Capítulo 5. EL CAMINO DE LA PARTICIPACION SOCIAL Y DE LA AUTOGESTION

Capítulo 5

EL CAMINO DE LA PARTICIPACION SOCIAL Y DE LA AUTOGESTION

     La demanda social de participación: motivaciones y contenidos.

     Un cuarto camino conducente a la economía solidaria se origina en las búsquedas de participación que muchas personas, grupos, organizaciones y comunidades despliegan en los más variados ámbitos de la vida social. Los marginados, los pobres, los jóvenes, las mujeres, las personas en general, quieren participar como protagonistas en las organizaciones de que forman parte y en las diversas instancias de la vida económica, social, política y cultural donde se toman decisiones importantes que afectan sus vidas.

     Los procesos tendientes a incrementar la participación social en las diferentes instancias de adopción de decisiones surgen del hecho que en las sociedades y estados contemporáneos el poder y la autoridad se han concentrado en pocas personas y grupos. La experiencia de la inmensa mayoría de la gente es la de formar parte de grandes sistemas, estructuras y organizaciones, en las que cumplen un rol o función determinada pero donde no tienen acceso a su control ni pueden influir en sus objetivos, funcionamiento y marcha global. Como consecuencia de ello, los hombres se sienten ajenos o extraños a los sistemas que los utilizan, experimentando una situación de marginación y extrañamiento. Sus condiciones de vida dependen de esos sistemas y estructuras, pero ellos no tienen posibilidad de incidir en ellos.

     Esta situación tiene que ver con las formas de propiedad que predominan en la economía, con los regímenes institucionales vigentes en el orden político, con los modos de comunicación presentes en el orden cultural. Influye también grandemente el excesivo tamaño que en las sociedades contemporáneas han llegado a tener las instituciones y organizaciones económicas, políticas y culturales: el hombre se pierde en ellas y se siente como un minúsculo componente de una gran masa despersonalizada.

     Desde tales situaciones y vivencias de marginación y extrañamiento emergen constantemente iniciativas tendientes a motivar, promover y efectuar la participación social en diferentes niveles, dando lugar a organizaciones sociales que adoptan los más variados tipos y modos de funcionamiento.

     En razón de la radicalidad de la marginación, de la fuerza de la concentración del poder, y del rol absolutamente preponderante que en las sociedades modernas ha llegado a tener el Estado, las búsquedas de participación suelen generar procesos conflictivos y expresarse al modo de lucha social, centrándose preferentemente en el ámbito político e institucional. De este modo se ha concebido a menudo la lucha por la participación social como parte de procesos de "conquista del poder".

     En efecto, durante mucho tiempo se ha partido de la idea que el Estado es la forma institucional que en razón de su propia naturaleza concentra el poder, el ejercicio de la autoridad y de la violencia legítima y la plena responsabilidad por el mantenimiento del orden social. En base a tal concepción, la participación social no tendría (o no se le reconocería) cabal expresión sino en la medida que se manifieste al nivel de la vida política y del poder estatal.

     Ahora bien, por diferentes motivos la creencia en que el Estado sea el lugar principal de la participación se ha venido debilitando, abriéndose con ello el espacio necesario para buscar formas nuevas de participación social que se manifiestan en los ámbitos propios de la llamada "sociedad civil". Han influido en ello, entre otros motivos, el fracaso experimentado por los mismos Estados democráticos en su esfuerzo por acoger la participación social en los niveles requeridos o demandados por las organizaciones sociales.

     La creciente conciencia de esto como un problema estructural está llevando a modificar la perspectiva en que se busca la participación: más que como un camino de lucha por acceder al poder central se manifiesta como un esfuerzo por la descentralización y la diseminación social del poder. Es la tendencia a la regionalización y al reforzamiento de los llamados "poderes locales", donde los ciudadanos encuentren posibilidades de participación más directa.

     La participación entendida de esta forma encuentra una poderosa razón que la potencia, en la convicción de que ella no solamente beneficia directamente a las personas y organizaciones que la ejercen sino que incide además en un aumento de la eficiencia y efectividad de las decisiones. En efecto, los planes y programas de acción son más perfectos cuando se adecuan a las necesidades sentidas de la población y en la medida que los sujetos llamados a ejecutarlos comprenden y adhieren a sus objetivos y conocen el papel y el lugar que les corresponde en su puesta en práctica.

     Pues bien, los planes y programas de acción tienen siempre un relevante componente económico, aún en aquellos casos en que su sentido y contenido directo sea de naturaleza social, política o cultural. La toma de decisiones y la organización de los medios necesarios para ejecutarlas es, de hecho, un proceso de gestión y administración que, como sabemos, constituye tanto una función como un factor económico. Es precisamente en la gestión -como función y factor económico- donde la participación introduce de hecho un elemento significativo de solidaridad.

     Gestión, poder y autoridad.

     La participación es un proceso socialmente integrador al nivel del más complejo, delicado y central de los elementos de cualquier sistema organizado: la dirección, y de las más cruciales relaciones humanas y sociales: las relaciones de poder y autoridad.

     Para comprender a fondo el sentido de la participación y la relación de la solidaridad con ella es preciso examinar más detenidamente qué son y como se generan la autoridad, el poder y la gestión, así como las causas de su actual concentración.

   La gestión se expresa a través de la adopción de decisiones relativas al funcionamiento y actividad de una organización cualquiera; es el poder que, en la economía, se manifiesta como capacidad de ordenar y coordinar la acción de sí mismo y de otros, integrados en una empresa o estructura económica determinada. Se trata, pues, de un factor esencialmente humano, de una realidad social y subjetiva.

     La forma simple y elemental del poder, constitutiva de cualquier estructura o sistema complejo de gestión, es una relación entre sujetos, uno de los cuales está en condiciones de hacer que otros cumplan con las decisiones que emanan de su voluntad. Es, pues, esencialmente, una relación de dominio y subordinación, por la cual uno de los sujetos manda y otros obedecen. Se establece así una situación jerárquica, vertical, que distingue a los integrantes de la organización en dirigentes y dirigidos.

     El poder como tal es una relación, no un atributo poseído en propiedad por un sujeto independientemente de los otros sobre los cuales se ejerce. Sin embargo, quien ejerce el poder detenta un atributo particular que lo pone en condiciones de hacerse obedecer. Tal atributo es la autoridad.

     Ahora bien, por ser una relación social, el poder no es unidireccional: no procede solo de la autoridad hacia los subordinados sino que implica también y al mismo tiempo una relación de los subordinados hacia la autoridad. La dirección o gestión no tiene lugar, en efecto, si los que deben actuar conforme a las decisiones de la autoridad no aceptan de algún modo y por alguna razón subordinarse y obedecer sus decisiones. Se plantea, pues, como decisiva la cuestión de la legitimidad del poder y de la autoridad. Es aquí donde se juega, en gran medida, la fuerza y la calidad de la gestión, tanto porque la legitimidad incide sobre las decisiones que se toman como sobre el grado de precisión con que se ejecutan.

     Abraham Lincoln decía que "nadie tiene derecho a imponer a otro una acción si no cuenta con su consentimiento". Sin embargo, el poder como relación social de dominio y subordinación puede basarse en diferentes fuerzas, fundamentalmente en la coerción y el consenso.

     Por un lado, el superior dispone de un conjunto de medios para hacerse obedecer, medios físicos y materiales, administrativos y económicos, psicológicos y culturales. Por otro, la autoridad puede hacer que sus subordinados acepten voluntariamente sus decisiones, consientan en ellas e incluso adhieran explícitamente y las consideren como propias.

     Mientras mayor sea la adhesión consciente y voluntaria de los subordinados al sistema de dirección y a sus decisiones mayor se considera su legitimidad; mientras más la gestión se base en la fuerza y la coerción ejercidas verticalmente, menos legítima se considera la autoridad.

     Esto pone de manifiesto que la legitimidad la confieren los subordinados y no emana de la autoridad misma. El atributo de la autoridad es un don que reciben los que dirigen de los dirigidos. En efecto, lo que fundamenta la legitimidad de la autoridad reside en que cada persona, por más subordinada que se encuentre, es un sujeto y como tal consciente y libre, dueño de sí mismo, responsable de sus actos. Cuando él otorga a otro el derecho de decidir sobre sus actos, lo que hace es transferirle algo íntimo y sustancial de sí mismo, parte de su conciencia y de su voluntad. Con ello, él reduce sus márgenes de libertad al tiempo que amplía los del otro. De ahí que la autoridad como atributo que legitima el poder del que manda se construye desde la base.

     Tenemos, pues, que el poder es una relación entre sujetos distintos que poseen complementarios atributos: uno, el que ordena, está provisto de la autoridad, que ha recibido de los que obedecen, que tienen la capacidad de legitimarla. La fuerza o debilidad del poder de dirección -la consistencia y calidad del nexo entre dirigentes y dirigidos-, depende de la consistencia y calidad de sus respectivos atributos. De estos dependen la distancia, cercanía o separación que exista entre dirigentes y dirigidos. Los vínculos cualitativamente superiores -aquellos basados en el consenso y la adhesión libre- aproximan los dirigidos a los dirigentes y éstos a aquellos, mientras que las relaciones basadas en la coerción y la fuerza los separan y contraponen.

         Participación, autogestión y solidaridad.

     Así entendidos el poder y la gestión, su legitimidad es susceptible de grados de perfección. Un primer nivel está dado por la simple aceptación de la autoridad y de las decisiones que tome. Independientemente de cual sea el origen de la autoridad, el hecho de que los subordinados la acepten sin resistirla es constitutivo de algún grado elemental de legitimación de ella.

     Un grado más alto está dado por la delegación de poder. Delegar supone reconocer que el derecho a decidir sobre la propia actividad está radicado naturalmente en quien la realiza; pero los mismos que poseen este derecho primordial deciden consciente y voluntariamente entregar a otro la facultad de decidir sobre algunas acciones suyas, en cierto determinado ámbito.

     Un grado más elevado aún de legitimación del poder está dado por la participación de los dirigidos en la misma toma de decisiones. Esta participación implica un perfeccionamiento especial de la gestión, pues asegura un involucramiento personal en la determinación de las decisiones por parte de quienes han de ejecutarlas, haciéndoles adquirir una mayor comprensión e información sobre lo que se hace. Cabe señalar, además, que la participación en la gestión constituye de hecho una verdadera escuela de gestión, que incentiva y promueve las aptitudes y cualidades del sujeto, su conciencia, su voluntad y libertad, por parte de numerosos integrantes de la organización.

     El grado superior de legitimación de la autoridad se establece en la autogestión, consistente en que la gestión de las actividades es efectuada de manera directa por el conjunto de sujetos interesados en su realización. Aquí desaparece toda separación entre dirigentes y dirigidos, porque los mismos que ejecutan las actividades las deciden conforme a sus propios objetivos y respetando ciertas normas y procedimientos que ellos autónomamente han acordado.

     Ahora bien, desde el punto de vista de la economía de solidaridad interesa examinar de qué modo la participación y la autogestión constituyen un camino de incorporación de solidaridad en la economía global, y cómo aportan a la formación y desarrollo de unidades y procesos económicos que operan con una racionalidad consecuentemente solidaria.

     La participación y la autogestión, siendo formas de legitimación de la autoridad que generan modos particulares de relación entre dirigentes y dirigidos, dan lugar a, y constituyen de hecho en sí mismas, modos especiales de gestión y dirección. En efecto, la participación puede definirse, en su esencia, como la cooperación de los dirigidos en el ejercicio de la autoridad: cooperación en la toma de decisiones, cooperación en el sistema de dirección y gestión de una organización compleja por parte de sus integrantes. La autogestión es aún más que eso. Es el ejercicio pleno de la dirección y gestión efectuada de manera asociativa y solidaria, por todos los integrantes de una organización operando como un solo sujeto social.

     Así entendida se comprende cómo la participación, en cualquier nivel de la organización y estructura económica en que se verifique, incorpora solidaridad en la economía al hacerla presente y operante en aquella función y factor tan relevante y central como es la gestión y dirección. Del mismo modo, la autogestión constituye a la solidaridad y la cooperación como el elemento gestor y director de las unidades y procesos económicos en que se establece.

     La participación y la autogestión son expresión de la solidaridad a la vez que la crean y refuerzan. Son expresión de solidaridad en la medida que en y por ella se ejerce una actividad integradora, que compromete a las personas en una empresa y proyecto común, en cuya realización y desarrollo asumen y comparten responsabilidades. La participación y la autogestión suponen o configuran un sujeto colectivo, asociativo o comunitario, que da a conocer y hace pesar su conciencia y voluntad, sus ideas, objetivos, intereses y aspiraciones, en la toma de decisiones respecto de actividades y procesos que le conciernen.

     A su vez, tanto la participación como la autogestión crean y refuerzan vínculos, relaciones y valores de solidaridad entre quienes la realizan y en las organizaciones implicadas o afectadas por su ejercicio y por las mismas decisiones emanadas por su intermedio. Al referirnos a la solidaridad en el trabajo mostrábamos cómo el hacer algo juntos y comprometerse en la realización de una misma obra lleva al establecimiento de relaciones de amistad y compañerismo entre los trabajadores que comparten la tarea y en la cual se complementan. Esto se verifica también, y aún más intensamente, cuando la actividad común consiste en decidir el destino de las organizaciones y procesos de que se forma parte.

     Decimos que lo hace aún más intensamente porque la actividad directiva implica esencialmente un proceso de constante comunicación, de intercambio de experiencias y de informaciones, de buscar el consenso a través de la puesta en común de los objetivos, ideas, intereses y aspiraciones de cada uno. En el proceso de participación y de búsqueda de las decisiones más apropiadas, se produce una aproximación de la conciencia y la voluntad de los sujetos intervinientes, hasta que se forma una conciencia y voluntad común. Y aún cuando ella no se logre plenamente, debiéndose adoptar una decisión mayoritaria que predomina sobre otra u otras minoritarias, éstas deberán ser tenidas en cuenta y, normalmente, habrán influido modificando parcialmente la voluntad inicial de quienes impulsaron la decisión predominante.

     En síntesis y en el más profundo de sus contenidos, la participación y la autogestión implican la cooperación y hacen presente la solidaridad, nada menos que en la más elevada de las actividades humanas: el ejercicio y la experiencia de la libertad. Examinemos ahora como el problema se presenta en las particulares condiciones de la sociedad actual.

     Sociedad civil y sociedad política, burocracia y representación.

         Señalamos al comienzo del capítulo que las sociedades y economías contemporáneas están altamente concentradas en cuanto al ejercicio del poder y la gestión. Si examinamos porqué ha llegado a ser así podremos comprender el tipo de relación que se ha establecido entre la economía y el poder, e identificar luego los modos de revertir la tendencia concentradora y el papel que en ello puede jugar la economía de solidaridad.

     Hay dos características de los procesos organizativos modernos que coinciden en generar una tendencia a la concentración del poder decisional en pocas manos. Por un lado, la creciente complejidad de los sistemas y subsistemas a través de los cuales se desarrollan las actividades; por otro, el incremento progresivo del tamaño de las organizaciones.

     La complejidad de los sistemas y organizaciones hace que su coordinación y dirección requiera de un conjunto de cualidades y conocimientos especializados que sólo pocos expertos llegan a adquirir. La gestión se constituye como una función técnicamente compleja que requiere un profesionalismo particular. Así mismo, el gran tamaño que han llegado a tener las empresas y organizaciones, que involucran normalmente grandes cantidades de personas, dificulta la participación de todas ellas en la adopción de las decisiones, que han de ser efectuadas de manera eficiente en tiempo útil.

     Sobre estas condiciones estructurales entran a operar dos inclinaciones naturales de los hombres. Por un lado, su afán de poder; por el otro, su tendencia a la comodidad y a rehuir las responsabilidades. Ambas tendencias, en cierto sentido contradictorias entre sí, se refuerzan negativamente en la medida que el afán de poder de unos resulta funcional a la comodidad y desresponsabilización de los otros, y ésta facilita la ambición de poder de los primeros.

      Desde el momento que el poder está muy concentrado se hace más importante poseerlo, porque los pocos que lo detentan obtienen por él muy relevantes privilegios y ventajas, y los muchos que no lo tienen quedan en situación subordinada y ven muy reducidos sus espacios de libertad; al mismo tiempo se hace más difícil alcanzarlo. De allí se origina en las sociedades contemporáneas una particular exacerbación de la lucha y competencia por el poder entre las personas y grupos que aspiran a tenerlo, y un enclaustramiento de los demás en sus actividades privadas. La lucha entre los que buscan el poder tiende a concentrarlo, porque el poder se pierde cuando no se posee y se refuerza con su ejercicio, y el desinterés de muchos lo facilita, porque delegan en ellos parte muy importante de su libertad y de sus derechos a decidir.

     Como consecuencia de ello, el Estado centraliza la gestión del orden social y tiende a ampliar excesivamente sus poderes y atribuciones, al tiempo que la política se organiza como actividad especializada en la conquista y ejercicio del poder, en la que pocos participan activamente. El Estado y la política se levantan por sobre la vida cotidiana y habitual de la gente, constituyendo una particular sociedad política de gran tamaño y poder, que se separa e impone a las actividades privadas, sociales, económicas y culturales de la llamada sociedad civil.

     El ideal democrático representa una búsqueda de articulación orgánica entre sociedad política y sociedad civil, que trata de superar su separación mediante la aplicación de un principio de representación de la sociedad civil por la sociedad política. Se aspira a que el gobierno del Estado en sus poderes legislativo y ejecutivo sea representativo de los intereses e ideas que predominan en la sociedad civil, lo cual se supone queda garantizado por la delegación de la voluntad ciudadana en autoridades designadas por elección popular.

     Este régimen político es funcional tanto a quienes buscan el poder como a quienes no desean asumir responsabilidades sociales. A los primeros, porque proporciona un cauce institucional civilizado a la lucha por el poder, ampliando al mismo tiempo las oportunidades de que muchos de los interesados accedan a la actividad gestionaria y de administración en algún nivel de la escala jerárquica. A los segundos, porque les permite delegar las responsabilidades proporcionándoles al mismo tiempo una buena justificación a su descompromiso.

     Ahora bien, con ser la democracia representativa la organización del Estado más perfeccionada que haya existido históricamente y, probablemente, que haya sido pensada teóricamente para sociedades grandes, evidencia limitaciones estructurales y sucesivas crisis en todas sus conformaciones prácticas. Sus principales limitaciones y problemas se originan o relacionan directa o indirectamente con la economía y tienen mucho que ver con el problema de la participación. Estos problemas son tanto de representatividad como de eficiencia.

     Podemos sintetizar en los siguientes términos el problema de representatividad:

     La democracia representativa es un modelo político pensado para organizar hombres libres, individuos que tienen capacidad de iniciativa y libertad económica. Pero en la economía moderna tal individuo capaz de iniciativa económica se realiza sólo en una proporción pequeña de la población, mientras que amplios grupos sociales quedan al margen de la propiedad de ciertos factores fundamentales y con ello de la libertad económica, conformando una masa proletaria subordinada y vitalmente dependiente. Además, en las sociedades no existen solamente los individuos sino que se constituyen también grupos y clases sociales, cada una con funciones e intereses particulares y con muy distintas cuotas de poder económico y político. Las desigualdades que resultan de la organización capitalista de las libertades económicas genera profundas divisiones en la sociedad civil que trascienden hacia la sociedad política. Se verifican luchas y conflictos sociales que el Estado representativo no siempre está en condiciones de mediar y componer. A menudo el poder político se va concentrando en los sectores económicamente poderosos, al tiempo que muy grandes grupos subalternos perciben que sus intereses, aspiraciones y cultura se encuentran muy escasamente representados en el Estado y sus instituciones.

     El problema de eficiencia del Estado en el ejercicio de sus funciones se plantea así:

     La doctrina liberal suponía que el libre juego del mercado determinaría la asignación óptima de los recursos y la distribución justa de los ingresos, quedando garantizada la eficiencia del conjunto por su funcionamiento sin interferencias estatales; pero la realidad histórica vino a contradecir esta creencia, y el Estado ha ido asumiendo crecientes funciones y responsabilidades. La burocracia pública se desarrolló notablemente en los Estados modernos, consolidando grupos de funcionarios permanentes que escapan al control de los mecanismos representativos y que despliegan intereses propios que contradicen la postulada representatividad del Estado. Así, junto al principio y al sistema de la representación se configura un principio y sistema burocrático, que obtiene su legitimidad no desde la voluntad ciudadana sino en base a las competencias técnicas que demuestre y a la eficiencia que manifieste en el ejercicio de sus funciones. Este elemento burocrático tiende a hacer crecer desmesuradamente el tamaño del Estado, encontrando en dicha expansión de las funciones y actividades públicas ocasión de su propia creciente afirmación social y económica.

     En esta conformación representativo-burocrática de los Estados modernos las relaciones entre sociedad civil y sociedad política son complejas, densas y no siempre orgánicas, verificándose aquella separación entre dirigentes y dirigidos y esa concentración del poder económico y político de que hemos hablado.

     En este contexto, las demandas de participación social no pueden ser adecuadamente satisfechas en el marco de las estructuras económicas y políticas dadas sino que requiere profundas transformaciones estructurales y procesos tendencialmente democratizadores tanto de la economía como del Estado.

     Parece necesaria, en primer lugar, una enérgica recuperación del tema de la libertad y del valor de la persona. Si la economía y la democracia experimentan crisis no es por un exceso de libertades individuales sino por restricciones e insuficiencias de ellas.

     Naturalmente, el problema de la libertad no se plantea en los términos en que lo abordó el liberalismo. Hoy la afirmación de las libertades personales debe hacer frente a los problemas de la burocracia, de la masificación, de la marginación respecto a la posesión de factores indispensables para el desenvolvimiento de iniciativas creadoras, de la concentración del poder. El desafío consiste en extender las libertades a sectores sociales que nunca la conocieron, y en desarrollar individuos en que no predomine el espíritu posesivo y competitivo sino una conciencia solidaria.

     Para las multitudes subordinadas el camino hacia la libertad individual pasa, en gran medida, por la formación de organizaciones intermedias, de comunidades y asociaciones a través de las cuales puedan acopiarse los recursos y factores necesarios para el despliegue de proyectos e iniciativas económicas en que las personas expandan aquellas capacidades y competencias gestionarias que no han tenido oportunidades de desarrollar.

     Parecen necesarios también el fortalecimiento de la sociedad civil, la ampliación de su autonomía respecto de la sociedad política, la democratización de la economía y del mercado, la reducción del tamaño y funciones del Estado, la descentralización del poder. En la dirección de todos estos procesos la participación constituye un elemento decisivo, y la economía de solidaridad una contribución eficaz.

     La construcción de la economía de solidaridad a través de la participación.

     Veamos ahora de qué manera mediante la participación se construye economía solidaria y cómo ésta puede ser un camino por el que se amplíen los espacios de libertad, se fortalezca la sociedad civil, se democraticen la economía y el Estado, se descentralice y disemine socialmente el poder.

    La participación de los trabajadores en la gestión de las empresas, de las comunidades en los procesos de desarrollo que las afecten, de los ciudadanos en las decisiones del sector público, etc., implican una progresiva ampliación del campo de acción y responsabilidad de los subordinados, que incrementan el control que ejercen sobre sus propias condiciones de vida. Son procesos por los cuales el atributo de la autoridad es recuperado para sí por quienes tienen la capacidad de delegarlo. Como resultado de la participación, el poder se va desconcentrando y descentralizando.

     En realidad, el único modo realmente efectivo de descentralizar y desconcentrar el poder es su recuperación progresiva por parte de quienes no lo tienen. En efecto, si el poder no es un atributo de quienes lo detentan, no son ellos los que puedan distribuirlo. De ahí que la descentralización efectiva del poder ha de verificarse de abajo hacia arriba y no al revés. Si la gestión y dirección fuese delegada por los pocos que la ejercen, es cierto que más personas podrán estar involucradas en su ejercicio; pero los llamados a ejercerlo lo harán en nombre y a la orden de esos pocos de quienes lo recibieron, a ellos darán cuenta de su actuación, y podrán ser removidos de las atribuciones que se les haya conferido cuando adopten decisiones que no correspondan a los deseos e intenciones de sus mandantes. No se ha de confundir, pues, la participación con la cooptación.

     Por cierto, si el poder es una relación social, su diseminación social podrá ser facilitada en la medida que quienes lo tengan concentrado estén dispuestos a compartirlo y a disminuir sus propias atribuciones. La recuperación del poder por los subordinados podrá verificarse de manera menos conflictiva; pero serán siempre éstos los protagonistas del proceso. La participación, como la libertad, es un proceso inherente al sujeto que la asume, el que se desarrolla y crece a través de su ejercicio.

     Ahora bien, un proceso de difusión social del poder efectuado de éste modo, no da lugar a la atomización y dispersión de la sociedad en sujetos independientes carentes de articulación, sino a un nuevo tipo de ordenamiento y organización de la sociedad, en que el orden social se construye de abajo hacia arriba. En efecto, cada individuo recupera control y poder sobre aquellas actividades y experiencias que puede realizar independientemente; pero no sólo éstas requieren dirección. Muchas actividades no pueden ser realizadas por personas solas sino que requieren la organización y asociación de varios interesados en ellas, a las cuales aportarán según sus diversas disponibilidades y capacidades. Naturalmente, en ellas la gestión y dirección ha de corresponder al grupo, el que podrá establecer algún sistema decisional que combine delegación y participación en alguna proporción que considere apropiada y eficiente. Otras actividades y procesos de mayor envergadura requerirán el concurso de varios grupos y organizaciones, que se coordinarán y cooperarán en alguna forma, en la cual también serán necesarias las funciones directivas. Por este camino de agregación e integración de voluntades, la sociedad se va articulando hacia arriba, hasta llegar al nivel de la sociedad global, que involucra decisiones que interesan y afectan a toda la colectividad.

     En esta construcción de la vida y el orden social que procede de abajo hacia arriba la gestión se organiza según el criterio de que todo lo que puede ser realizado por un individuo o un grupo pequeño ha de ser gestionado por ese individuo o grupo; aquellas actividades que no pueda realizar la organización pequeña sino que requieran el concurso de personas y organizaciones asociadas en un nivel más amplio, serán gestionadas en ese nivel mayor. Así, el orden social se construye de lo pequeño a lo mayor, conforme al criterio de que en cada nivel de organización que tenga unidad de sentido la gestión de las actividades compete a sus integrantes. Esta es la forma más perfecta de construcción del orden social, porque es la que permite el mayor desarrollo de las capacidades y el máximo despliegue de las potencialidades de cada persona y de cada comunidad.

     En la Encíclica Quadragesimo Anno se establece el principio de subsidiaridad en los siguientes términos: "Es injusto y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, confiar a una sola sociedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y procurar comunidades menores e inferiores". La razón de esto es, precisamente, que la realización y dirección de actividades y procesos despliega las capacidades de quienes las realizan y dirigen; por el contrario, si alguien que podría realizar y dirigir una actividad no lo hace sino que transfiere o delega la responsabilidad a una organización mayor, será ésta quien ampliará sus fuerzas e incrementará su poder, mientras aquél irá perdiendo sus capacidades por desuso: se habrán echado las bases para una relación de dominio y subordinación. Se verificará una disminución de la libertad en la persona o comunidad menor y un aumento del poder en quienes gestionan la sociedad mayor.

     El modo de organización y desarrollo de abajo hacia arriba es el que se verifica en la economía de solidaridad. En efecto, la organización y cooperación entre varias o muchas personas para realizar en conjunto determinadas actividades se hace con el objeto de juntar las capacidades y recursos necesarios para organizar y ejecutar aquello que una persona sola no está en condiciones de hacer.

     En la economía solidaria tal cooperación se verifica de manera horizontal, sin el establecimiento de relaciones de dominación-subordinación, porque entre los participantes en la actividad se constituye una asociación o comunidad compartida, un sujeto colectivo en cuya actividad y dirección participan todos quienes lo componen.

     Este principio de participación y solidaridad viene a complementar y perfeccionar el principio de subsidiaridad, que por sí solo no es suficiente para asegurar el crecimiento de las personas, porque aún cuando una organización sea dirigida desde sí misma y no delegue responsabilidad sobre lo que puede hacer, si en ella existe la separación entre quienes ejecutan y quienes dirigen se produce el mismo efecto de sobredesarrollar el poder de los que están arriba e inhibir el desarrollo de los que quedan subordinados.

     Existiendo en la economía de solidaridad un mínimo de delegación y un máximo de participación, se construye con ella un orden social y político con menor separación entre dirigentes y dirigidos, baja concentración del poder y un máximo despliegue de las capacidades de todos. Los motivos de la participación orientan, pues, por el camino de la economía de solidaridad, camino que la misma práctica de la participación hace transitar.

     Podrá alguien decir que toda esta concepción de la participación y de la cooperación en el ejercicio de la gestión resulta utópica, toda vez que las personas concretas llamadas a la participación carecen de las capacidades y competencias requeridas para una gestión eficiente, e incluso a menudo hasta del interés y voluntad de participación. Debemos reconocer que efectivamente es así. Pero nuestro análisis nos ha mostrado exactamente cual es la causa de una situación que mantiene limitadas y estrechas las capacidades de las personas junto a constreñir sus deseos y voluntad de participación: precisamente, la concentración del poder y la falta de participación. Entonces el argumento en contra de la participación se convierte en una razón más para impulsarla de manera urgente y prioritaria, en un proceso que irá potenciando conjuntamente la participación y las capacidades e interés de la gente por efectuarla. Teniendo en cuenta lo importante y prioritario del desarrollo humano que se obtiene a través de la participación, se hacen justificables también algunas pérdidas transitorias de eficiencia que puedan verificarse respecto a aspectos y procesos materiales implicados.

     Lo que sí es importante tener en cuenta a partir del mencionado argumento, es la conveniencia de que el proceso de la participación sea de ascenso paulatino y creciente, pues en las fases iniciales y cuando las personas o grupos presentan muy bajas capacidades de efectuarla, el costo en eficiencia podría resultar excesivo. Será, pues, conveniente avanzar en la participación desde lo pequeño a lo grande, de lo inferior a lo superior, en un proceso de aprendizaje y ampliación progresiva de las capacidades y competencias gestionarias.

     El camino de la participación sigue un curso ascendente en que las primeras etapas son más difíciles y riesgosas que las sucesivas. La sabiduría consiste en establecer y asumir la participación en niveles que no resulten tan complejos como para que las personas y grupos no puedan resolver y decidir de manera adecuada, pero que sean lo suficientemente exigentes como para que sus capacidades sean desafiadas y tensionadas hacia su expansión.

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