Capítulo 4. EL CAMINO DEL TRABAJO

Capítulo 4.

EL CAMINO DEL TRABAJO

     El sentido humano del trabajo.

     Un tercer camino hacia la economía de solidaridad parte del mundo del trabajo. En efecto, la experiencia laboral, la búsqueda de realización más plena del sentido humano del trabajo, y la situación en que se encuentran los trabajadores, obreros y empleados que desenvuelven su actividad laboral de manera asalariada y dependiente en las empresas privadas y públicas, abren camino a procesos tendientes a introducir más solidaridad en la economía, y motivan a muchos en la búsqueda y experimentación de formas consecuentes de economía solidaria.

     El trabajo es una de las actividades principales del hombre, en la que ocupa gran parte de su tiempo y de su vida. La importancia del trabajo para el hombre se expresa no solamente en que dedica muchas horas del día y muchos días de la vida a realizarlo, sino también en el hecho de que durante gran parte de su vida no laboral lo que hace es prepararse para trabajar adecuadamente (pensemos que tal es uno de los objetivos de la educación), o a descansar para estar en condiciones de retomarlo. Pero esta importancia del trabajo no se manifiesta solamente en el tiempo que destina directa o indirectamente al mismo, sino también en el sentido que tiene o atribuye al ejercicio de la actividad laboral.

     En efecto, el trabajo es el medio por el cual obtiene lo necesario para el sustento y desarrollo personal y social. Es la fuente del reconocimiento social de que es objeto y del prestigio que llega a tener. Es también aquella actividad por la que las personas se hacen útiles a los demás y a la sociedad, asumiendo por él un lugar y un rol en la vida social, que les proporciona la íntima satisfacción de saberse necesarias y útiles y de ser estimadas por lo que hacen en beneficio de otros.

     Aún más, el trabajo es aquella actividad por la que el hombre manifiesta su propia capacidad creativa, innovadora, realizadora de obras en las que puede objetivar y hacer trascender su personal subjetividad. Y es también el modo a través del cual el hombre se hace y construye a sí mismo, la actividad en que aprende a conocer y a apropiarse del mundo, en la que desenvuelve y despliega sus propias capacidades y fuerzas, en la que se relaciona con la naturaleza y con los demás hombres.

     El trabajo es una de las principales actividades y medios a través de los cuales el hombre desarrolla sus potencialidades, toma posesión de la realidad y la transforma según sus necesidades y fines, manifiesta y acrecienta su creatividad, se abre el camino al conocimiento, humaniza el mundo y se autoconstruye en niveles crecientes de subjetividad. El trabajo expresa la dignidad del hombre al tiempo que lo dignifica. En fin, el hombre se realiza en y por el trabajo al nivel de su más íntima esencia como criatura hecha a imagen y semejanza de su Creador.

     Pero ¿cómo se realiza actualmente el trabajo humano? ¿Bajo qué condiciones se desenvuelve? En su situación actual ¿permite expresar toda esa riqueza de contenidos y verificar esa importancia y profundidad que descubrimos idealmente al pensar en su sentido?.

El trabajo asalariado y la situación actual de los trabajadores.

     La verdad es que en el trabajo asalariado y dependiente -forma en que lo vive actualmente la mayor parte de los trabajadores- difícilmente encontramos esa riqueza de sentido y de contenidos que ha de tener para que signifique una auténtica realización humana. En efecto, el trabajo asalariado implica la subordinación del trabajo al capital o al Estado, y de los trabajadores a su empleador. Este predominio del capital y del Estado en las economías modernas, si bien ha dado lugar a grandes empresas e instituciones, ha significado también que exista hoy una inmensa mayoría de hombres y mujeres pequeños, inseguros, dependientes, temerosos, insatisfechos, sufrientes, débiles y bastante infelices. Que esta condición humana tiene mucho que ver con la situación en que el hombre actualmente trabaja no es difícil de comprender.

    La actual organización del trabajo ha significado que los trabajadores carezcan de los medios y recursos necesarios para emprender iniciativas que les permitan desarrollar sus propios proyectos creadores. Así, la inmensa mayoría de los hombres ha perdido el control sobre sus propias condiciones de vida porque ha transferido al empresario capitalista o al Estado empresario toda iniciativa y capacidad de emprender. Si el trabajo es reducido al empleo el hombre que lo realiza no es sino un empleado: sujeto dependiente, instrumental. Empobrecidos y expropiados el trabajador, las familias, las comunidades y grupos intermedios, de los recursos de producción y de las capacidades de organizar, gestionar y tomar decisiones, se ha venido empobreciendo también el contenido cognoscitivo y tecnológico del trabajo de grandes multitudes de trabajadores.

     El trabajador desconoce los procesos tecnológicos en que participa, limitándose a ejecutar actividades cuya relación y significado en el conjunto del proceso ya no comprende. Un grupo reducido de hombres concentra los medios materiales y financieros de producción; otro grupo también pequeño concentra la información y el conocimiento de los procesos tecnológicos y científicos implicados en la producción; las capacidades de tomar decisiones se encuentran también concentradas en muy pocas cabezas. A una enorme cantidad de personas, precisamente aquellos que identificamos como los trabajadores, no les queda sino una capacidad de trabajo en general, indiferenciada y parcial; lo único que puede hacer con ella es ofrecerla en el mercado por si alguien desea emplearla.

     Pues incluso esa magra condición de asalariado resulta ser algo bastante difícil de alcanzar y asegurar: una proporción significativa de la fuerza laboral debe permanecer inactiva porque no encuentra un empleo estable. Una vez lograda la gran meta, la ansiada condición de tener un empleo, su vida entera depende del empleador, trátese del empresario capitalista o del Estado; no le queda sino someterse. Este hombre subordinado, inseguro, temeroso y débil, sufrido y sufriente, si no ha desarrollado especiales cualidades y energías de resistencia moral y cultural que lo lleven a organizarse, a participar en sindicatos, a comprometerse en procesos políticos o en comunidades que se proponen fines superiores, demasiado a menudo se envilece. Y qué decir del estado en que cae el trabajador que ni siquiera llega a esta condición de empleo. ¿Cómo puede estimarse a sí mismo si nadie se interesa por sus fuerzas laborales al más íntimo de los niveles de empleo?

Por el camino de la solidaridad se inicia la recuperación.

     Desde ahí abajo, desde lo más hondo de la pobreza humana, tiene comienzo un proceso sorprendente: el lento redescubrimiento del hombre o de la mujer que hay en cada uno, por empobrecido y excluido de la sociedad que se encuentre, y con ello la valoración de las fuerzas y capacidades propias de hacer y de ser, de trabajar y emprender. Pero este proceso no se da de manera espontánea por el hombre solo, por simple efecto de reacción natural una vez topado el fondo. El camino ascendente se inicia con la llegada de la que en definitiva constituye la más poderosa de las fuerzas: la solidaridad que libera creando vínculos de organización y de comunidad.

     El camino que conduce desde el trabajo a la economía de solidaridad transita por tres senderos principales. El primero es el que siguen los trabajadores que no encuentran empleo satisfactorio en el mercado laboral, o que buscan otro modo de trabajo en que puedan encontrar mejores condiciones para realizarlo. Consiste concretamente en la experimentación de formas de trabajo autónomo o independiente, mediante la creación de sus propias pequeñas unidades económicas.

     Cierto, esas experiencias de organización autónoma del trabajo que surgen desde los grupos más pobres y excluidos constituyen un inicio, extraordinariamente precario y débil pero real, de formas económicas solidarias en que el trabajo asume posiciones centrales. Centralidad del trabajo tal vez no buscada como proyecto sino motivada por el hecho simple y escueto de que allí el trabajo es casi el único factor disponible, siendo los otros factores -medios materiales, tecnologías, capacidades de gestión, financiamiento- tan escasos y reducidos que mal podrían constituirse en el centro de nada.

     Pero el camino hacia la solidaridad económica no necesariamente ha de empezar desde tan abajo. Para revertir el proceso de empobrecimiento y subordinación del trabajo no es preciso esperar que primero se imponga con toda su fuerza reductora. Se abre así un segundo sendero hacia la economía de solidaridad, consistente en el esfuerzo que hacen quienes aspiran a recuperar la dignidad y plenitud humana del trabajo, a través de experiencias de trabajo asociativo, en empresas autogestionadas y cooperativas de trabajadores.

     Para comprender el modo en que estas experiencias implican simultáneamente un esfuerzo por dar plenitud a la experiencia humana del trabajo y al mismo tiempo un proceso de incorporación de solidaridad en la economía, es preciso considerar cómo el proceso de reducción y empobrecimiento del trabajo ha coincidido con un modo de división social del trabajo que desarticula las relaciones solidarias y los vínculos comunitarios.

     Muy sintéticamente el proceso de la reducción y división ha sido el siguiente. Podemos imaginar en los orígenes una hipotética comunidad de trabajo integrado que produce unidamente para satisfacer sus necesidades y reproducir su vida social. A partir de esa comunidad de trabajo se inicia el proceso de diferenciación: una persona o un grupo se apropia de las capacidades de gestión y dirección asumiendo el mando y la toma de decisiones. Otro grupo se especializa en la generación del conocimiento, de las informaciones útiles y del saber hacer tecnológico. Algunos se adueñan sucesivamente de la tierra y de los medios materiales de producción. Otros establecen las relaciones con otras comunidades, se dedican a comerciar con ellas y concentran los medios financieros. A medida que se va produciendo esta división social del trabajo va quedando en la mayoría una capacidad de trabajo residual, que implica el empobrecimiento del hombre como tal. Al mismo tiempo se van rompiendo los vínculos de comunidad, porque los hombres con sus diversas especialidades y funciones se relacionan en términos competitivos, conflictivos, dando lugar a relaciones de fuerza y de lucha. La sociabilidad entre seres humanos tan pobres no es constitutiva de verdaderas comunidades, sino que se basa excesivamente en los intereses particulares.

     Revertir este proceso significa avanzar en la recuperación e integración de una riqueza de contenidos del trabajo, en las personas y grupos humanos reales. Más concretamente, se trata de que el trabajador vuelva a adquirir capacidades de tomar decisiones, desarrolle conocimientos relativos al cómo hacer las cosas, recupere control y propiedad sobre los medios materiales y financieros.

     Este proceso de enriquecimiento del trabajo significa simultáneamente un progresivo potenciamiento del hombre, que supera la dependencia, su extrema precariedad, pobreza e inseguridad. El hombre se va haciendo nuevamente capaz de emprender, de crear, de trabajar de manera autónoma, en lo propio, de tomar el control sobre sus condiciones de existencia.

     Todo esto no puede verificarse sino en el encuentro entre los hombres mismos, en la cooperación y formación de comunidades -de empresas concebidas como comunidades de trabajo-, en las cuales el trabajo dividido se recompone socialmente. Porque los hombres nos desarrollamos y enriquecemos unos a otros, y lo hacemos mejor cuando no nos vinculamos en términos de lucha y conflicto sino en relaciones de reciprocidad y solidaridad. El enriquecimiento del trabajo, condición de su recuperación de centralidad, requiere el desarrollo de relaciones de cooperación. Ahí se encuentran los procesos orientados hacia la centralidad del trabajo con los que van hacia la economía solidaria.

     Al verificarse a través de la cooperación entre sujetos poseedores de los diferentes recursos y capacidades económicas, la recuperación de contenidos del trabajo y la recomposición del trabajo social no implicarán una pérdida de los contenidos desarrollados a través de la especialización. En efecto, la integración del trabajo no significa un retorno a la comunidad simple e indiferenciada de los orígenes, pues se verifica en la constitución de un sujeto comunitario o social en que participan personas y grupos que cooperan aportando cada uno sus propias capacidades y factores en el grado o nivel en que las hayan desarrollado. Dicho en otras palabras, la recomposición del trabajo social se verifica conservando los aspectos positivos de la división técnica del trabajo, que garantiza elevados niveles de eficiencia y productividad.

    El desarrollo de la solidaridad por los trabajadores dependientes.

     Por estos dos senderos del trabajo autónomo y del trabajo asociativo se abre camino a la experimentación social de formas específicas de economía de solidaridad. Ahora bien, decíamos en el primer capítulo que la economía de solidaridad implica, junto al desarrollo de un sector de unidades y actividades económicas consecuentemente solidarias, también un proceso de incorporación de más solidaridad en la economía global, en las empresas y en el mercado en general. Es en éste sentido que desde el trabajo tal y como se da en la economía actualmente predominante, esto es, desde el trabajo asalariado y dependiente, se abre un tercer sendero hacia la economía solidaria.

    El trabajo en cualquiera de sus formas y no obstante la división social y técnica que ha experimentado, es siempre en alguna medida y sentido una actividad social. Con la excepción de algunos trabajos simples y artesanales que pueden ser realizados por individuos (sin que por eso el trabajo que realizan deje de ser social pues requiere siempre de aprendizajes e insumos generados por otros procesos laborativos), la mayor parte de los procesos de trabajo suponen y exigen la complementación y cooperación activa y directa entre muchos trabajadores. Dada la complejidad de los procesos técnicos contemporáneos, cada vez son menos las obras que pueden ser ejecutadas de manera completa por trabajadores independientes.

     Siendo el trabajo una actividad social que implica complementación y cooperación, el trabajo genera naturalmente vínculos de solidaridad entre quienes lo realizan. Esta solidaridad se verifica por varios motivos que se refuerzan mutuamente.

     Por un lado, en razón de la propia necesidad técnica de complementación entre tareas, funciones y roles que se hacen recíprocamente necesarios.

     Por otro, debido a que la condición de trabajador homogeniza y pone en un plano de igualdad y horizontalidad a quienes participan en un mismo proceso productivo.

     Finalmente, en cuanto es una experiencia humana general que el hacer algo juntos, el compartir similares objetivos e intereses, el tener parecidas condiciones de vida, el experimentar los mismos problemas, necesidades y situaciones prácticas, el convivir en un mismo lugar por períodos prolongados y el comprometerse y colaborar en la producción de una misma obra, son situaciones que llevan al establecimiento de relaciones de compañerismo y amistad entre quienes las viven.

     Por todas estas razones, entre el trabajo y la solidaridad fluyen valores y energías que los potencian recíprocamente. Puede decirse que la cultura del trabajo contiene muchos elementos de cultura solidaria, del mismo modo que una cultura de solidaridad implica también una cultura del trabajo.

     Esta solidaridad de los trabajadores encuentra múltiples maneras de expresarse. Lo hace dando lugar a la formación de los más variados tipos de pequeños y a veces grandes grupos informales, de clubes y otros tipos de organización que se dedican a diferentes actividades de interés común, y especialmente de sindicatos y gremios en que los trabajadores defienden y promueven sus intereses y aspiraciones comunes. A través de estas expresiones asociativas y comunitarias el trabajo está permanentemente introduciendo algo de solidaridad en las empresas y en la economía en general.

     Pero el potencial de solidaridad que posee el trabajo podría ser mucho mayor. Uno de los obstáculos que existen para ello radica en la subordinación y las consiguientes injusticias de que son objeto los trabajadores asalariados y dependientes, y en la misma pobreza de contenidos que su experiencia laboral les proporciona. Como consecuencia de ello, en efecto, las organizaciones sindicales manifiestan una tendencia a expresar solidaridad solamente entre sus asociados, y ocasionalmente a solidarizar con otros sindicatos que viven situaciones de conflicto agudo. Pero en sus relaciones con los otros sectores de la empresa y la economía, especialmente los patronales, suelen relacionarse en términos conflictivos, de lucha y confrontación. También, puestos en la necesidad de defender sus puestos de trabajo, es escasa la solidaridad que llegan a manifestar con otras categorías de trabajadores y con los cesantes y desocupados.

     Ahora bien, los sindicatos y demás organizaciones formales e informales de trabajadores tienen muchas posibilidades de aportar mayor solidaridad a las empresas y a la economía en general. Pueden hacerlo, por ejemplo, a través de la participación en diferentes instancias económicas a las que legítimamente pueden acceder, aportando en ellas sus criterios propios, su sabiduría y experiencia, sus modos especiales de pensar, de relacionarse y de hacer las cosas. De hecho, numerosas son las organizaciones sindicales que van más allá de la defensa del empleo, del salario y de las condiciones laborales, proyectando su accionar en torno a cuestiones tales como la organización del trabajo en las empresas, las políticas de inversión, las adaptaciones e innovaciones tecnológicas, la gestión de los recursos humanos, etc.

     En estos y en otros campos la acción de los trabajadores organizados puede introducir en las empresas, y desde éstas expandir a la economía global, criterios de cooperación y solidaridad que la misma experiencia laboral ha ido incorporando a la cultura del trabajo.

     Una vez más podemos observar que la solidaridad que emerge desde el trabajo viene a coincidir con el proceso más amplio de recuperación del sentido y el enriquecimiento de contenidos humanos inherentes al trabajo mismo. Tal es, en efecto, lo que sucede cuando los trabajadores comienzan a participar en la toma de decisiones y cuando se hacen cargo de nuevas responsabilidades y campos de acción en las empresas y en la economía en general, a través de sus propias organizaciones.

     Este tercer camino hacia la economía de solidaridad ha empezado a ser recorrido desde hace mucho tiempo, y está abierto para todos aquellos que identifican en el trabajo su actividad económica principal.

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