de Diego Dublé Urrutia
Soñé que era muy niño, que estaba en la cocina
escuchando los cuentos de la vieja Paulina,
Nada había cambiado: el candil en el muro,
el brasero en el suelo y en un rincón obscuro
el gato dormitando. La noche estaba fría
y el tiempo tan revuelto, que la casa crujía...
Se escuchaba a lo lejos ese rumor de pena
que sollozan las olas al morir en la arena,
y a intervalos más largos esos vagos aullidos
con que piden auxilio los vapores perdidos.
Nosotros, los chiquillos, oíamos el cuento
sentados junto al fuego, y como entrara el viento
por unos vidrios rotos, su frente medio cana
la vieja se cubría con su chalón de lana.
Era un cuento muy bello:
Tres príncipes hermanos
que se fueron por mares y países lejanos
tras la bella princesa que la mano de un hada
en un lago sin fondo mantenía encantada...
El mayor, que fue al Norte, no regresó en su vida;
el otro, que era un loco, pereció en la partida;
y el menor que era un ángel, por lo adorable y bello,
llegó al fondo del lago sin perder un cabello...
Allá abajo, en el fondo, vio paisajes divinos,
castillos encantados de muros cristalinos
y en un palacio inmenso, de infinita belleza,
encerrada y llorando vió a la pobre princesa.
Se encontraron sus ojos, se adoraron al punto
y lo demás fue cosa de poquísimo asunto.
Pues al verlos tan bellos como el sol y la aurora,
el hada , que era buena, los casó sin demora.
Así acabó la historia aquella noche... El gato
se despertó gruñendo, desperezose un rato
y se durmió de nuevo. Zumbó la ventolina
en el cañón ya frío de la vieja cocina...
Se levantó un chicuelo y, sin hacer ruido,
enhollinó la cara de otro chico dormido...
Yo me quedé soñando con el príncipe amado
por la bella princesa, con el lago encantado
y también con los tristes y apartados desiertos
donde duermen los huesos de los príncipes muertos.