ESTACIÓN OCHENTA Y CUATRO - ENCUENTRO CON HENRI BERGSON

ESTACIÓN OCHENTA Y CUATRO

ENCUENTRO CON HENRI BERGSON

Sabiduría esperó pacientemente que yo saliera de la habitación de Metafísica. Sin preguntarme cómo había sido la experiencia recién tenida, me dijo que era llegado el momento de acceder a una esfera superior, donde el conocimiento se me daría aún más luminoso.

Esto me sorprendió sobremanera, pues la experiencia metafísica fue para mí tan elevada y excelsa que no cabía en mi mente siquiera imaginar que por el camino del conocimiento fuera posible alcanzar alturas superiores.

En la cuarta esfera celeste hacia la cual llegó la hora de volar – dijo mi Maestra –, encontrarás inteligencias magníficas cuyo pensamiento los llevó a intuir el significado, la dirección y el sentido del fluir de la materia, la vida, la conciencia y el espíritu, y que alcanzaron el conocimiento del Fin hacia el cual tiende todo lo existente”.

El solo anuncio de que tal conocimiento pudiera estar a mi alcance me hizo exultar de entusiasmo, por lo que me acerqué a Sabiduría y la tomé del brazo, esperando que procediera sin tardanza a emprender conmigo el vuelo.

No me di cuenta de cómo subimos; pero al advertir que la belleza de mi Maestra era aún mayor de cuanto la había visto hasta entonces, supuse que habíamos llegado al destino luminoso que me había anunciado.

Como venía de estar con hombres antiguos, me sorprendió encontrar sabios modernos. El primero fue un científico, filósofo y escritor francés, ganador del Premio Nobel de Literatura y autor de muchos libros de gran fama en el mundo entero.

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Henri Bergson – tal era su nombre – se acercó a mí y amablemente ofreció enseñarme. Me dijo que, para no cansarme, mostraría lo esencial de su pensamiento, en breve síntesis y sin que fuera necesario exponer los detalles del largo camino de investigación y búsqueda que lo condujo poco a poco a la mística intuición de la verdad del Universo.

Dime, lector, si no es uno como él, el ideal de enseñante que todo estudiante quisiera tener. Tuve yo la fortuna de encontrarlo, y tienes tú la suerte de leer en pocas páginas lo que aprendí de un sabio maestro.

La existencia de la que estamos más seguros y que mejor conocemos – comenzó explicando – es indiscutiblemente la nuestra, porque de todos los demás objetos tenemos nociones que pueden considerarse como exteriores y superficiales, en tanto que nosotros nos intuimos y conocemos a nosotros mismos interiormente, profundamente.

¿Qué constatamos, y cuál es, en este caso privilegiado, el sentido preciso de la palabra ‘existir’?

Me doy cuenta primero de que paso de un estado a otro. Tenga calor o frío, esté alegre o esté triste, trabaje o no haga nada, miro a lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, voliciones, representaciones, he aquí las modificaciones entre las que se reparte mi existencia y que la colorean alternativamente.

 

Jean Miró

(Jean Miró)

Buscando qué sentido preciso da nuestra conciencia a nuestro ‘existir’, encontramos que existir consiste en cambiar, cambiar madurando, madurar creándose indefinidamente a sí mismo.

Lo mismo puede decirse de la existencia en general. El universo dura y cambia. Y cuanto más profundizamos en la naturaleza del existir y del cambiar, más comprendemos que duración significa creación continua de lo absolutamente nuevo.

La existencia de lo real es la duración por el cambio, que podemos llamar evolución. Implica una continuación real del pasado por el presente. Esto lo comparten la materia, el ser vivo y la conciencia.

Las formas más altas, más complejas, más organizadas, salen de formas más elementales. Lo más complejo ha podido salir de lo más simple por vía de evolución. La vida, como la conciencia, a cada instante crea alguna cosa. La evolución de la vida es una creación continua de imprevisible forma.

Este proceso, desde sus orígenes, es la continuidad de un solo y mismo impulso vital que pasa de una generación a la siguiente, y que se va repartiendo en líneas de evolución diversas, creando siempre nuevas especies.

 

Jean Miró 2

(Jean Miró)

En cuanto al camino, no está predefinido porque es creado a medida del acto que lo recorre. No se trata del cumplimiento detallado de un plan. Aquí hay algo más y mejor que un plan que se realiza. Un plan es término asignado a un trabajo: cierra el porvenir del que dibuja la forma. Ante la evolución de la vida, por el contrario, las puertas del futuro permanecen abiertas.

Es una creación sin fin, que se prosigue en virtud de un movimiento inicial. Este movimiento procura la unidad del mundo organizado; unidad fecunda, de una riqueza infinita, superior a lo que ninguna inteligencia podría soñar, ya que la inteligencia no es más que uno de sus aspectos o de sus productos.

Esta evolución, que es una creación renovada incesantemente, crea poco a poco no solamente las formas de la vida, sino las conciencias y las inteligencias que son capaces de comprenderla y de expresarla.

Pero, debido a los límites del conocimiento reservado a la inteligencia, la intuición puede hacernos aprehender lo que los datos de la inteligencia tienen aquí de insuficiente, y nos deja entrever el medio para completarlos.

La intuición, por la comunicación simpática que establece entre nosotros y el resto de los seres vivos, y por la dilatación que obtiene de nuestra conciencia, nos introduce en el dominio propio de la existencia, que es compenetración recíproca, creación indefinidamente continuada”.

¿Cómo es – pregunté – que la inteligencia y la intuición se diferencian y se complementan?

Si la conciencia se ha escindido en inteligencia y en intuición, es debido a la necesidad de, por un lado, aplicarse a la materia para subsistir, y por otro lado, a la necesidad de seguir, al mismo tiempo, la corriente de la vida.

 

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(Jean Miró)

Todo ocurre como si una gran corriente de conciencia hubiese penetrado en la materia, y la llevase hacia la organización. La vida es la conciencia lanzada a través de la materia. Pero la conciencia, antes de manifestarse como tal, ha tenido que adormecerse, como la crisálida dentro de la envoltura en la que se prepara las alas. Pero el despertar podía hacerse de dos maneras diferentes. Ya en el sentido de la inteligencia, ya en el de la intuición.

La intuición, de buenas a primeras, parece preferible a la inteligencia, puesto que en la intuición la vida y la conciencia permanecen como interiores a sí mismas. Pero, justamente porque la inteligencia se adapta a los objetos de afuera, alcanza a derribar los obstáculos que se le oponen, y a ampliar indefinidamente sus dominios. Una vez liberada, puede replegarse en su interior y despertar las virtualidades de intuición que todavía dormitan en ella.

En resumen, si quisiéramos expresarnos en términos de finalidad, diríamos que la conciencia, después de haber sido obligada, para liberarse a sí misma, a escindir la organización en dos partes complementarias —vegetales de una parte y animales de otra—, ha buscado en el mundo animal una salida en la doble dirección del instinto y de la inteligencia: no la ha encontrado con el instinto, y no la ha obtenido, por el lado de la inteligencia, más que por un salto del animal al hombre.

De suerte que, en último análisis, el hombre sería la razón de ser de la organización entera de la vida sobre nuestro planeta”.

Detuve al expositor porque no me resultaba fácil seguir el hilo de sus ideas. Esperando me confirmara si lo había comprendido, resumí lo que me pareció esencial en su pensamiento.

Puedo entender, de lo que dice usted, que la conciencia pugna por aparecer penetrando la materia y haciéndola evolucionar hacia la vida, que aparece en sus dos formas básicas, vegetal y animal. En la forma animal, tiende a surgir como instinto y como inteligencia. Como instinto se frustra, logrando aparecer como inteligencia en la especie humana.

Bien – confirmó Bergson –. Concentrémonos ahora, y busquemos en lo más profundo de nosotros mismos, el punto en que nos sentimos más interiores a nuestra propia vida, o sea, más conscientes. Y entonces nos sumiremos, intuitivamente, en la pura duración, en la pura existencia, siempre en marcha, nutriéndose sin cesar de un presente absolutamente nuevo.

 

(Jean Miró)

 (Jean Miró)

Y allí sentimos que se alarga, hasta su límite extremo, el resorte de nuestra voluntad, que no es otro que la espiritualidad, y que desborda a la inteligencia que aparece, desde ahí, como una función especial del espíritu, volcado al conocimiento y a la creación.

Comprendemos, nos damos cuenta, de que la realidad es un crecimiento perpetuo, una creación que se prosigue sin fin. Nuestra propia voluntad cumple este milagro. Toda obra humana que encierra una parte de invención, todo acto voluntario que encierra una parte de libertad, todo movimiento de un organismo que manifiesta espontaneidad, trae al mundo algo nuevo.

En la composición de una obra genial, lo mismo que en una simple decisión enteramente libre, alargamos hasta el máximo el resorte de nuestra actividad, y creamos así lo que no habría podido darnos ninguna reunión pura y simple de materiales.

Ciertamente, la vida que evoluciona en la superficie de nuestro planeta, está ligada a la materia. Si fuese pura conciencia, y con más razón supraconciencia, sería pura actividad creadora. De hecho, la vida se encuentra fuertemente unida a un organismo que la somete a las leyes generales de la materia inerte. Pero todo pasa como si hiciese lo posible para liberarse de estas leyes”.

Permítame una interrupción, y dígame si lo entiendo al proponer un ejemplo. Las aves que se alzan al cielo y se mantienen largamente en las alturas, si bien su vuelo no niega que la gravitación universal continúa pesando sobre ellas, han sin embargo logrado romper el determinismo material que mantiene a los seres apegados a la tierra.

Es un buen ejemplo; y lo mismo puedo decir del ojo capaz de llevar la luz exterior al interior de un cráneo que se mantiene en la oscuridad. El impulso de vida del que hablamos consiste, en suma, en una exigencia de creación.

(Jean Miró)

(Jean Miró)

No puede crear algo absoluto y de la nada, porque encuentra ante él la materia, es decir, el movimiento inverso al suyo. Pero se apodera de esta materia, que es la necesidad misma, y tiende a introducir en ella la mayor suma posible de indeterminación y de libertad.

La evolución de la vida, en la doble dirección de la individualidad y de la asociación, no tiene nada de accidental. Descansa en la esencia misma de la vida. Esencial es también la marcha hacia la reflexión.

Si nuestros análisis son exactos, en el origen de la vida está la conciencia, o mejor, la supraconciencia. Conciencia o supraconciencia son como el cohete cuyas cenizas ya extintas se convierten en materia; conciencia es también lo que subsiste del cohete mismo, que atraviesa las cenizas y las ilumina en organismos.

Con el hombre la conciencia rompe la cadena. En el hombre, y únicamente en el hombre, alcanza su liberación. Toda la historia de la vida, hasta él, había sido la de un esfuerzo de la conciencia para elevar la materia, y de un aplastamiento más o menos completo de la conciencia por la materia que volvía a caer sobre ella.

La empresa resultaba paradójica, si pudiese hablarse así y no metafóricamente, de empresa y de esfuerzo. Se trataba de crear con la materia, que es la necesidad misma, un instrumento de libertad; de fabricar una mecánica que triunfase del mecanismo, y de emplear el determinismo de la naturaleza para pasar a través de las mallas que le había tendido.

Pero en todas partes, y a excepción del hombre, la conciencia se ha dejado prender en las mallas que quería atravesar. Ha quedado cautiva de los mecanismos que había montado. El automatismo, del que pretendía hacer uso en el sentido de la libertad, se enrolla alrededor de ella y la arrastra. No tiene fuerzas para sustraerse a él, porque la energía de que había hecho provisión para los actos, se emplea casi enteramente en mantener el equilibrio infinitamente sutil, esencialmente inestable, al que ha llevado a la materia.

 

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 (Jean Miró)

Pero el hombre no alimenta solamente su máquina; llega a servirse de ella como le place.

Lo debe sin duda a la superioridad de su cerebro, que le permite construir un número ilimitado de mecanismos motores, oponer sin cesar nuevos hábitos a los antiguos y, al dividir el automatismo contra sí mismo, dominarlo.

Lo debe a su lenguaje, que suministra a la conciencia un cuerpo inmaterial en el que encarnarse, y la dispensa así de posarse exclusivamente sobre los cuerpos materiales que primero la arrastrarían y luego la englutirían.

Lo debe a la vida social, que almacena y conserva los esfuerzos como el lenguaje almacena el pensamiento, fija con ello un nivel medio al que los individuos deberán llegar sin esfuerzo y, por esta excitación inicial, impide a los mediocres dormirse y lanza a los mejores hacia arriba.

Pero nuestro cerebro, nuestra sociedad y nuestro lenguaje no son más que los signos exteriores y diversos de una sola y misma superioridad interna. Dicen, cada uno a su manera, el éxito único, excepcional, que ha alcanzado la vida en un momento dado de su evolución.

Traducen la diferencia de naturaleza, y no solamente de grado, que separa al hombre del resto de la animalidad.

Únicamente en el hombre la conciencia ha proseguido su camino. El hombre continúa, pues, indefinidamente el movimiento vital, aunque no arrastre con él todo lo que la vida llevaba en sí.

¿Es, acaso, la filosofía la que nos permite comprenderlo? inquirí.

 

Jean Miró autorretrato

 

Sí, pero no se trata solamente de comprensión. La filosofía nos introduce de este modo en la vida espiritual. Y nos muestra, al mismo tiempo, la relación de la vida del espíritu con la del cuerpo.

El gran error de las doctrinas espiritualistas ha sido creer que aislando la vida espiritual de todo lo demás, suspendiéndola en el espacio lo más lejos posible de la tierra, la pondrían al abrigo de todo ataque: ¡como si con ello no la expusieran a que la considerásemos como un simple espejismo!

Ciertamente, tienen razón al escuchar la conciencia cuando la conciencia afirma la libertad humana; tienen razón al creer en la realidad absoluta de la persona y en su independencia frente a la materia; tienen razón cuando atribuyen al hombre un lugar privilegiado en la naturaleza y afirman que hay infinita distancia entre el animal y el hombre; pero la historia de la vida nos hace asistir a la génesis de las especies por vía de la transformación gradual que lleva al surgimiento del hombre en la animalidad”.

Entonces – intervine alarmado – ¿no existe posibilidad de supervivencia del espíritu, que permanecerá siempre atrapado en la materia?

Puesto que un poderoso instinto proclama la supervivencia probable de la persona después de la muerte, tienen razón los espiritualistas en no cerrar sus oídos a esta voz; pero si es que existen "almas" capaces de una vida independiente, hay que preguntarse ¿de dónde vienen? ¿Cuándo, cómo, y por qué entran en este cuerpo que vemos con nuestros ojos, y salir con toda naturalidad de una célula mixta que proviene de los cuerpos paternos?

Todo esto quedaría sin respuesta, si una filosofía de la intuición se negare a la ciencia, y tarde o temprano sería también barrida por ésta, si no se decide a ver la vida del cuerpo allí donde realmente se encuentra, esto es, en el camino que lleva a la vida del espíritu.

Así se crean sin cesar almas que, no obstante, en un cierto sentido preexistían. No son otra cosa que los arroyuelos entre los que se reparte el gran río de la vida que corre a través del cuerpo de la humanidad.

Jean Miró

 (Jean Miró)

Al modo como el más pequeño grano de polvo es solidario de nuestro sistema solar, arrastrado por él en ese movimiento indiviso de descenso que es la materialidad misma, así todos los seres organizados, desde el más humilde al más elevado, desde los orígenes de la vida hasta los tiempos actuales, en todos los lugares y en toda ocasión, no hacen más que presentar a nuestros ojos un impulso único, inverso al movimiento de la materia y, en sí mismo, indivisible.

Todos los seres vivos se atienen a este impulso y todos también ceden al mismo formidable empuje. El animal se apoya en la planta; el hombre cabalga sobre la animalidad; y la humanidad entera, en el espacio y en el tiempo, es un inmenso ejército que galopa al lado, delante y detrás de cada uno de nosotros, en una carga arrolladora capaz de derribar todas las resistencias y de franquear numerosos obstáculos, incluso quizá la muerte.

Entonces lo Absoluto se revela muy cerca de nosotros y, en cierta medida, en nosotros. Vive con nosotros. Vive como nosotros. Pero se encuentra infinitamente más concentrado y más recogido en sí mismo.

El impulso vital, la energía creadora, es la fuente de la experiencia mística, que así queda perfectamente engarzada y legitimada dentro del universo.

Materia, Vida, Conciencia y Espiritualidad, participan de una unidad esencial. El místico mantiene su identidad personal, pero está unido con el esfuerzo creador y participa en él.

La experiencia mística es el intento de acceder al primer empujón vital que originó toda inteligencia e intuición, queriendo gozar de una visión global de la vida. Así, el místico está religado al Universo e impulsado a la acción.

Su vocación es conectar con el inmenso impulso que llena el Universo, y propagarlo más. La mística es la culminación de la Vida.

"Al final de mis investigaciones y reflexiones, Santa Teresa y San Juan de la Cruz me hicieron comprender que la mística es el progreso del espíritu humano en busca de alcanzar la unión con Dios.

Que el éxtasis es ese estado indefinible de gozo, pero no en el sentido ordinario de la palabra; sino la vivencia de una comunión, de un contacto con la divinidad; un estado del alma que se acompaña muy visiblemente de una inteligencia superior de las cosas".

Cuando Bergson dio por terminada su explicación y comenzaba a retirarse, levanté la mano, como hace un escolar cuando desea preguntar al profesor. El hombre se acercó a mí mostrándose dispuesto a conversar.


Luis Razeto

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