ESTACIÓN SEIS - ENCUENTRO CON LOS ANTIGUOS HISTORIADORES

ESTACIÓN SEIS

ENCUENTRO CON LOS ANTIGUOS HISTORIADORES


Sin salir del gran espacio abierto al que habíamos ingresado cruzando las siete puertas, avanzamos por un sendero descendente hasta llegar a una gran sala iluminada, a la que entramos sin ser notados.

Se encontraba allí un grupo numeroso de personajes bien vestidos según la usanza de diferentes épocas pasadas.

Muchos se mantenían sentados alrededor de una enorme mesa de madera que estaba al centro, con el rostro inclinado sobre un libro y manteniendo una pluma en la mano. Otros hurgaban en antiguos pergaminos, papiros y documentos ordenados en estanterías en los muros laterales.

 

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"Estos – me explicó el Maestro – son estudiosos de la historia, que dedicaron sus vidas a conocer y contar acontecimientos y procesos que es importante que no sean olvidados.

No sólo para que la gente mantenga el recuerdo de su trayectoria sobre la tierra, sino para que la humanidad tome conciencia de lo que ella misma ha sido y de lo que es.

Para que no olvide las gloriosas proezas y las viles caídas, de modo que aprenda de los errores y de los aciertos de sus guías y de sus pueblos en el transcurso del tiempo."

Aunque Dante me habló muy quedo, sus palabras resonaron en el silencio que reinaba en la biblioteca, por lo que muchos levantaron la vista y nos miraron con rostros ceñudos por haberlos desconcentrado de su estudio.

Pero al comprobar que no éramos habituales del lugar, dejaron sus tareas y quedaron expectantes, hasta que se levantó uno de barba blanca y cabello crespo.

Soy Herodoto, el decano de los autores de grandes epopeyas biográficas e históricas aquí presentes. Sed bienvenidos y hacednos el favor de ocupar puestos a mi lado en la cabecera de la mesa.

Tenemos gran curiosidad por lo que podáis relatarnos sobre lo que haya sucedido en la tierra en los últimos cinco siglos, pues las noticias más recientes que tenemos nos la trajo el último de los autores ingresados a este lugar, don Alonso de Ercilla, que cantó las hazañas de la conquista de Indoamérica por los españoles, y la resistencia que les opuso el gallardo y belicoso pueblo mapuche en el extremo austral de ese continente.”

Se presentaron enseguida diciendo sus nombres: Tucídides, Polibio, Plutarco, Hesíodo, Jenofonte, Sósimo, Nicola di Damasco, Tito Livio, Salustio, Tácito, Catón el viejo, Marco Tulio Cicerón, Al Tabari, Ibn Khaldún, Sima Qian, Flavio Giuseppe, Alfonso el Sabio, el autor del Cantar de Mio Cid cuyo nombre no alcancé a distinguir, Alonso de Ercilla, y unos cincuenta otros autores cuyos nombres he olvidado.

Me aprestaba a responder que no estaba en condiciones de satisfacer mínimamente los deseos de esos grandes autores, pero fue mi guía quien se adelantó a explicar que estábamos de paso y que no podíamos detenernos.

Fue tan fuerte la insistencia de esos espíritus exaltados, pidiéndome que al menos les hiciera un relato somero de las grandes proezas que pudieran haberse realizado en los últimos cinco siglos, que Dante se sintió conmovido por la pasión con que se expresaban, dándome a entender que no se oponía a que les hablara durante algunos minutos.

Comencé mi exposición explicando que entre el siglo XVI y el siglo XX la humanidad creó y desarrolló una civilización llamada “moderna”, muy diferente de la civilización medieval.

Como ustedes lo saben mejor que yo, toda civilización comienza con una forma nueva de conocer y de pensar la realidad, a partir de la cual se generan y se difunden socialmente: una concepción del mundo, de la naturaleza y del lugar del ser humano en ella; una antropología o concepción del hombre y de la sociedad; y nuevas formas de concebir y de proyectar la economía, la política y la cultura.

Los gestos de asentimiento que observé en mis auditores me animaron a continuar explicando:

La forma del conocimiento que dio origen a la civilización moderna es la ciencia positiva, que reconoce como únicas fuentes válidas, los datos e informaciones que proporcionan los sentidos, y la razón que los analiza lógica y matemáticamente.

 

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Los saberes que ofrecen la religión, la espiritualidad, la metafísica, la intuición, la poesía, las emociones, las tradiciones y el sentido común, no fueron completamente negados; pero se los relegó al ámbito de lo individual, de lo relativo y subjetivo, sin que se les reconozca como fuentes de alguna verdad que pueda ser aceptada y compartida socialmente.

Noté sorpresa, incredulidad e incluso malestar en varios de los ilustres personajes que me escuchaban; pero como seguían atentos sin decir nada, continué:

Las ciencias así constituidas condujeron a un extraordinario dominio sobre las energías y los elementos de la naturaleza, facilitando un desarrollo técnico y tecnológico acelerado.

Se crearon grandes industrias, capaces de producir en serie cantidades inmensas de productos estandarizados que facilitaban el trabajo y la vida de las personas. Se inventaron máquinas que producen otras máquinas, reemplazando el trabajo humano.

Se crearon y multiplicaron medios de transporte terrestre, marítimo y aéreo, que movilizan millones de individuos de un lugar a otro de la Tierra en pocas horas.

Surgieron ciudades y metrópolis gigantescas que albergan decenas de millones de habitantes, a todos los cuales les es provista alimentación, educación y artefactos de gran utilidad.

La medicina ha tenido unos éxitos notables, lográndose el control de muchas enfermedades, pestes y plagas, y permitiendo que la duración de la vida más que duplique la cantidad de años que vivían las personas en vuestros tiempos.

Las comunicaciones han llegado a ser tan abundantes que la información que se produce cada año es mayor que toda la que se ha elaborado en la historia anterior de la humanidad.

Tal vez no me crean, pero es verdad, que los hombres ahora pueden incluso viajar a la Luna y volver a la Tierra indemnes, y se aprestan a viajar también hacia Marte y Venus.

Por los gestos de mis auditores comprendí que les costaba no sólo creer sino incluso entender lo que yo les decía. Pero el Maestro, dándose cuenta de que yo me disponía a abrir una ronda de preguntas, me susurró al oído que continuara exponiendo, pues el tiempo nos estaba apremiando. Continué, entonces, resumiendo.

Esto que les describo, y mucho más que podría narrarles, constituye de la civilización moderna el pilar económico, que ha sido identificado con los términos ‘industrialismo’ y ‘capitalismo’.

En ese contexto, a nivel mundial, se ha configurado un desbordante mercado donde se transan todos los bienes, servicios y recursos imaginables, orientados a satisfacer hasta las más nimias necesidades, aspiraciones y deseos individuales y colectivos.

Claro que en esos mercados se generan poderes financieros y económicos desmesurados en manos de pocas grandes corporaciones, con las consecuentes desigualdades en los niveles de riqueza y de pobreza que alcanzan las distintas naciones, clases sociales e individuos.

Quería yo ilustrar mis afirmaciones con estadísticas e información cuantitativa, pero Dante me mostró un papel que me indicaba que disponía sólo de diez minutos para terminar, por lo cual pasé a explicar aceleradamente el pilar político de la civilización moderna.

Describí entonces ante mis ilustres oyentes, sin poder calibrar cuánto entendían de mis palabras, cómo se habían formado, organizado y desarrollado los Estados nacionales; cómo éstos adquirieron inusitados poderes sobre los habitantes de cada territorio, manteniendo el monopolio del uso legítimo de la fuerza de las armas.

Conté con qué sutiles engaños las élites gobernantes obtienen el conformismo de los ciudadanos, aun cuando les imponen abultados impuestos y complicadas leyes y regulaciones mediante las que controlan los comportamientos de todos.

Traté de dar una visión de conjunto sobre cómo operan los gobiernos combinando el control burocrático y administrativo, con la representación de los ciudadanos a través del voto que les obligan a emitir periódicamente optando entre diferentes partidos políticos.

Expliqué cómo se articulan las políticas fiscales y las políticas sociales, el garrote y la zanahoria, para mantener subordinadas a las multitudes.

Cuando di por terminada la descripción de los tres pilares – cognitivo, económico y político – de la civilización moderna, se alzaron muchas manos pidiendo la palabra para hacer preguntas.

Dante les indicó que, como ya debíamos partir, se pusieran de acuerdo para que me formularan sólo una pregunta que representara la inquietud de todos.

Se separaron en grupos de a cinco, luego se reunieron formando un único círculo, y muy pronto entendí que estaban de acuerdo pues volvieron a sus puestos. Quien tomó la palabra fue Cicerón, que dijo:

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La civilización que describes es de grandes realizaciones, de riquezas y de poderes tan desmesurados que nos cuesta imaginarlos. Pero la inquietud que todos aquí compartimos se refiere a las personas, a los seres humanos que habitan hoy la Tierra.

No alcanzamos a apreciar en esas obras gigantescas que describes, cuáles son los valores y las virtudes a que aspiran; mediante qué vías buscan llegar a ser espiritualmente grandes; qué es lo que proporciona honor y eterna gloria a los individuos.

Queremos saber qué es lo que mueve a las personas, en esa civilización moderna que nos has descrito, a buscar la plenitud, a ir más allá de lo que uno es en cada momento y circunstancia. ¿Cuál es la perfección que anhelan y buscan alcanzar?”

Cicerón tomó asiento y todos en completo silencio esperaron mi respuesta.

Vengo de una civilización grandiosa en lo material pero atrofiada en lo espiritual – expliqué. – Lo que allá importa no son los individuos, sino los grupos, las organizaciones, las empresas, las clases, las masas, las naciones.

Los individuos están al servicio de las entidades colectivas que han creado; y son éstas las que les aseguran la subsistencia, el progreso, y en el mejor de los casos, algún efímero reconocimiento colectivo.

Lo que persiguen los individuos no es la plenitud, realización y perfección personal, ni siquiera la gloria y el honor, sino el interés y la utilidad en cuanto a satisfacer sus necesidades y deseos de corto alcance.

¡Eso es terrible!” – me interrumpió Ibn Khaldún, a lo que repliqué sin pensar en el efecto que mis palabras tendrían en aquellos nobles espíritus:

Es esa carencia de sentido superior de la existencia lo que tiene a nuestro mundo en profunda y extendida crisis, y a la humanidad entera al borde del colapso.

Un murmullo de desaprobación se levantó de la audiencia, y enseguida muchos comenzaron a pronunciar discursos en voz alta, cada uno en su idioma y con su estilo, exponiendo lo que tenían en su corazón y en su mente.

Pero como ya no nos era posible entender lo que decían y la oscuridad de la noche comenzaba a enseñorearse del lugar, el Maestro me tomó del brazo y me condujo a la salida.

Sólo que antes de retirarnos fui a saludar al autor de La Araucana, la epopeya del pueblo mapuche originario de mi país. Después de saludarle y mencionarle mi procedencia, quiso saber qué había sucedido con ese pueblo araucano cuya heroica resistencia había él cantado.

 

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Sepa usted, don Alonso de Ercilla, que los araucanos son conocidos hoy con su propio nombre Mapuche, y ya no con el que le pusieron los conquistadores españoles. Ellos continúan resistiéndose al dominio del cientificismo, del capitalismo y del estatismo de la civilización moderna.

Han resistido y luchado durante los quinientos años que han transcurrido desde que usted los conoció y cantó sus costumbres y batallas. Puedo asegurarle a usted que ese pueblo mapuche, los araucanos como usted los nombró, se cuentan entre los últimos pueblos que no han sido todavía conquistados cultural, económica ni políticamente por la poderosa civilización moderna que se ha establecido en todo el mundo.

 

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Me alegra muchísimo saberlo” – me dijo don Alonso de Ercilla cuando tuve que dejarlo, casi arrastrado por mi guía que no quería faltar a la misión que le había sido encomendada.

 

Luis Razeto

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