ESTACIÓN NOVENTA Y OCHO
ENCUENTRO CON ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY Y EL PRINCIPITO
Una de esas noches la pasé meditando en las cosas más serias, profundas y misteriosas de la vida, luchando con el cansancio y el sueño que me cerraban los ojos.
De pronto el silencio del desierto fue interrumpido por un rumor insospechado, como de un motor de cuatro tiempos que estuviera fallando, porque de modo irregular golpeteaba, explosionaba y vibraba como recuerdo le ocurría de vez en cuando a la vieja camioneta de mi padre.
Levanté la vista y vi, en la claridad de la aurora que anuncia la salida del Sol, un antiguo aeroplano que descendía girando en redondo y que finalmente aterrizó en la arena a unos cien pasos de donde yo estaba, chirreando al frenar la marcha y dejando atrás una polvareda.
Del avión ya detenido descendieron un hombre de unos cuarenta años y un hermoso niño rubio y sonriente cuya edad no fui capaz de precisar.
Estaba tan sorprendido que no atiné a emitir palabra, y sólo con un gesto de los brazos expresé mi asombro.
El hombre tomó de la mano al niño, y cuando estuvo frente a mí explicó el motivo de su presencia sacando una carta que traía en el bolsillo, que leyó en voz alta:
“Estimado don Antoine de Saint Exupéry, le escribo porque viajando por el Desierto de Atacama me encontré casualmente con un niño que ríe y tiene cabellos de oro y que nunca respondió mis preguntas. Es como un pequeño príncipe, por lo que supongo que se trata del que usted describe en su cuento, y que al final pidió que si alguien lo encontraba, le comunicara rápidamente que había regresado a la Tierra, pues su desaparición lo dejó muy triste”.
“La carta – continuó diciéndome el hombre que ahora ya sabía quién era – venía acompañada de un mapa, por lo que no me fue difícil encontrar a mi querido Principito. No sé quién me mandó esta carta.
“Pero eso no es todo, pues cuando el niño me estaba contando las nuevas aventuras que ha tenido recorriendo los asteroides del J-3363 al J-3428, recibí un segundo mensaje, esta vez telepático, de Dante Alighieri”.
El niño, al oír nombrar a Dante alzó la mirada y preguntó:
“¿Cuál de los dos?”.
El hombre se sorprendió por la pregunta, pues sabía sólo de un Dante Alighieri. Respondió algo molesto por la interrupción:
“Dante, el de Florencia”.
“¡Ahá!” - exclamó el niño.
El hombre continuó explicándome el motivo de su presencia:
“Dante me pedía que viniera a verlo a usted en éste lugar, porque le expresó en algún momento de no sé qué viaje ultraterreno, que usted agradecería conversar conmigo.
“Debido a la admiración que tengo por el insigne poeta italiano, no podía desatender su súplica, y este es el motivo por el que llegamos a esta brillante esfera del firmamento en que usted se encuentra”.
Mi vista iba del niño al hombre y del hombre al niño, sin saber qué decir ni a cuál de los dos dirigirme. Creo que el Principito se dio cuenta de que yo estaba boquiabierto y desconcertado, porque se acercó a mí y dijo:
“Creo que eres del planeta Tierra. Es una suerte que estés aquí ”.
– ¿Por qué lo dices? – le pregunté alarmado.
Como todos saben, el Principito nunca responde directamente las preguntas que le hacen. Pero dibujó en la arena un gran círculo en el que muchos volcanes estaban en erupción, y en el que se veían enormes baobabs por todos lados.
“Los habitantes de la Tierra son viciosos, tontos, engreídos, vanidosos, borrachos y flojos” – comentó, y enseguida agregó: “Ya no pienso que los niños deban ser indulgentes con las personas mayores. Y yo no quiero volver nunca más allá”.
“¿Cómo te llamas?” – me preguntó.
Muy serio, le dije mi nombre completo.
Luego, dirigiéndose a Saint Exupéry, comenzó a pedirle con insistencia:
“¡Llévame a mi asteroide! ¡Llévame, por favor al B-612! ¡Necesito ver a mi rosa, cuidar a mi cordero y hacer los trabajos de limpieza!”.
El niño cogió de la mano al hombre y comenzó a jalarlo hacia el avión.
Saint Exupéry me miró como diciendo que lamentaba que nuestro encuentro fuera tan breve, pero que tenía que partir.
“Es muy insistente” – dijo al despedirse de mí. Pero cuando ya estaba llegando a su avión me gritó:
“¿Quieres venir? Si quieres, tengo un asiento disponible”.
No sé qué impulso loco me cogió que, sin pensarlo ni dudarlo un segundo, eché a correr tras ellos y pocos minutos después ya estaba en vuelo sobre un aparato que para nada me parecía seguro y confiable.
Durante el viaje Saint-Exupéry me habló de Ciudadela, un extenso escrito que lamentó que quedara inconcluso. Le conté que los fragmentos que alcanzó a escribir fueron publicados después de su fallecimiento y que era uno de mis libros de cabecera.
Antoine me recitó unos párrafos que siempre me han inspirado.
“Si quieres crear una Ciudadela, y si tienes el poder de crear, no te preocupes de organizarla. Nacerán cien mil organizadores que servirán a tu creación. Si fundas tu religión, no te preocupes del dogma. Nacerán cien mil comentadores que se encargarán de formularlo. Crear, es crear el ser, y toda creación es inexpresable.
“Si bajo una tarde al barrio de una ciudad que está junto al mar, no me corresponde inventar los conductos de desagüe y los servicios de policía municipal. Aporto el amor del suelo lustrado, y nacerán alrededor de este amor los que limpian las calles, las ordenanzas de policía y los que recogen basura.
“No inventes un mundo en el que sea mediante leyes y ordenanzas que el trabajo en lugar de embrutecer a los hombres los engrandece.
“No vayas contra el peso de las cosas. Es el peso de las cosas el que hay que cambiar. Así, ese acto de creación de lo nuevo, es un poema, o un modelado del escultor, o un cántico.
“Y si cantas lo suficientemente fuerte el cántico del trabajo noble que da sentido a la existencia, y lo opones al cántico del ocio que relega el trabajo a la categoría de impuesto y que parte la vida en trabajo de esclavo y en ocio vacío, no te preocupes de las razones y de las ordenanzas particulares.
“Sólo importan la dirección y la inclinación y la tendencia a un fin. No te preocupes de los cálculos, los textos de leyes y las técnicas. Vendrán los comentadores a explicar por qué tu imagen es bella y cómo está construida. Tenderán en la dirección, y la sabrán argumentar, y esa tendencia hará que las ordenanzas se cumplan y que tu verdad sea.
“Te lo aseguro: toda imagen fuerte llega a ser”.
Mientras de ese modo Saint Exupéry me orientaba hacia lo esencial, continuaba conduciendo el avión. Pronto aterrizamos.
El asteroide del Principito era tal como me lo había imaginado cuando niño, sólo que quizás algo más grande. Y por el lado por donde sale el Sol cada mañana, había un letrero que decía: X, Y: ASIENTA EN TI PURO EDÉN.
Al ver el letrero el piloto miró al Principito sonriendo y exclamó: “¡GRACIAS!”
El muchacho le dijo: “Dedicado a ti, cuando eras niño”.
Los dos celebraron alegremente la ocurrencia, sin que yo entendiera el motivo de tanto júbilo.
Después, mientras el niño cumplía sus deseos y realizaba sus tareas, yo pude gozar de varias hermosas salidas y puestas de Sol, y de la conversación con Saint-Exupéry.
Una de esas cortas noches el Principito se puso muy triste, se me acercó y dijo:
(Van Gogh)
“Si tuvieras que volver a tu planeta, no dejes de mirar las estrellas. Así te consolarás. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer, y tus amigos quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás que las estrellas siempre te hacen reír. Ellos te creerán loco. Y yo te habré jugado una mala pasada... Y se rió otra vez”.
En otra ocasión el niño me dijo: “Nunca olvides que sólo se ve bien con el corazón. Y que lo esencial es invisible a los ojos”.
Una tarde el Principito dio por terminados los trabajos. Entonces vi que pintaba o escribía algo en un cuaderno.
Luego cogió una rama seca de un viejo boabab caído, la cortó y pulió con cuidado. Escribió sobre ella y la instaló por donde se pone el Sol al atardecer, que viene a ser justo en las antípodas de donde había puesto el otro letrero.
Antoine y yo nos acercamos a ver de qué se trataba. El Principito había escrito: PINTA UN ASTEROIDE XY ENE.
Antoine y el niño se rieron y celebraron otra vez con alborozo. El niño le pasó el cuaderno y un lápiz, y el escritor hizo un dibujo.
El niño lo miró atentamente y dijo: “¡No! Éste está muy contaminado. Haz otro”.
Antoine volvió a dibujar. El niño sonrió dulcemente, con indulgencia. Lo rechazó diciendo: “Éste es demasiado grande, está muy seco y hace mucho calor”.
El escritor hizo varios intentos, pero todos sus dibujos fueron rechazados. Entonces, falto ya de paciencia, dibujó un puro círculo y le pasó el cuaderno al niño, que al verlo exclamó:
“¡Así es como yo lo quería! Con un bosque comestible y un jardín junto al río”.
Mientras los dos celebraban, yo tomé el cuaderno que el Principito dejó sobre una piedra. Cuál no sería mi sorpresa al reconocer escritas en el cuaderno esas enigmáticas frases de letras y palabras que había visto a la entrada del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso y en una de las explanadas del Purgatorio.
Me acerqué a él y le pregunté:
– ¿Tú repartiste estos que parecen anagramas? ¿Acaso te dejaron entrar al Infierno, que entiendo que es exclusivamente para mayores?
El Principito no respondió. En cambio tomó el cuaderno y escribió: TEORÍAS LUZ: MI GLORIA.
Me pasó el cuaderno y preguntó: “¿Qué lees? ¿Qué ves?”.
Leí las cuatro palabras. Me miró decepcionado y dijo: “Tú no entiendes porque eres un adulto”.
Se alejó sin decir nada más y fue a conversar con Saint-Exupéry. Yo lo seguí y escuché toda la conversación que tuvieron, porque quería entender.
Así supe por el relato del Principito, que los personajes de ficción viven en un mundo aparte, y que nadie los puede detener ni impedirles que entren donde quieran.
Me enteré también de que ellos actúan a través de las personas que los conocieron en sus lecturas.
“Siempre sigo dibujando” – escuché que le contó a su creador. “También escribo anagramas de los nombres de las personas. Descubrí que oculto entre las letras de los nombres de ciertas personas singulares, se oculta algo del espíritu que los anima. Revelarlos me entretiene mucho”.
“¿Sabes?” - le dijo a Antoine. “Me hice muy amigo de un niño muy alto al que llaman Don Quijote. Cada cierto tiempo nos vemos, y salimos juntos a enmendar entuertos por diferentes asteroides y planetas”.
“El personaje más asombroso de todos los que he conocido – dijo un rato después – es un tal Dante Alighieri. ¡Un tipo fascinante! ¿Te imaginas que él fue un poeta florentino, que se creó a sí mismo como personaje de ficción, de modo que ahora su sombra vive en la esfera del Paraíso donde gozan los poetas, mientras que, como personaje, recorre infiernos, purgatorios y paraísos en diferentes mundos de ficción?”.
Al oír esto entendí por qué el Principito había preguntado a su autor a cuál de los dos Dante se refería. Pero quedé pensativo y perplejo, porque me bajó la duda sobre quién soy yo. ¿El autor de este libro? ¿El personaje que está relatando este viaje? ¿O el que estoy todavía viajando?
Sin haberlo discernido, me acerqué a Saint-Exupéry y le pedí que preguntara al Principito si por casualidad en alguno de sus viajes habría conocido a un tal Juan Solojuán.
El niño debe haberme escuchado, porque sin esperar que le preguntaran, contó que había conocido a Juan Solojuán y a su banda de amigas y amigos.
“Fue muy entretenido estar un tiempo con ellos, y me enseñaron muchas cosas. Están construyendo una hermosa civilización de personas y comunidades creativas, autónomas y solidarias”.
Poco después el Principito dijo que ya había terminado los trabajos que requería su Asteroide, y pidió al aviador que lo llevara al Planeta donde había establecido su última residencia.
Antes de subir al avión se me ocurrió decirle el niño que me gustaría llevar al mundo un recuerdo de haber estado con él, y que sirviera para probar que su pequeño planeta realmente existía.
El Principito caminó hacia el baobab y recogió algo que me regaló diciendo: “Lleva esto. Es un meteorito, un pequeño planetésimo que cayó aquí hace miles de años. Te lo regalo, pero tienes que cuidarlo porque en él están las huellas de la creación de nuestra galaxia”.
Lo puso en mi mano. Era un objeto metálico de unos seis centímetros de diámetro, muy pesado para su tamaño, de forma redondeada irregular, como una bala de arcabuz que hubiese sido moldeada por la super-velocidad que habrá tenido en el cosmos, y con hendiduras que parecían las huellas que deja un dedo pulgar sobre una masa.
Partimos en la mañana siguiente. Y como su Planeta estaba a pocos minutos luz distante de su Asteroide, no tardamos en llegar.
El Planeta al que llegamos giraba como una Luna en torno a la novena esfera, que era mi próximo destino. Lo habitaban solamente niñas y niños, de distintas edades, y todos estaban sonrientes, corrían y jugaban felizmente.
“Este planeta se llama Reino de los Cielos” – dijo el Principito al despedirse de nosotros. “Es una lástima que no puedan quedarse, porque el Señor que lo creó y lo gobierna estableció que Reino de los Cielos es de los niños, y que el que no se hace como niño no puede entrar en él”.
Antes de que el Principito nos dejara le dije algo al oído. Al poco rato volvió teniendo de la mano a un chiquitito hermoso que, al verme, corrió y se abalanzó hacia mí abrazándome de las piernas.
Era Andresito, mi pequeño nieto querido que, cuando nos dejó y se vino al cielo, quedé con la única verdadera y grande tristeza que he sentido en mi vida.
Lo alcé en mis brazos y el pequeñito me besó en la cara muchas veces. Al bajarlo se fue corriendo, y vi cómo se integraba alborozado a un alegre juego junto con otros como él.
No sé qué pasó después, porque de pronto me encontré que estaba todavía en el desierto. Sabiduría a mi lado me decía que era ya la hora de partir hacia el último destino de mi viaje.
Luis Razeto
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