de Luis Cernuda
Fortalecido estoy contra tu pecho
de augusta piedra fría,
bajo tus ojos crepusculares,
oh madre inmortal.
Desengañada alienta en ti mi vida,
oyendo en el pausado retiro nocturno
ligeramente resbalar las pisadas
de los días juveniles que se alejan
apacibles y graves, en la mirada,
con una misma luz, compasión y reproche;
y van tras ellos como irisado humo
los sueños creados con mi pensamiento,
los hijos del anhelo y la esperanza.
La soledad poblé de seres a mi imagen
como un dios aburrido;
los amé si eran bellos,
mi compañía les di cuando me amaron,
y ahora como ese mismo dios aislado estoy,
inerme y blanco tal una flor cortada.
Olvidándome voy en este vago cuerpo
nutrido por las hierbas leves
y las brillantes frutas de la tierra,
el pan y el vino alados,
en mi nocturno lecho a solas.
Hijo de tu leche sagrada,
el esbelto mancebo
hiende con pie inconsciente
la escarpada colina,
salvando con la mirada en ti
el laurel frágil y la espina insidiosa.
Al amante aligeras las atónitas horas
de su soledad, cuando en desierta estancia
la ventana, sobre apacible naturaleza,
bajo una luz lejana,
ante sus ojos nebulosos traza
con renovado encanto verdeante
la estampa inconsistente de su dicha perdida.
Tú nos devuelves vírgenes las horas
del pasado, fuertes bajo el hechizo
de tu mirada inmensa,
como guerrero intacto
en su fuerza desnudo tras de broquel broncíneo,
serenos vamos bajo los blancos arcos del futuro.
Ellos, los dioses, alguna vez olvidan
el tosco hilo de nuestros trabajados días,
pero tú, celeste donadora recóndita,
nunca los ojos quitas de tus hijos
los hombres, por el mal hostigados.
Viven y mueren a solas los poetas,
restituyendo en claras lágrimas
la polvorienta agua salobre
y en alta gloria resplandeciente
la esquiva ojeada del magnate henchido,
mientras sus nombres suenan
con el viento en las rocas,
entre el hosco rumor de torrentes oscuros,
allá por los espacios donde el hombre
nunca puso sus plantas.
¿Quién sino tú cuida sus vidas, les da fuerzas
para alzar la mirada entre tanta miseria,
en la hermosura perdidos ciegamente?
¿Quién sino tú, amante y madre eterna?
Escucha como avanzan las generaciones
sobre esta remota tierra misteriosa;
marchan los hombres hostigados
bajo la yerta sombra de los antepasados,
y el cuerpo fatigado se reclina
sobre la misma huella tibia
de otra carne precipitada en el olvido.
Luchamos por fijar nuestro anhelo
como si hubiera alguien, más fuerte que nosotros,
que tuviera en memoria nuestro olvido;
porque dulce será negarse
en un abrazo inmenso,
vueltos niebla con luz, agua en la tormenta;
grato ha de ser aniquilarse,
marchitas en los labios las delirantes voces.
Pero aún hay algo en mí que te reclama
conmigo hacia los parques de la muerte
para acallar el miedo ante la sombra.
¿Dónde floreces tú, como vaga corola
henchida del piadoso aroma que te alienta
en las nupcias terrenas con los hombres?
No eres hiel ni eres pena, sino amor de justicia imposible,
tú, la compasión humana de los dioses.