de Enrique Díez-Canedo
Desconocida voz canta el oscuro nombre
de una estación pequeña donde ha parado el tren.
Es noche densa. Vaga la silueta de un hombre
solitario, a lo lejos, por el callado andén.
¿Qué lugar y qué hora?...Yacen en la penumbra
la esfera del reloj y el nombre del lugar.
Un farol polvoriento tímidamente alumbra
la pared desconchada. Y el tren vuelve a marchar.
Árboles. Muy lejanas luces de un pueblo. El llano
se tiende inmenso, mudo, dormido en derredor.
En el cielo sin luna, son cifras de un arcano
las estrellas que vibran con nervioso temblor.
Sueño... El tren en su marcha remeda absurdamente,
constantemente, el ritmo de una canción vulgar...
Para el tren... La quietud del sopor indolente
rompe quizá el sonoro nombre de otro lugar.
El sueño se disipa... La noche ha muerto. En vivos
arreboles el cielo colorándose fue.
Sobre fértiles campos de próvidos cultivos,
paternal, soberana, la faz del sol se ve.
Un labrador que guía lentamente su arado
se yergue en la tersura del cielo matinal.
Y los surcos se tienden uno del otro al lado,
como versos que riman un canto triunfal.