ESTACIÓN SESENTA Y CUATRO - ¿EL PARAÍSO EN LA TIERRA?

ESTACIÓN SESENTA Y CUATRO

¿EL PARAÍSO EN LA TIERRA?

 

Ya no quedaban explanadas, más que aquella que se encontraba en la cumbre. Dante me advirtió que la naturaleza de ella, lo que allí encontraríamos, era enteramente diferente a todo lo que habíamos visto en las explanadas que se nos fueron abriendo durante el ascenso.

La subida se tornaba cada vez más escarpada, como le ocurre a los andinistas que a medida que ascienden al pico más alto de la montaña crecen las dificultades y el desafío es mayor.

Pero así como a ellos la esperanza de alcanzar la cima es un aliciente que les renueva las energías, el saber que quedaba sólo el último tramo acrecentó mis capacidades para superar el desafío.

Así fue que, casi sin aliento, llegamos al punto en que sólo un peldaño nos distanciaba de la meta. En ese momento Dante se puso frente a mí, me miró fijamente y dijo, en un tono de voz entre serio y alegre:

Hasta aquí te he guiado como un padre a un hijo, o como un maestro a su discípulo. Ya conociste los males del mundo y sus culpables, y también las iniciativas y experiencias por las que se los vienen superando lentamente.

Te he conducido hasta ahora con mis conocimientos y mi arte; pero de ahora en adelante serás tú mismo quien asumirás la conducción de tus pasos.

Estoy seguro de que las experiencias vividas en estos dos largos recorridos, te han capacitado para discernir por ti mismo por dónde y cómo avanzar.

Una vez que des el paso que te pondrá en la planicie superior de la montaña, podrás quedarte sentado, correr de un lado a otro, o continuar explorando con los ojos de la inteligencia muy abiertos.

No esperes de mí consejos ni razonamientos. Eres completamente libre. Gozas de tu propio albedrío, de tu conciencia moral bien formada, y del conocimiento de muchas cosas, con todo lo cual estás preparado para que seas artífice de tu propio destino.

Yo aquí me despido, y te dejo, pues voy al encuentro de mi amada Beatriz. Que sea para ti en buena hora”.

Dicho esto, el Maestro me dio un abrazo fuerte y prolongado. Sentí que su corazón latía al mismo ritmo del mío; que también su respiración y la mía se acompasaban; y que sus lágrimas mojaban mi rostro, igual que las mías el suyo.

Cuando Dante se fue volando tuve la extraña sensación de que era una parte de mí la que partía. Nos saludamos a la distancia, lo seguí con la vista hasta que finalmente desapareció.

Sólo entonces me di cuenta de lo extraño que había sido sentir los espirituales brazos, corazón, aliento y lágrimas del Maestro, unirse a los míos corporales ¿Es que acaso el espíritu puede hacerse carne, por amor, para expresarlo?

 

Caravaggio Jesús en Emaus

(Caravaggio)

Tan sorprendente experiencia me llevó a entrever el misterio cristiano del Espíritu divino encarnado: Dios que se hace hijo de hombre para habitar entre nosotros y expresarnos su amor infinito.

Entonces, como por libre asociación de ideas y emociones, imaginé a los amigos de Jesús el día siguiente al de su muerte en la cruz. ¿Sentirían, quizás, el dolor de su partida, aliviado por la esperanza de volver a encontrarlo resucitado?

Pero ahora, habiéndome quedado tan solo como sus discípulos el sábado santo, entreviendo que habría de llegar un domingo de resurrección, era el momento de continuar peregrinando por los espacios empíreos.

No me quedaba más que dar un paso y subir el último peldaño para encontrarme en la cumbre; pero apenas puse un pie arriba se apareció frente a mí una muralla de fuego que me hizo retroceder por temor a quemarme.

Desconcertado, no sabía yo qué hacer, cuando escuché al través del fuego una dulce voz femenina que decía:

 

Caravaggio Magdalena

(Caravaggio)

Oh alma, que has tenido el privilegio de alcanzar la cumbre. Has de saber que a ella no se accede si no pasas primero por el fuego, así que debes entrar en él, despejando la mente de todo prejuicio y creencia infundada que arrastres contigo.

El fuego te liberará del tiempo, pues lo que se encuentra a este lado son las condiciones originales de la vida humana en la Tierra, antes del comienzo de la historia. Y lo que será al final de los tiempos.

Si cruzas el muro de fuego, experimentarás el más hermoso mito pedagógico que se haya ideado para explicar el bien y el mal que afectan desde siempre y por siempre a la vida humana.

Se te abrirán los ojos y la mente, y te encontrarás con la verdadera naturaleza de las cosas, no exenta de poesía y de misterio”.

La dulzura de la voz y la explicación me convencieron de que valía la pena correr el riesgo, y sin pensarlo dos veces entré en el fuego.

Era un fuego que no me quemaba el cuerpo pero que purificaba mi mente y mi espíritu, de modo que mientras estuve en él sentí que rejuvenecía, mientras mi memoria me hacía recordar en retrospectiva los años andados de mi vida, hasta que me sentí como un niño entrando en la adolescencia.

No supe si fueron instantes, horas, días o años los que estuve dentro del fuego aquél, pues apenas entré perdí completamente la noción del tiempo.

Sólo puedo decir que apenas crucé al otro lado el fuego se extinguió, y yo sentí una curiosidad aún mayor de la que había tenido en mi adolescencia.

Ávido de conocimientos, sintiéndome rejuvenecido, me puse a correr de un lado a otro. Pero mi cuerpo anciano, que había llegado cansado a la cumbre, en poco tiempo se vio obligado a detenerse. Me senté en una piedra y me quedé profundamente dormido.

El nuevo día amaneció luminoso y amable como ninguno. Entusiasmado y deseoso de conocerlo todo, dejé el borde del monte y me interné en una divina floresta que se extendía sin límites en todas las direcciones.

 

Peregrinación 57.jpg

 

Recorrí cuanto pude aquél paraíso, a paso lento, por dentro y en los alrededores, encontrando por doquier lugares deliciosos, densos de vida y exquisitos para la vista y los oídos.

Disfruté los aromas que el terreno, el prado florido y los árboles llenos de frutas, emanaban en todas partes. Saboreé hojas, flores, frutos y semillas que me daban placeres insospechados.

Una brisa dulce y constante me acariciaba el rostro, al tiempo que acompasaba las hojas como siguiendo una melodía.

Los pajaritos de múltiples formas, tamaños y colores revoloteaban entre las ramas celebrando con alborozo la dicha de la vida, cantando y bailando al ritmo de un coro que parecía de ángeles.


 

Luis Razeto

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