de Luis Felipe Vivanco
Tú estás en ese taxi parado, sí, eres Tú
—un bulto en el crepúsculo— junto al bordillo blanco
donde se acaba el campo de enfrente o descampado.
Lo sé, aunque no te he visto (y aunque dentro del taxi
no hay nadie). Está lloviendo con fuerza. Está empezando
a oler en la ciudad a campo de muy lejos...
Y tú estás en el taxi como en una capilla
que fuera entre las hazas ermita solitaria.
(Lo sé, porque esos trigos que se iluminan, lejos...,
y ese río parado, con sus aguas crecidas
de pronto...) Llueve fuerte y estás dentro del taxi
(tal vez junto a ese chófer fatigado al volante).
Sé que dentro del taxi no hay nadie, pero huele
a lluvia de muy lejos. Suena esa luvia. Y pienso
sin ganas: ser poeta, suspender en el aire
laborioso de un día y otro día unas pocas
palabras necesarias, y quitarse de en medio.
Porque uno —su difícil vivir— ya no hace falta
si quedan las palabras. Ser poeta: orientarse,
como esa luz dudosa cruzando el descampado
y en vez de una existencia brillante, tener alma.
Por eso, algo me quito de en medio: estoy viviendo
como un taxi parado junto al bordillo blanco
(y hay un cerco de alegres sonrisas y de manos
fieles a sus celestes contactos en la sombra).
Porque Tú, el más activo —y el más ocioso— estabas
aquí, junto al farol de luz verde en la noche.
Tú, sin libros; Tú, libre con brazos, con miradas,
estabas sin testigos y medías —ocioso—
mis pasos por mi cuarto (donde caben mis años).
Y los trigos en éxtasis de Castilla la Vieja,
los ríos llameantes con sus aguas crecidas,
seguían a lo lejos relevándote (mientras
detrás de mis cristales aparece el retraso
de ese barro, esos charcos del ancho descampado,
¡yo también descampado, desterrado del campo!)