de Miguel Arteche
Si entras a esa casa, a medianoche,
si entras en ese mundo,
y sigiloso y en puntillas dejas
quietas las manos, con cuidado
no respiras, y si los ojos fijas
en una hoja de papel en blanco
por algunas semanas, y luego te desprendes,
aunque es difícil, de tu cuerpo,
o si lo dejas en los años que te quedan
por vivir, y nadie hay en la casa,
y nadie hay en el mundo de la casa:
verás que el cigarrillo enciende al fumador,
y el vino se bebe al embriagado,
y el libro lee a su lector,
y la chaqueta se viste de su dueño,
y el pan engulle a sus hambrientos, y el espejo
se mira en el azogue de la dama,
y de improviso se enciende una pared,
y asoma una cabeza, y la saludas,
o muy de súbito sale de tus hombros
el niño que serías, y lo besas,
o una mano en el aire arroja de improviso
abejas de oro sobre tu cabeza,
o ves llegar la madrugada
y te duermes
en otra casa, y en el sueño tratas
de buscar lo que has perdido:
ese mundo real que ya no tienes,
porque entraste en el mundo de los ojos irreales.
Salvo que entraras de nuevo en esa casa...
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