ESTACIÓN QUINCE
ENCUENTRO CON LOS ECONOMISTAS
Continuamos caminando, y sin salir todavía del círculo regentado por Pluto, sentí como un ventarrón helado que nos envolvía.
“¡Deténganse!” – ordenó mi Maestro levantando enérgicamente un brazo.
Alcé la miraba y pude distinguir una bandada de sombras revoloteando sobre nuestras cabezas. Comprendí de inmediato que eran la causa del viento helado que me había sorprendido. Dante continuó dando órdenes:
“Pósense en las ramas de aquella higuera seca, y dispónganse a escuchar y a responder las preguntas que les hará mi pupilo, que está investigando las causas de los males que presenta la civilización que él habita”.
Mientras las sombras frías se dirigían, obedientes, hacia el árbol seco, quise saber quiénes eran.
“Son almas de economistas. Ellos están condenados a vagar eternamente, sobrevolando y observando los sufrimientos de los que siguen llegando y engrosando el círculo de los que cargan rocas y luchan buscando todavía acrecentar sus riquezas.
“Las culpas de estos economistas son grandes, por lo que deberán estar eternamente observando el mal que hicieron con su falsa ciencia y arrepintiéndose por ello.
“Mientras hablas con ellos, iré a tenderme a la sombra de aquél ciprés, porque necesito traer a mi mente el recuerdo de mi amada Beatriz”.
No me gustó que el Maestro me dejara solo en ese trance y con la tarea encomendada, pero me animó tener la oportunidad de dialogar con los cultores de una disciplina que yo había estudiado.
Me acerqué a la higuera seca en cuyas ramas se habían posado aquellas sombras, pero manteniendo prudente distancia porque de ellas emanaba un aire helado.
– Díganme sus nombres – ordené con voz que yo mismo sentí insegura.
El primero en presentarse fue el que se había instalado en la punta más alta del árbol:
“Soy Adam Smith, el fundador de esta enorme y disciplinada secta intelectual y académica”.
Se presentaron a continuación los que se habían posado en las ramas superiores: John Stuart Mill, David Ricardo. J. M. Keynes, Friedrich Hayek, Milton Friedman, J. K. Galbraith, Alfred Marshall, Ludwig von Mises, Thomas Malthus, Jean-Baptiste Say, John Hicks, León Walras.
Y enseguida una lista interminable de pequeñas sombras que colgaban de las anteriores, y que tuve que hacer callar porque sus nombres no significaban nada para mí.
– De modo que fueron ustedes los que inventaron la ciencia de la economía con el supuesto del homo economicus. ¿Quién es el culpable de dicha expresión?
Las miradas de todos se volvieron hacia John Stuart Mill, cuyo rostro se pintó de carmesí. Enseguida, cubriéndose la cara con un brazo para ocultar su vergüenza exclamó:
“Fui yo, lo confieso, el que primero usó esa expresión, aunque debo decir en mi defensa que expresamente afirmé que se trataba de un concepto arbitrario.
“Mis palabras textuales fueron que el homo economicus “es una definición arbitraria del hombre como un ser que, inevitablemente, hace aquello con lo cual puede obtener la mayor cantidad de cosas necesarias, comodidades y lujos, con la menor cantidad de trabajo y abnegación física con las que éstas se pueden obtener”.
– No es una buena disculpa – repliqué –, al contrario, tu pecado y el de todos los que emplearon ese concepto para construir sobre él la ciencia moderna de la economía, es aun más grave. Pues significa que estaban perfectamente conscientes de que se trataba de una definición arbitraria, falsa y engañosa.
– Ese ser que ‘inevitablemente’, como has afirmado, se comporta de modo tan vil, no corresponde a la verdadera naturaleza humana. Y ustedes, todos ustedes, lo sabían, de modo que el modelo teórico que elaboraron lo levantaron sobre una falsedad de la que eran conscientes. ¡Malditos todos ustedes!
Como guardaban silencio los increpé, obligándolos a explicar las razones que tuvieron para hacerlo de ese modo.
“Es que así era más fácil” – afirmó uno del grupo de abajo que no llegué a identificar.
“En efecto – intervino León Walras –. Mi vanagloria fue haber fundado la economía matemática, mediante la cual toda la estructura y todo el proceso de la economía pudieron describirse y expresarse en fórmulas, ecuaciones y estadísticas.
“Eso requería, ciertamente, simplificar los comportamientos humanos y reducirlos a leyes muy simples, como la ley de la oferta y la demanda, con base en la idea del homo economicus”.
Repliqué:
– Redujeron y trataron a los seres humanos como meras cantidades, como objetos sin alma que se pueden medir, cuantificar y modelar completamente.
– Elaborando las famosas leyes teóricas de la economía, decretaban e imponían esas leyes en la práctica, y así determinaron el comportamiento de los individuos y de las naciones.
– El homo económicus es un individuo desalmado, sin alma, y con su falsa ciencia guiaron durante siglos las actividades humanas y fomentaron la difusión de verdaderos monstruos.
“No podemos negarlo, porque estamos aquí castigados y con la obligación de reconocer nuestras culpas”, se apuró en confesar David Ricardo.
– Entonces – dije –, los dejaré hablar uno tras otro. Comienza tú, Jean-Baptiste Say, confiesa tu pecado con humildad.
“Puedo confesar, pero no con humildad, pues no fui humilde en vida. La Ley que yo formulé e impuse, conocida como Ley de Say, establece que la demanda está determinada por la producción.
“Sostuve que “cuando un productor termina un producto, su mayor deseo es venderlo, para que el valor de dicho producto no permanezca improductivo en sus manos. Pero no está menos apresurado por deshacerse del dinero que le provee su venta, para que el valor del dinero tampoco quede improductivo.
“Ahora bien, no podemos deshacernos del dinero más que motivados por el deseo de comprar un producto cualquiera. Vemos entonces que el simple hecho de la producción de una cosa abre, desde ese preciso instante, un mercado a otros productos”.
Lo increpé: – Esa Ley aplicada en la práctica, da lugar a una deformación completa de la economía. ¡Te conmino a que lo expliques en voz alta y clara!
Ante la fuerza y en énfasis de mis palabras, el economista, sin ser capaz de sostener mi mirada y mantener su vista en mis ojos, explicó de mala gana:
“Un mal mayor de la economía moderna ha sido y es organizarse en función del crecimiento de la producción y no de la satisfacción de las necesidades de las personas. Lo que importa es el crecimiento económico, el PIB, y todo se orienta a incrementarlo, poniendo el consumo a la saga de ese objetivo principal.
“Ello significa poner a los seres humanos, con sus necesidades, aspiraciones y deseos, al servicio de la producción, y no ésta al servicio de los seres humanos y sus necesidades.
“El consumismo, que tanto daño ha hecho a la sociedad y a la naturaleza, es consecuencia de la subordinación estructural del consumo a la producción.
“Los inversionistas, productores y financiadores, para vender la producción y aumentar su capital, exacerban el consumo. Esto lleva al crecimiento constante del PIB, que se presenta como el principal objetivo de las políticas económicas.
“Objetivo tras el cual se asocian estrechamente el capital y el Estado, porque también los ingresos del Estado dependen del crecimiento de la producción y del consumismo que lo sostiene”.
Observé que J. M. Keynes, sentado sobre una rama al lado izquierdo del mismo árbol, se movía incómodo.
– Es tu turno – le dije. – Confiesa tu pecado, que por la inquietud que evidencian los movimientos nerviosos de tus manos, intuyo que son aun más graves que los de tus colegas.
“¡Es así! ¡Es así! Yo fui el peor de todos los que estamos aquí. Porque todo mi empeño fue fomentar la demanda, el gasto de los consumidores, e incluso el gasto del Estado; pero no para que las personas y la comunidad satisfagan sus necesidades, sino para que los productores pudieran continuar produciendo sin límites, ganando dinero a raudales, sin siquiera darse un respiro cuando los ciclos económicos orientaban naturalmente a equilibrar las cosas”.
– Mírame, mírame a los ojos – le dije. – Y di si al menos tienes una excusa que declarar en tu defensa, como intentó vanamente hacerlo tu colega Stuart Mill.
“Yo – comenzó a hablar balbuceando Keynes – sólo puedo declarar que estaba consciente como nadie, de que mis propuestas iban contra la moral y que envilecerían al pueblo.
“No solamente lo sabía, sino que lo expresé con cinismo y desfachatez narrando la fábula La Colmena Rumorosa y la Redención de los Bribones (*), que cité en mi obra magna Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero (que, lo digo con orgullo culpable, ha orientado las políticas económicas de los Estados durante casi un siglo), y cuya moraleja expresé en estos términos:
“Cuando más virtuosos seamos, cuando más resueltamente frugales, y más obstinadamente ortodoxos en nuestras finanzas personales y nacionales, tanto más tendrán que descender nuestros ingresos cuando el interés suba relativamente a la eficiencia marginal del capital. La obstinación sólo puede acarrear un castigo y no una recompensa, porque el resultado es inevitable.
“Por tanto, después de todo, las tasas reales de ahorro y gasto totales no dependen de la precaución, la previsión, el cálculo, el mejoramiento, la independencia, la empresa, el orgullo o la avaricia. La virtud y el vicio no tienen nada que ver con ellos.”
“Sí, esa economía sin ética ni responsabilidad social ni ambiental que propicié, es la que ha conducido a la sobreproducción y el consumismo, que ponen a los seres humanos al servicio del capital y del Estado, y que llevan a la insatisfacción personal y colectiva permanente”.
No me había percatado de que Dante estaba de regreso y que se había sentado a escuchar las confesiones de los economistas. Me tomó de los hombros y me dijo desolado:
“Esto que escucho es realmente escandaloso y horrible. Creo que ya sabes bastante y quedas suficientemente advertido contra los cultores de esta disciplina pervertida, por lo que mejor continuamos el viaje”.
– Tienes razón – le dije –, no me interesa seguir escuchando a estos que, al final de cuentas, son todos igualmente perversos.
Entonces mi guía se volvió hacia Pluto que todavía nos seguía sumiso, y le ordenó que mandara a todas esas almas sucias que posaban y pendían de la higuera, a sumergirse en la laguna de fango donde podían compartir torturas con Maquiavelo y sus secuaces practicantes de la ciencia política, porque eran de la misma calaña.
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(*) "Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada más en lujos, no más arte, no más comercio. La desolación fue general.” (Bernard Mandeville)
Luis Razeto
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