ESTACIÓN VEINTISIETE
BÁRBAROS EXIGENTES Y MALEDUCADOS
Y así continuamos caminando, tratando yo de no parecer pusilánime. Mas justo en ese momento escuché el ruido que hacía una multitud de niños y niñas que avanzaban gritando consignas, saltando, arrojando piedras, rompiendo lo que encontraban a su paso, incendiando autos y casas, exigiendo a todo aquél que encontraban que les entregaran lo que tenían, amenazando a todos con duros castigos si no les cumplían sus exigencias.
Me puse detrás de mi Maestro y lo exhorté a alejarnos de esa turba peligrosa.
Volteándose Dante sonrió y me dijo, compasivo:
“¿Acaso no te advertí que no debes tener miedo? Te lo repito una vez más: las fuerzas del cielo, el destino, y mi propia protección, removerán los obstáculos que encontremos en este viaje, hasta que tu aprendizaje se cumpla enteramente”.
– Pero esos vándalos … – balbuceé.
“Esas turbas furibundas que parecen niños y niñas haciendo travesuras, son en realidad las sombras de hombres y mujeres adultos que pasaron sus vidas viviendo, actuando y comportándose como niños inmaduros y caprichosos.
“Su deseo principal era divertirse y pasarlo bien, para lo cual esperaban que alguien los entretuviera, pues por sí mismos se aburrían. Nunca se responsabilizaban de sus acciones, y dependían vitalmente, en todo, de los que dominan la economía, la política y los espectáculos.
“Convertían cada una de sus necesidades en un derecho, que exigían al Estado, a la sociedad, a los demás, que se las satisfacieran; y si no lo hacían, protestaban y se indignaban.
“No desarrollaron el conocimiento, la creatividad, y ni siquiera intentaron ser libres y autónomos. Puedes ver cuán numerosos son los que así vivieron”.
– Y ¿por qué están ahora tan furiosos que destruyen todo a su paso?
“Eso se los puedes preguntar directamente, pues por algo nos hemos encontrado con ellos.”
Yo esperaba que el Maestro me antecediera para avanzar resguardado por su presencia; pero él se sentó a la vera de la calzada y con un gesto me animó a avanzar.
Me aproximé, pues, lentamente, para no llamar la atención y de ese modo evitar que la turba volviera hacia mí su indignación y me tomara como blanco de sus pedradas.
Entonces ocurrió que aparecieron por los cuatro costados unos carros blindados que comenzaron a arrojar agua hirviendo y llamaradas de fuego sobre los que marchaban protestando, de modo que se armó una trifulca gigantesca, tal que todos aullaban de dolor, aunque no por eso dejaban de gritar consignas, lanzar piedras y destruir lo que encontraran delante de ellos.
Estaba yo retrocediendo cuando un pequeño grupo de esas sombras infantiles me rodeó, amenazante. Uno de ellos, un muchachón que parecía el líder de la pandilla, me habló apuntándome con el dedo:
“¿Qué haces aquí, si no eres de los nuestros? ¿Eres acaso un espía, un soplón, un infiltrado?”
– Nada de eso – repliqué asustado, y no me salían más palabras debido al gran temor que me infundía el cerco que a mi alrededor se estrechaba. Logré reponerme y agregué:
– Infiltrado no podría ser, pues ya ven que mi semblante no es de niño y que mantengo una barba que se ha puesto blanca con los años.
“¿A qué te dedicas, entonces, y qué haces en este lugar, si no eres un condenado como todos los que aquí nos encontramos?”.
– En el mundo soy profesor y escritor.
Fue lo único que alcancé a decir, pues cuando iba a referirme a las áreas del conocimiento en que me desempeño y a los motivos de mi viaje por ultratumba, el muchacho me increpó resueltamente:
“Si es verdad lo que dices, te culpo por nuestra desgracia, a ti y a todos los de tu profesión. Los odio, porque todos los que estamos aquí, que no supimos crecer y que nos mantuvimos infantiles a lo largo de la vida, fuimos víctimas de una educación que atrofió nuestra mente y nuestro espíritu.
“Profesores, como tú, fueron incapaces de motivarnos; nos entregaron informaciones pero no formación; nos consentían en cualquier capricho y nos daban todo lo que les pedíamos.
“Anularon nuestra creatividad, nos impidieron ser libres y nos mantuvieron débiles y dependientes. No se atrevían siquiera a corregirnos cuando cometíamos fechorías, e incluso muchos de ustedes nos las celebraban.
“Y aquí nos encontramos, por culpa nuestra y vuestra, condenados a estar eternamente exigiendo derechos sabiendo que jamás se cumplirán”.
Sentí terror porque el muchacho me escupió en un ojo, y apenas pude mirar nuevamente vi que lanzaba sus puños en dirección a mi nariz. Por fortuna mi guía, que se había acercado sigilosamente y que se había instalado detrás de mí, agarró los dos puños antes de que me alcanzaran, practicando una maniobra de Judo que dejó al muchacho sin respiro.
El niño-sombra se dio vuelta y chillando de dolor se dirigió estúpidamente a ponerse frente a un carro blindado que descargó sobre él un grueso chorro de agua hirviendo.
“¿Y cómo te quedó el ojo?” – me preguntó Dante, no sé si preocupado o burlándose de mí.
Yo estaba tan enojado que por primera vez me atreví a encarar al Maestro con torva mirada y voz que sonó destemplada
– ¿Acaso no pudiste evitar esta horrible afrenta que me hizo ese bandido?
Mi Maestro me miró fijamente, me pasó un pañuelo para que me limpiara el ojo, y sin la menor alteración de la voz me dijo:
“No sé lo que pasó, verdaderamente no lo sé. Solamente me atrevo a aventurar que tal vez el muchacho tenía razón para culparte, a ti y a los de tu profesión.
“Yo mismo, inspirado por aquél que todo lo sabe y que me permite penetrar en los secretos de tu mente, hace poco rato te hice ver el error de haberte mantenido tranquilo en tus saberes, sin esforzarte suficientemente por difundirlos y enseñarlos. Ya sabes aquello de que ‘no se enciende una luz para dejarla debajo de la cama’.”.
Yo guardé silencio porque sabía que el Maestro tenía razón. No por ello dejé de estar airado con él, por lo que enmudecí y no volví a hablarle por un buen trecho de camino.
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