del modo de hacer y organizar la economía. La comprensión de ésto permite ubicar la cuestión ecológica en su verdadera dimensión: se trata de un problema de la economía. Ponerlo en este plano, que es el de su causa, y no en la naturaleza, donde se manifiesta en sus efectos, abre a los hombres la posibilidad de controlarlo realmente. Porque el hombre puede controlar la economía, que depende de él mismo, pero no puede controlar la naturaleza que lo sobrepasa y de la cual es sólo una parte.

     Observemos de paso que la íntima relación entre la economía y la ecología ha quedado cristalizada en el lenguaje por la común etimología de ambas palabras, que si bien se las entiende, significan lo mismo y nos hacen descubrir que la oikos, nuestra casa, es la naturaleza transformada por el trabajo de todos.

     Un modo antiecológico de hacer economía.

     Si la ecología depende de la economía, la existencia de un serio problema ecológico pone de manifiesto la existencia de muy serios problemas en la economía tal como se encuentra organizada actualmente, al tiempo que plantea la necesidad y urgencia de desarrollar otros modos de organizarla. ¿Qué aspectos de la organización económica actual son cuestionados por la ecología? ¿Qué requerimientos y exigencias formula la ecología a una economía que quiera mejorar el medio ambiente y salvar la naturaleza? Empecemos por la primera pregunta, que nos entregará preciosas indicaciones para responder la segunda.

     En realidad el deterioro del medio ambiente tiene causas múltiples y está siendo provocado desde las cuatro grandes fases del circuito económico: la producción, la distribución, el consumo y la acumulación.

     Desde la producción, una causante del desequilibrio ecológico radica en el gran tamaño que han alcanzado numerosas industrias, que utilizan volúmenes gigantescos de recursos naturales y que son movidas por cantidades enormes de energía altamente concentrada en reducidos espacios. En las industrias los recursos naturales son procesados indiscriminada y masivamente; se aprovechan de éstos solamente algunas de sus cualidades, debiéndose eliminar y homogenizar sus otras propiedades mediante procesos químicos de intensa potencialidad transformadora. Ello genera una gran cantidad de residuos que contaminan las tierras y aguas y hace emanar abundantes gases que polucionan el aire y la atmósfera. Adicionalmente, el alto nivel de concentración de la producción en los reducidos espacios urbanos implica el transporte altamente dispendioso de energía contaminante, de grandes masas de recursos naturales desde sus lugares de origen hasta los lugares donde son procesados, y desde éstos hasta donde los productos serán consumidos.

     Desde el proceso de distribución, una causa del deterioro ambiental reside en la muy desigual repartición de la riqueza que lleva a la configuración de zonas geográficas que abundan en bienes mientras otras permanecen en la pobreza. Al respecto es importante considerar que tanto la extrema riqueza como la extrema pobreza son contaminantes. Los grupos sociales muy ricos contaminan por el exceso de energía material que utilizan y la gran cantidad de desechos que generan. Los extremadamente pobres concentrados en zonas densamente pobladas de precaria urbanización, se ven obligados a utilizar combustibles naturales de bajo rendimiento y carecen de medios para cuidar y limpiar su medio ambiente inmediato.

     Pero la causa principal de deterioro ecológico desde el proceso de distribución deriva del hecho que cada sujeto económico opera en el mercado en función de su propia utilidad, sin atender a los requerimientos comunitarios ni responsabilizarse de los efectos que sus decisiones tengan sobre el entorno. Si cada sujeto toma sus decisiones económicas buscando su propio y exclusivo interés, el logro del bien común, el cuidado del medio ambiente, la preocupación por el futuro colectivo, son dejados bajo la responsabilidad del Estado y las autoridades; pero al mismo tiempo se busca limitarlas en sus atribuciones y, por amplias que llegaren a ser, no están en condiciones de asegurar un medio ambiente equilibrado y sano que sólo puede lograrse con el concurso activo y permanente de toda la comunidad.

     Desde el proceso de consumo el deterioro ecológico es generado básicamente por el fenómeno conocido como "consumismo". Este consiste en la desproporcionada utilización de cosas para satisfacer necesidades y deseos exacerbados, subdivididos al extremo, nunca apagados por bienes que son desechados antes de prestar toda su utilidad, reemplazados prematuramente por otros cada vez más sofisticados que pronto quedan también obsoletos. El consumismo fuerza a un crecimiento desmedido de la producción, con la consiguiente depredación de los recursos naturales y de energías no renovables, y da lugar a una sobreabundancia de desechos que se vierten en la naturaleza.

     También el proceso de acumulación en la forma que actualmente se realiza se convierte en fuente permanente de deterioro ambiental. Cada sujeto económico busca apropiarse individual y privadamente del máximo de cosas, energías, tierras, aguas, árboles, etc., pues ve en ellos la garantía de su futura seguridad y la fuente de su prestigio y éxito. Una cultura del "tener" que lleva a valorar las personas por la cantidad de cosas que poseen y no por la calidad de sus capacidades, orienta hacia formas de acumulación concentradoras de riqueza y de fuerzas productivas, sobre las cuales los sujetos adquieren derechos de uso y abuso que no garantizan su conservación y permanencia.

     Comprender que las fuentes del deterioro ecológico están presentes en aspectos tan centrales de cada una de las fases del proceso económico tal como se encuentra actualmente organizado lleva a concluir que este modo de hacer economía no es ecológicamente viable: deberá ser reemplazado en el futuro, cuando el deterioro del medio ambiente resulte insoportable o excesivamente costoso en términos del bienestar y la calidad de vida.

     Pero no es necesario esperar que ello se verifique en extremo para intentar un nuevo rumbo. Por el contrario, mientras más se postergue el cambio, más graves serán las consecuencias y más difícil resultará la recuperación. Por ello, de la preocupación por la ecología surge ya actualmente un camino de búsqueda de nuevas formas de hacer economía, nuevas maneras de producir, distribuir, consumir y acumular. Ellas se orientan, también, en la perspectiva de la economía de solidaridad. Veamos, en efecto, cuáles son los requerimientos que pone la ecología a la economía y en qué medida la economía solidaria puede satisfacerlos.

     La economía solidaria: un modo ecológico de hacer economía.

     Cuando se introduce la solidaridad en la economía y se la pone al centro de los procesos de producción, distribución, consumo y acumulación, las actividades económicas se tornan ecológicamente sanas. Para que la economía no implique un deterioro del medio ambiente sino la transformación humanizadora y armoniosa de la naturaleza es preciso, en efecto, que al producir y trabajar, al utilizar los recursos y energías naturales, al apropiarnos de la riqueza y distribuirla socialmente, al consumir los productos necesarios para nuestra satisfacción, al generar y acumular los excedentes que nos sirvan en el futuro, nos preocupemos de los efectos que tienen nuestras decisiones y actividades sobre los demás y nos hagamos responsables de las necesidades de toda la comunidad, incluidas las generaciones venideras.

     Así lo están empezando a experimentar quienes han comprendido los orígenes y profundidad de los problemas ecológicos y buscan consecuentemente los medios eficaces para superarlos. Tales búsquedas vienen a coincidir en la misma dirección en que procede la economía de solidaridad. Esta, en efecto, tiende a revertir de hecho cada uno de los aspectos que en la economía actual generan desequilibrios ambientales. Veamos el modo en que lo comienzan a hacer.

     El privilegiamiento de la escala humana, de la producción y organización de las actividades en dimensiones pequeñas, controlables por las personas y comunidades que las organizan, genera un proceso de desconcentración de la producción. Las actividades productivas no se concentran en reducidos espacios de alta densidad energética pues se disemina en las casas, barrios y comunidades. Como éstos lugares constituyen el medio ambiente inmediato de quienes organizan y ejecutan la producción, los efectos medioambientales de ésta recaen directa e inmediatamente sobre quienes los causan, llevándolos a preocuparse y responsabilizarse de ellos porque los sienten, perciben y sufren en carne propia.

     La producción desconcentrada y efectuada en pequeña escala implica asimismo un uso diferente de los recursos naturales y de las fuentes energéticas. Por un lado, los elementos materiales no son utilizados indiscriminada y masivamente sino aprovechados atendiendo a sus características y cualidades particulares. Por otro, el proceso elaborativo se verifica mediante procesos transformadores de menor intensidad mecánica y química, y se hace posible el aprovechamiento de fuentes energéticas alternativas y renovables. Además, las emanaciones y desechos de la producción son menores en cada lugar y pueden ser controlados y canalizados de mejor manera, o son directamente reciclados. La actividad productiva se adapta mejor al medio ambiente local y aprovecha los microclimas sin alterarlos.

     Las necesidades de transporte, siempre dispendiosas de energías contaminantes, se reducen notablemente, sea porque los recursos e insumos tienden a ser encontrados en el medio local, o porque una mayor parte de los productos están destinados a consumidores cercanos al lugar de producción. Los mismos trabajadores de las pequeñas unidades económicas viven cerca y llegan caminando o en bicicleta a sus lugares de trabajo.

     Del mismo modo, cuando el proceso de distribución se realiza con importantes contenidos de solidaridad, la riqueza resulta distribuida más equitativamente, reduciendo las posibilidades del enriquecimiento excesivo de algunos y evitando la extrema pobreza de muchos que, como vimos, tienen ambos efectos contaminantes.

     Por otro lado, cuando las decisiones económicas de los sujetos son tomadas no atendiendo exclusivamente a la propia utilidad sino considerando las necesidades ajenas y haciéndose responsables de los efectos de la propias decisiones y acciones sobre la comunidad -cuando se internalizan las externalidades, como dirían los economistas-, las exigencias del medio ambiente y la ecología quedan salvaguardadas.

     Además, cuando una parte importante de los flujos y transferencias económicas se efectúa en base a relaciones integradoras de reciprocidad, comensalidad y cooperación, tiende a primar el beneficio común por sobre el interés individual, y el bienestar personal se asocia íntimamente a la calidad de vida que alcance la comunidad en que se participa.

     Al tomarse las decisiones en forma participativa se descubre que la libertad de cada uno debe respetar la libertad de los otros, que la utilidad personal no puede atentar contra el bienestar colectivo, que navegamos en un mismo barco que unifica nuestro destino y del que somos en común responsables. El intercambio que efectuamos con equilibrio entre las personas y en la comunidad nos lleva a comprender la necesidad de que también nuestro intercambio vital con la naturaleza sea equilibrado; que si extraemos de ella lo que necesitamos para vivir hemos también de actuar con reciprocidad para que también ella viva, respetándola, cuidándola, compensándola, nutriéndola según sus propias necesidades.

     En cuanto al proceso de consumo, importante ecológicamente pues de él depende la cantidad y tipo de desechos y objetos de todo tipo que devolvemos a la naturaleza después de utilizarlos en la satisfacción de nuestras necesidades y deseos, la economía de solidaridad manifiesta una racionalidad perfectamente coherente con los requerimientos de un medio ambiente sano y equilibrado. La ecología, en efecto, plantea al respecto variadas exigencias. Básicamente, la conveniencia de una disminución de los niveles de consumo de ciertos tipos de bienes, y también un cambio en el modo de consumir. Ambos aspectos están relacionados y sólo si los vemos en su conexión podremos comprender que no necesariamente consumir menor cantidad de ciertos productos implica una disminución del bienestar, pudiendo incluso conducirnos a una superior calidad de vida. Entenderlo así es crucial, pues si los cambios han de ser significativos y duraderos es preciso que no sean formulados en términos negativos, como simple restricción, sacrificio o limitación del consumo, sino enmarcados en una búsqueda orientada a mejorar la calidad de vida mediante el desarrollo de nuevas formas de consumir. En este sentido, el buen consumo que postula y busca la economía de solidaridad es un consumo perfeccionado: más humano, saludable y ecológico.

     Si el consumo es la satisfacción de las necesidades y deseos de la gente mediante la utilización de los bienes y servicios producidos económicamente, perfeccionarlo implica ante todo trabajar el tema de las necesidades y motivaciones de las personas y grupos sociales que se constituyen como consumidores. El hombre, ser de necesidades y aspiraciones infinitas, no las tiene todas predeterminadas y fijas sino que, por su dimensión espiritual inherente está abierto a siempre nuevas y más amplias perspectivas. Por su vocación a la libertad, es él mismo quien está llamado a definir aquella combinación entre los varios tipos de necesidades y deseos -fisiológicos y culturales, de autoconservación y de convivencia- que le signifiquen una superior calidad de vida y una más plena autorrealización. Un proceso de maduración en tal sentido ha de conducirnos a comprender que las necesidades y deseos que satisfacemos cuando nos afanamos en el consumismo están lejos de significar un bienestar razonable. La experiencia enseña que una mejor integración de la personalidad conduce a una simplificación de aquellas necesidades y deseos que suelen satisfacerse con la posesión y el uso de bienes materiales; una cierta moderación y equilibrio en el consumo de diversos tipos de productos conduce por tanto a una mejor satisfacción. En efecto, nuestras necesidades y deseos pueden resultar mal satisfechos tanto por carencia como por exceso, como lo ejemplifica la experiencia universal de sentirnos mal tanto cuando nos alimentamos pobremente como cuando comemos demasiado. Esto se aplica, en verdad, al consumo de cualquier tipo de bienes.

     El buen consumo implica también adecuar mejor los bienes y servicios que utilizamos a las reales necesidades, aspiraciones y deseos que nos mueven. Poner los bienes al servicio nuestro y no ponernos tras la posesión y consumo de todas las cosas nuevas que propone el mercado. Sobre todo, no llenarnos de objetos y artefactos cuyo exceso daña la salud y cuya producción daña la naturaleza, y destinar tiempo y recursos a buscar y utilizar aquellos bienes y servicios que satisfacen las necesidades relacionales, culturales y espirituales a las que solemos prestar insuficiente atención.

     Se logra también perfeccionar el consumo utilizando los bienes de manera más completa y eficiente, evitando sustituirlos prematura e innecesariamente, de modo que obtengamos de cada uno de ellos el máximo de satisfacción de nuestras necesidades. Un aprovechamiento más completo de los bienes puede lograrse a menudo mediante su consumo comunitario: compartiendo un mismo bien muchas personas pueden satisfacer sus necesidades y el producto llega a prestar más plenamente su utilidad potencial. Un poco de parsimonia y bastante menos despilfarro pueden llevarnos a niveles significativamente superiores de calidad en el consumo, con reales impactos positivos para nuestra salud, economía y medio ambiente.

     El modo solidario de acumulación es también ecológicamente apropiado, resultando de él un tipo de desarrollo económico que respeta las exigencias de la naturaleza y el medio ambiente. La acumulación consiste, básicamente, en el incremento de los recursos y fuerzas productivas con el objeto de reproducir crecientemente los procesos productivos y de asegurar la satisfacción de las necesidades en el futuro. Pero podemos asegurar el futuro de distintas maneras, acumulando y desarrollando diferentes tipos de bienes y de fuerzas.

      En efecto, podemos asegurar el futuro acumulando riqueza y bienes materiales o concentrando poder, pero también desarrollando nuestras capacidades y participando en comunidades y organizaciones que nos protegen. Cuando estamos solos y aislados nuestra vida depende casi completamente de lo que poseamos individualmente; el individualismo exagerado acrecienta nuestra inseguridad al ponernos unos frente a otros como competidores que nos amenazamos recíprocamente. Ello nos orienta hacia la posesión y acumulación individual de cosas, riqueza y poder. La existencia de una más alta solidaridad entre las personas y en la sociedad, por el contrario, reduce considerablemente la incertidumbre y la inseguridad respecto al futuro. Cuando estamos integrados en comunidades solidarias, junto con ver disminuida nuestra inseguridad nos orientamos naturalmente a enfatizar el desarrollo de las capacidades y recursos humanos y de las relaciones sociales integradoras, por sobre la posesión de cosas y la acumulación de poder. Paradójicamente al poner más solidaridad en la economía hacemos menos incierto el futuro y nuestra atención se centra en el presente, con el resultado de que el futuro de cada uno y de todos queda mejor asegurado; al contrario, cuando el individualismo exacerba nuestra preocupación por el futuro somos inducidos a acumular hoy mucho más de lo que necesitaremos después, y en los hechos nuestro futuro y las generaciones venideras quedan amenazadas por nuestra actual avidez.

     Concluimos, pues, que la incorporación de mayor solidaridad en las distintas fases de la economía global y el desarrollo de formas económicas que producen, distribuyen, consumen y acumulan de manera más consecuentemente solidaria, muestran y abren un camino real hacia la ecología.

 

SI QUIERES EL LIBRO IMPRESO EN PAPEL O COMPLETO EN DIGITAL LO ENCUENTRAS AQUÍ

https://www.amazon.com/gp/product/B075748XG6/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i6