ESTACIÓN CUARENTA Y NUEVE
DOS CURAS CREATIVOS, AUTÓNOMOS Y SOLIDARIOS
José María Arizmendiarrieta resultó ser un hombre de hablar pausado, monótono y dicción difícil de entender, pero sus ideas eran lúcidas y potentes. La conversación que mantuvimos fue larga y profunda. Resumiré sus enseñanzas más importantes en vistas del desarrollo de una economía solidaria.
El origen de la experiencia de Mondragón es bien conocido, y sobre ello Arizmendi se limitó a recordar que, siendo coadjutor auxiliar en una localidad que sufría las consecuencias de la guerra civil y del paro, creó primero una pequeña escuela politécnica, abierta a todos los jóvenes.
Desde la Escuela organizó el grupo de cinco muchachos que junto a él formaron ULGOR, un taller de cerrajería cuya expansión y multiplicación en el tiempo daría lugar al inmenso complejo empresarial cooperativo que ha llegado a ser la Corporación Mondragón.
De aquellos comienzos Arizmendiarrieta destacó la combinación entre la formación politécnica en la Escuela, el trabajo productivo en el Taller, la formación moral y espiritual en la Parroquia, y la amistad y confianza entre los integrantes del grupo, que fue creciendo conforme a las necesidades y a los resultados que obtenían.
“Se ha dicho – enfatizó –, que el cooperativismo es un movimiento económico que emplea la acción educativa, pero también puede definirse como un movimiento educativo que utiliza la acción económica”.
“Porque saber es poder, hay que socializar el saber para democratizar el poder. Decimos muchas veces que debemos luchar contra las injusticias sociales, contra la explotación del asalariado, contra la acumulación excesiva de riquezas, etc., pero ¿hemos comprendido que la principal servidumbre, la primera y más grave esclavitud, es la pobreza intelectual?
Lo que me impactó de este hombre fue su realismo sobre la situación concreta del ser humano, al tiempo que miraba siempre sus potencialidades de superación y perfeccionamiento. Se mantenía con los pies bien asentados en la tierra, con la vista en el cielo que podemos alcanzar con esfuerzo.
“Realismo y orden – aseveró –; pero la meta está lejos y en lo alto: construir un régimen cooperativista, solidario, a escala mundial.
“La cooperativa, que debe poner su máxima atención en el hombre, no debe contemplarle idealizado, sino tal como es, con sus defectos y virtudes. Hacer cooperativismo significa contar con el hombre, atenuando sus defectos y promoviendo sus virtudes.
“La humanidad, demasiado curvada hacia la tierra, debe levantarse de nuevo y mirar hacia el cielo. El hombre se asfixia sin más horizontes que los materiales y temporales”.
Recojo algunas de sus ideas que quedaron mejor grabadas en mi memoria.
“El Cooperativismo es una experiencia. No lo vivimos como si lo aceptado y dispuesto en un momento fuera algo invariable, sino admitiéndolo como un proceso en el que pudieran y tuvieran que adoptarse cuantas modificaciones contribuyeran, dejando a salvo la nobleza y categoría de los altos fines perseguidos, a la actualización de los medios.
“La empresa cooperativa es un organismo vivo, una sociedad de personas cuyo soporte es la solidaridad, y la conciencia de esta solidaridad es la fuerza impulsora que nos lleva a trabajar bien y a producir una cosa bien hecha, es decir, útil, que cubra una necesidad, cuyo costo sea menor que su precio y que su precio sea justo y aceptado.
“Estamos obligados a tener que ser pueblo de trabajadores, pero también de mercaderes. Hay que contar con mercados para adquirir unas mercancías y para vender otras. Es decir, que el intercambio es vital en nuestra condición, y el intercambio lleva aparejada una dependencia.
“Necesitamos que nuestras cooperativas sean auténticas empresas, en competencia por el logro de los coeficientes de productividad o de eficiencia, con otras entidades de distinta estructura.
“Un cooperativismo sin aptitud estructural para atraer y asimilar los capitales al nivel de las exigencias de la productividad industrial, es una solución transitoria, una fórmula caduca.
“Pues el cooperativista, además de trabajador, es también empresario. Todos propietarios y todos empresarios: todos sin discriminaciones, a las duras y a las maduras, aportando los capitales disponibles y el trabajo preciso.
“Es necesario que estemos resueltos a ser algo más que trabajadores y consumidores; debemos llegar a ser también inversores, ya que como simples consumidores lo que en definitiva hacemos es dar a nuestros propios explotadores, con una mano, lo que tratamos de restarles con la otra.
“Porque no confiamos en emancipaciones que carezcan de base económica, y porque queremos que el cooperativismo sea una verdadera liberación del trabajador, es preciso que aceptemos la implicación y responsabilidad económica para que nuestras entidades sean fuertes sobre base propia.
“No echemos al olvido que las cooperativas y los cooperativistas seguirán triunfando, en tanto no queden a la zaga en la capacitación humana de sus miembros, y en el progreso de la capitalización, asegurando siempre un nivel adecuado para su actividad respectiva.
“Hay que tener en cuenta que para crear industrias en pueblos subdesarrollados no se puede empezar con ideas abstractas de justicia salarial, etc. Los pueblos que no tienen capital, deben aprender a gastar menos de lo que producen. Se impone la austeridad traducida en ahorro, para poder lograr un importante y armónico desarrollo.
“Las tasas de inversión con la consiguiente potenciación, son el mejor testimonio de solidaridad hacia los demás, y ya sabemos que esas tasas de inversión existen en cuanto somos capaces de sustraer al disfrute inmediato algunos recursos.
“Cuanto mayor sea la autofinanciación, mayor será la dinámica de la empresa y más ambiciosos los fines que puede cumplir.
“Somos trabajadores y empresarios, como decimos muchas veces; no menos empresarios que trabajadores, precisamente porque hemos optado por liberarnos de los condicionamientos extraños”.
Cuando terminó sus explicaciones Arizmendiarrieta me abrazó. Enseguida se despidió del Maestro, montó en su bicicleta y se elevó al cielo pedaleando.
Apenas se esfumó el espíritu vi que a lo lejos se acercaba, caminando lentamente y apoyado en un viejo bastón de madera, un anciano de cabello cano, lentes ópticos, que vestía un traje gris de paisano, con el alzacuello y el collarino blanco que reemplazaba la antigua sotana de los sacerdotes católicos.
Como avanzaba con dificultad y muy lentamente, fuimos a su encuentro, acortando de ese modo el trayecto y el tiempo.
Cuando llegamos frente, con voz suave apenas distinguible, afectada por el asma y cansancio, dijo ser el padre Ramón González.
“Estaba en mi lecho, creo que durmiendo, pero en todo caso esperando tranquilamente el llamado postrero del Señor, y sin entender cómo ni por qué, de pronto me encuentro caminando en este lugar que desconozco”.
Dante le explicó el motivo de su presencia, y cuando me presenté se quedó mirándome hasta que dijo:
“Yo te conozco. Estuviste en San Gil varias veces. Junto a Gonzalo Pérez recorrimos varios pueblos y muchas cooperativas. La última vez conversamos largamente sobre el devenir de la economía solidaria. Muy vagamente recuerdo que tratabas de convencerme de algo, pero ya no sé sobre qué pudiera ser. De todos modos, ahora no importa porque estoy retirado y solamente espero el llamado del Señor. ¿Para qué me llamaron, y en qué puedo ser útil todavía?”
Mi Maestro le pidió que nos contara su experiencia, pues yo decía que era muy importante para la creación, en América Latina, de una civilización solidaria.
Lo que sucedió fue sorprendente. El Padre Ramón caminó hacia un costado del camino y se sentó en una de tres piedras que, a la sombra de un gran sauce, parecían haber sido dispuestas para nosotros y que antes no estaban allí.
“Era un cura joven y entusiasta, con un fuerte sentido social. Recién ordenado el Obispo me mandó, junto con mi hermano Samuel, que también es cura, a una zona pobre, aislada y desamparada, compuesta por varias pequeñas ciudades y villorrios, en el Departamento de Santander en el noreste de Colombia, con el encargo de coordinar allí el Servicio de Pastoral Social de la Iglesia.
“Creo que nos mandaron allá para evitarnos la influencia de las ideas revolucionarias que por entonces predicaba el padre Camilo Torres, que se había unido a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional.
“Nos encontramos con un pueblo realmente abandonado de la mano de Dios, como se dice. La mayoría campesinos pobres, que apenas subsistían en pequeños predios donde producían sin capital y con técnicas antiguas. En los caseríos urbanos, pequeños negocios que daban apenas para la alimentación familiar. Una zona aislada, con pésimos caminos de acceso, reducidos servicios públicos. La gente deprimida y sin esperanzas de progreso.
“Recorrimos todas los campos, los asentamientos urbanos, los villorrios. Y en cada lugar buscamos a los jóvenes más despiertos, que tuvieran algún grado de liderazgo, sea en el deporte y los juegos, en las escuelas, en las comunidades religiosas, en las pandillas.
“Nos reuníamos con ellos, los motivábamos, y les encargábamos la tarea de identificar los problemas más graves, las necesidades más sentidas, las situaciones que requerían soluciones, allí donde vivían.
“Volvíamos después de dos o tres semanas en una segunda ronda. Entonces les pedíamos que contaran lo que habían encontrado, y les dejábamos una segunda tarea: imaginar la forma en que pudieran ellos mismos resolver esos problemas, superar esas situaciones, si contaran con los medios para hacerlo. Que imaginaran concretamente un pequeño proyecto que pudieran realizar.
“Así, en todas partes surgieron iniciativas, proyectos, porque los jóvenes son creativos y se entusiasmaban fácilmente. El problema era, entonces, cómo encontrar los recursos para que pudieran realizarlos, cómo financiarlos.
“Pensamos que aunque eran pobres, todos recibían algo de dinero por su trabajo y por lo que producían y vendían. El problema era que eso que ganaban, pronto lo perdían, comprando cosas que llegaban de afuera.
“Se nos ocurrió lanzar una campaña, en toda la zona, en cada localidad, con el lema: “Ni un peso que llega debe salir de aquí”. La idea era hacer que el poco dinero que entraba a San Gil y sus alrededores, circulara entre su gente. Y todo lo que quedara, ponerlo en una Caja de Ahorro Popular que creamos, con la idea de que con ese dinero se podrían financiar los proyectos que habían imaginado los muchachos.
“Lo predicamos en las parroquias, en las capillas, y lo difundían los grupos que se habían formado, y sus familias, y algunos maestros de Escuela. Así comenzaron a financiar, ellos mismos, sus iniciativas, sus pequeños proyectos, para los cuales ellos se organizaban y constituían como pequeñas Cooperativas, al comienzo informales.
“Nosotros les dábamos formación sobre el desarrollo endógeno, sobre las cooperativas, sobre el valor y la fuerza de la solidaridad, y reforzábamos su fe, sus esperanzas, su espíritu.
“Así se crearon decenas, cientos de pequeñas organizaciones, de los más variados tipos, de producción y de servicios, que surgían en función de problemas reales y de necesidades sentidas por la gente en cada lugar. Hasta los conjuntos musicales y los clubes deportivos adquirían la forma cooperativa.
“Se generó de ese modo un desarrollo endógeno, circulando el dinero entre todas las entidades, porque la idea de que debía potenciarse lo local prendió en la población.
“Se crearon dos instancias que coordinaban a todos los grupos. Una era la Caja Popular que después se convirtió en una Cooperativa de Ahorro y Crédito, que servía para gestionar los ahorros y financiar los proyectos.
“La otra instancia colectiva la llamaron ‘El Común’. Era una organización que agrupaba a todas las iniciativas y experiencias, tanto las cooperativas urbanas como las campesinas, las Juntas de Acción Comunal y todo otro modo de asociación.
“El Común programó y ejecutó obras de beneficio general. Se hicieron nuevos caminos, otros se pavimentaron, se crearon embalses y se canalizaron las aguas para su mejor aprovechamiento. Todo mediante el trabajo voluntario organizado.
Mientras el padre Ramón nos detallaba el proceso de desarrollo local descentralizado que habían animado e impulsado, yo recordaba que en los recorridos que hice por esas localidades me sorprendió que casi todas las pequeñas industrias y negocios tenían el nombre y el emblema de las cooperativas, y que en muchas partes se leían en las paredes frases como éstas: “El cemento que vendemos es de aquí”; “Vendemos lo que producimos”, “Productos nuestros”.
Me impresionó que mantuvieran las calles impecablemente limpias, las casas hermoseadas, los locales ordenados. No se veían pobres mendigando en las calles, ni borrachos ni drogadictos. Cuando íbamos de un lugar a otro en un viejo carro, dejábamos nuestras cosas y todo abierto sin temor a ser robados.
No olvidaré nunca el orgullo con que me dijo un trabajador, la primera vez que fui a la región: “Aquí en San Gil no entra la guerrilla, ni los militares, ni los supermercados, ni los bancos, ni el Estado. No los necesitamos”.
Esos recuerdos me distrajeron. Mi Maestro me tocó el hombro y volví a prestar atención al relato del padre Ramón.
“Mi hermano Samuel concibió la necesidad de crear una Universidad. No se trataba de formar los profesionales universitarios típicos, sino especialistas y técnicos que pudieran atender las necesidades de las organizaciones y de las familias de la zona, especialmente de los campesinos.
“La Iglesia tenía una propiedad y ahí comenzamos la que es ahora UNISANGIL. Como en la región no había científicos ni especialistas capaces de ofrecer las enseñanzas requeridas, invitamos a los docentes de otras universidades, a los que ofrecíamos alojamiento en los períodos en que se mantenían con nosotros. A todos les explicábamos el sentido del proyecto en que empezaban a participar, para que no se perdiera el espíritu que nos animaba”.
Me distraje nuevamente recordando que yo mismo fui uno de esos docentes que invitaron, con Gonzalo Pérez, a dar cursillos sobre la economía de solidaridad y trabajo. Creo que aquellas fueron las mejores clases que he realizado en mi vida.
Años después volví a visitarlos. San Gil y las ciudades y villorrios vecinos habían florecido económicamente. La pobreza había desaparecido. La región se había conectado con el resto del país mediante carreteras y transportes modernos. El turismo era un rubro destacado. Se habían instalado algunas sucursales bancarias y no faltaban supermercados foráneos. El Estado y el capital, atraídos por el progreso económico de la región, llegaron como las moscas ante un plato de mermelada.
En aquella ocasión encontré al padre Ramón preocupado por ciertas dinámicas que no le gustaban tanto. Me contó que UNISANGIL había tenido que adaptarse a las exigencias generales que el Estado colombiano pone a las Universidades, lo que la hacía más parecida a cualquier otra, menos adaptada a las necesidades locales.
Me explicó también que la Cooperativa de Ahorro y Crédito, convertida en Financiera COOPCENTRAL, una de las más grandes cooperativas del país, había comenzado a operar con sucursales en otros Departamentos de Colombia, actuando conforme a las normas que los organismos estatales ponen a las entidades financieras.
El problema era que ello implicaba cierta pérdida del sentido original del proyecto, y también riesgos de insolvencia al operar con clientes que no tenían la moral y el espíritu cooperativista.
“Cuando sobrevino la crisis del cooperativismo financiero en toda Colombia, a finales del siglo XX – continuó relatando el padre Ramón –, también COOPCENTRAL experimentó graves problemas financieros que podían significar la bancarrota. Para evitarlo, fue intervenida por el Gobierno, igual que muchas otras Financieras Cooperativas. Finalmente la organización logró recuperarse y con ello la autonomía de gestión.
“El problema, y el mayor dolor que experimenté entonces, fue que muchas de nuestras cooperativas perdieron parte importante de los ahorros que mantenían en la financiera, afectando la confianza en nuestro proyecto”.
Al decir esto el padre Ramón posó sus ojos algo llorosos en los míos que lo miraban con afecto. Guardamos silencio. Me pareció que hacía esfuerzos por recordar. Finalmente dijo:
“Si mi memoria algo desgastada no me engaña, fuiste tú quien, en cierta ocasión en que nos visitaste, cuando estábamos en plena crisis, me explicaste que una solución podría consistir en la creación de una moneda complementaria, por cuenta nuestra. Que ello era posible si involucrábamos en la iniciativa a todas las organizaciones. Me dejaste un grueso libro, que aún conservo, en que en cierta parte explicabas cómo podía realizarse, con solidaridad y eficiencia.
“Pero no lo hicimos. Estábamos demasiado inmersos en la crisis, dedicados cuerpo y alma a resolverla con los medios y recursos que teníamos a disposición. No tuvimos la visión y claridad suficientes para emprender lo que en aquellas circunstancias nos pareció demasiado difícil y arriesgado”.
Pareciéndome que Dante se disponía a dar por concluida la conversación, me adelanté mencionando una faceta poco conocida de la acción del padre Ramón.
– Usted participó en los diálogos por la paz que se realizaron en Colombia entre las FARC, el gobierno y la Iglesia. En cierta ocasión, en el selvático municipio de San Vicente del Caguán, usted propuso la creación de granjas autosustentables, e incluso presentó a la insurgencia una maqueta de cómo pudieran organizarse.
“Sí, eso fue en una etapa muy preliminar de los diálogos, no fructificó, y corrió todavía mucha sangre” – comentó el sacerdote con tristeza.
– En efecto – comenté –, le objetaron que su proyecto era como si el mundo fuera a empezar de nuevo al día siguiente, a lo que usted replicó, haciendo señal de abrir comillas: "No me importa. Si supiera que el mundo se acabara mañana, igual plantaría un guayabo". Alguien observó sorprendido: “¿Cita a Lutero, padre?”, y usted: “Ni idea, pero en todo caso, un bienhechor”.
“¿Cómo puedes saber todo eso, si las conversaciones eran secretas?” – inquirió el anciano sacerdote.
– Por Leonel Betancur, un amigo que tenemos en común. Estaba ahí presente, invitado por un integrante del Secretariado de las FARC.
“¡Ah! Ya lo recuerdo, un joven alto y flaco, muy observador y callado, ¿verdad?”.
Hasta ahí quedó la conversación, porque entonces el padre Ramón me miró con afecto y enseguida se despidió del Maestro y de mí con cálidos abrazos.
“Ya debo regresar – explicó –, porque me esperan y se inquietarán mucho si no me encuentran”.
Cogió su bastón y levantando la vista a lo alto se alejó caminando lentamente. De improviso lo perdimos de vista.
Luis Razeto
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