de Andrés Bello
Boscajes apacibles de la Hermita,
¡oh cuánto a vuestra sombra me recreo,
y con qué encanto celestial poseo
lo que en vano se busca y solicita
en el bullicio corruptor del mundo:
el sosiego profundo,
la deliciosa calma,
la dulce paz!... Que al alma
de sí propia contenta,
y de cuidados míseros exenta,
le hace el silencio plácida armonía,
y hasta la soledad le es compañía.
Ni enteramente solitario vivo;
que cuando, embelesado y pensativo,
en vuestro grato asilo, me paseo,
la cara imagen veo
de aquel que lo formó, de aquel que un día
de la insana inquietud del vulgo vano,
móvil veleta con que juega el viento,
a vosotros huía,
y de su propia mano
elevó este sencillo monumento
a la sola veraz filosofía.
Sí; que en este retiro
que amaste, inseparable me acompaña
tu venerada sombra, ilustre Egaña,
y en tu semblante miro,
como cuando la vida lo animaba,
de la virtud la estampa y el talento;
y escucho aquel acento,
que, mientras los oídos halagaba
abundoso vertía
provechosas lecciones de experiencia,
concordia, universal filantropía,
política sensata, gusto y ciencia.
Yo que de ellas saqué no escaso fruto
oso ofrecerte, Egaña,
este humilde tributo
de amor y admiración. Tú lo recibe,
ya que no puede ser por lo que vale,
porque de un pecho agradecido sale,
en que indeleble tu memoria vive.