CAPITULO V. LA ECONOMÍA DE SOLIDARIDAD EN UN PROYECTO DE DEMOCRATIZACIÓN ECONÓMICA
1. Sobre el modo de entender el proyecto y la acción transformadora.
Con las últimas observaciones del capítulo anterior entramos a nuestro siguiente tema, el del proyecto de transformación en el cual las organizaciones y la economía popular de solidaridad pueden insertarse. Aunque el planteo de esta nueva cuestión es necesariamente distinto de la anterior, porque pasamos del nivel de análisis micro al macrosocial, podrá observarse que es en cierto modo el reverso de la misma problemática de la autonomía. En efecto, mientras en esa examinamos las relaciones que desde el mercado y del Estado inciden sobre las organizaciones solidarias, condicionándolas, subordinándolas o favoreciendo su autonomía, en esta nueva cuestión nos interesan esas relaciones entre las organizaciones y el mercado y el Estado con el propósito de individualizar los efectos transformadores y democratizadores que puede tener el desarrollo de esta economía popular y solidaria en la economía y en la política globales.
Y como frente a este tema nos colocamos en una perspectiva de acción que es de largo plazo, en el sentido que se trata de un proceso necesariamente prolongado en el tiempo, se hace oportuno y conveniente abrir el campo de análisis más allá de las organizaciones económicas populares y de la economía popular de solidaridad, para considerar junto a éstas también otras formas de empresas alternativas, incluidas las instituciones donantes y organizaciones no-gubernamentales de desarrollo. En efecto, todas ellas se insertan en una misma perspectiva al considerarlas desde un punto de vista macrosocial.
Antes de entrar en el contenido de la cuestión es necesario precisar algunos aspectos relativos al modo en que entendemos el proyecto de transformación y el proceso a través del cual pueda implementarse. Es necesario hacerlo porque existen muy distintas maneras de plantearse el problema, en base a diferentes concepciones ideológicas y a distintas opciones valóricas.
Independientemente de cuales sean los contenidos sustantivos de esas concepciones y opciones, podemos individualizar dos formas o maneras polarmente opuestas de enfocar el tema del proyecto y de la transformación de la sociedad.
La primera de ellas -la más difundida en la actualidad- consiste en partir del nivel macrosocial, definiendo un proyecto global de sociedad por construir: un modelo, una utopía, un ideal, o como quiera llamársele. En tal proyecto global se plasma, con mayor o menor realismo, aquello que se considera el “deber ser” de la sociedad -en lo económico, político, cultural, en las relaciones sociales, etc.- en base a las apreciaciones que se tengan sobre lo que es justo, humano, natural, necesario, etc. La fundamentación de un tal proyecto global puede ser ética, religiosa, filosófica, científica, o darse simultáneamente en varios de estos planos de conciencia. El proyecto mismo surge en todo caso de una elaboración intelectual, y tiene poco que ver inicialmente con las características particulares y concretas de los sujetos reales y actuales llamados a materializar el proyecto. Al contrario, tiende a postularse que los sujetos deben cambiar su actual modo de ser para convertirse en adecuados instrumentos o medios para la realización del proyecto. Lo que importa de ellos es más que nada su fuerza, las energías que puedan desplegar para lograr el objetivo deseado. Importa también la medida en que puedan hacer suyo y propio el proyecto, ya sea porque corresponde a sus intereses o porque se les puede persuadir de que así es. En efecto, si un sujeto no hace propio el proyecto, difícilmente podrán orientarse sus fuerzas en esa dirección. Por todo esto, las tareas principales del agente político o intelectual que tiene una tal concepción del cambio social consisten principalmente en la concientización, la organización y la movilización de los sujetos pensados como instrumentos o portadores del proyecto. Y como el proyecto de transformación es global, o sea, como implica una reordenación o reestructuración de toda la sociedad, la primera tarea consiste en conquistar posiciones de poder desde las cuales se pueda ejercer influencia sobre la sociedad en todos los aspectos. En las sociedades modernas y contemporáneas, tal centro de poder privilegiado suele ser el Estado; y si no lo es ya ahora, se le puede potenciar y desarrollar para que esté en condiciones de cumplir tales cambios globales. Por todo ello, la actividad transformadora principal tiende a desenvolverse en el plano de la política.
La otra manera -polarmente opuesta- de enfocar y definir el proyecto y la transformación de la sociedad consiste en considerar que el modo de ser de un sujeto especial, es decir, los principios y valores, modos de pensar y de actuar, relaciones y estructuras, etc., que definen la propia organización, contienen en lo pequeño el proyecto que se retiene ideal para la sociedad en su conjunto. La tarea transformadora consistiría, en consecuencia, en la difusión y expansión del propio modo de ser, a través de la multiplicación de organizaciones similares (o bien, en una versión extrema de esta manera de entender el cambio, en el crecimiento de la misma organización propia por absorción progresiva de otras personas, grupos, actividades o espacios sociales). También en este enfoque el proceso de transformación puede asumir distintos contenidos; sólo que en este caso no van a depender tanto de las distintas concepciones teóricas, filosóficas o científicas que fundamenten el proyecto, sino del tipo de organización que se considere portadora en pequeño del proyecto global; puede ser, por ejemplo, una cooperativa (y el proyecto de sociedad postulado será una especie de gran cooperativa, o una economía constituida de innumerables cooperativas confederadas), un regimiento (y la sociedad ideal postulada será una gran organización jerárquica, burocrática y militarmente organizada), una iglesia (dándose lugar a un proyecto integrista que no reconoce autonomía a los distintos niveles organizados de la vida de la vida social), o incluso un tipo de hombre, o una determinada racionalidad económica, o un partido político (que habrían de proyectarse hacia una sociedad en que tal tipo de hombre sea el prototipo general, tal racionalidad económica sea reconocida como la única natural, o tal partido político sea el modelo de la conformación del Estado al que se aspira). Según este punto de vista, las tareas o actividades transformadoras principales consisten en testimoniar el propio modo de ser, promover la multiplicación de experiencias similares a la propia, y cuidar o vigilar que en la expansión del proceso no se produzcan desviaciones o distorsiones. Expresiones de este modo de entender el proceso transformador y el proyecto de sociedad ha habido muchas en la historia: el proyecto liberal clásico, el del llamado socialismo utópico, el de ciertas concepciones islámicas y de cristiandad medieval, y muchos otros. En nuestro contexto actual, es fácilmente observable que todas las grandes corrientes ideológico-políticas tienen en su interior tendencias que se aproximan a la primera o a esta segunda manera de enfocar la acción y el proyecto de transformación. En otras palabras, estos dos enfoques han sido las dos principales estructuras de la acción social transformadora.
Ambos modos de concebir el proyecto y entender la transformación presentan serios problemas tanto a nivel teórico como en el plano de su realismo. No es difícil darse cuenta, en efecto, de que ambos modos de proceder son utópicos y conducen inevitablemente a frustraciones. En efecto, la realización del proyecto -su concreción práctica en la sociedad- no es posible, porque no es posible conformar la realidad toda entera conforme a un modelo ideal previamente elaborado por algunos, ni conforme a un modelo organizativo único realizado en pequeño por un grupo particular. Porque siempre habrá otros modos de pensar, otras fuerzas, otras organizaciones diferentes que desplegarán fuerzas de oposición, y que al ser fuerzas reales, tendrán efectos concretos que operarán en sentido distinto al del proyecto que se quisiera implantar. A lo más que se puede aspirar si se piensa la transformación con esos enfoques, es a concretizar por un período de tiempo históricamente breve algo así como una caricatura deformada del ideal buscado, y ello en base a una consistente fuerza dominadora -sea ideológica o militar- controlada por un grupo que se impone sobre los demás. La historia entera de la humanidad así lo ha demostrado y sigue probando reiteradamente. Lo curioso es que tales enfoques suelen ser considerados realistas y eficaces, porque de hecho son capaces de acumular en torno a ciertas fuerzas y energías sociales; pero esta eficacia se demuestra aparente, porque aunque las fuerzas organizadas en torno a tales proyectos alcancen importancia y sean capaces de generar acciones y hechos significativos, el proyecto mismo no se concretiza ni siquiera en parte.
Desde un punto de vista ético y teórico ambos modos de concebir el proyecto y la transformación son también discutibles, porque parten de la base que los elaboradores o los portadores prácticos del proyecto son poseedores en exclusiva de la verdad, o de los valores apropiados. Si, por el contrario, partimos de la base de que la verdad se encuentra repartida socialmente y que nadie la posee totalmente, de que todos los sujetos individuales y organizados tienen intereses y aspiraciones que deben reconocerse como legítimos (y otros que no lo son, por supuesto), de que la homegeneidad social es en definitiva un empobrecimiento, y de que la diversidad, diferenciación y pluralismo son un valor, una riqueza, el producto de la libertad creadora de los hombres, y analizamos con estos criterios aquellos dos modos de concebir el proyecto y entender la transformación, debemos concluir que no solamente son erróneos sino también escasamente legítimos; y en todo caso poco democráticos y tendencialmente autoritarios.
Cuando nos planteamos, entonces, el tema del proyecto de transformación social en que las organizaciones solidarias pueden insertarse y dar su contribución, queremos ponernos en un punto de vista nuevo y distinto, coherente con los contenidos y formas democráticas del proyecto mismo que iremos perfilando en éste y en los sucesivos capítulos.
En términos generales, cuando se piensa desde las organizaciones económicas populares y otras formas de empresas alternativas solidarias su participación en un proceso de transformación social, es preciso entender el problema en términos distintos a los modos tradicionales de “hacer política” o de actuar transformadoramente. Aquí no se trata de imponer a la sociedad toda un modelo ya presente en realidades particulares que se consideren ideales: no se trata de convertir la sociedad en una gran cooperativa, ni de realizar toda la economía socialmente necesaria mediante empresas autogestionadas y organizaciones económicas populares. Tampoco se trata de que el sujeto social constituido o constituible por estas organizaciones acumule fuerzas y poder como para imponer a la sociedad y a los demás algún proyecto (propio o ajeno) de sociedad. Se trata de un tipo de acción diferente, democrática por definición (que no puede ser autoritaria por su propia naturaleza), tal que realiza su objetivo transformador en y por el acto mismo de ser y de actuar de otro modo, por el hecho de aportar a la sociedad su especial novedad. Un modo de hacer la transformación que cumple su objetivo -lo va cumpliendo- ya en el presente, porque el objetivo es generar una tendencia, un proceso de innovación, democratización e incremento de la solidaridad. Objetivo que va logrando efectivamente, en alguna medida por sí mismo, mediante su propio crecimiento, sin suponer ni perseguir la conquista del poder; al contrario -y como precisaremos- su mismo objetivo es disolver los poderes concentrados, distribuir el poder socialmente, no por medio de alguna acción destructiva o de fuerza sino por el desarrollo de las capacidades locales de autocontrol.
Debemos examinar todo esto en términos más rigurosos y profundos. En conformidad con los planteamientos hechos, nos planteamos sin mayor abundamiento de razones en la perspectiva de una opción democrática, y específicamente en lo económico, de un proyecto de democratización de la economía y del desarrollo; pero nos es necesario efectuar un reestudio y una reformulación de los conceptos mismo de economía democrática y de desarrollo.
2. El concepto de mercado democrático.
Para comprender con rigor, superando el nivel de las simples afirmaciones valóricas e ideológicas, la importancia y las funciones que pueden asumir las OEP, el cooperativismo y la autogestión en un proceso de democratización del mercado y del Estado, es necesario y parece oportuno comenzar examinando lo que puede entenderse por “mercado democrático”, ver luego en qué puedan consistir los procesos de democratización de la economía que nos conduzcan o nos aproximen hacia aquella conformación democrática del mercado; y entonces, sobre la base de una consistente construcción teórica, centrar la atención en la economía de solidaridad, el cooperativismo y la autogestión para descubrir en ellos los elementos que permitan considerarlos parte de la democracia, y aquellas energías que puedan desplegar para construirla. Todo esto, en los límites de una exposición breve, no puede sino ser esbozado; pero las observaciones que siguen responden a una externa investigación sobre el tema (15).
En su evolución, la ciencia económica ha proporcionado diversas definiciones del mercado, todas ellas caracterizadas por la separación analítica de un ámbito particular de la realidad, que se constituye como objeto propio de su disciplina científica, distinto de otros ámbitos o niveles (lo social, lo político, lo cultural) que a su vez son objeto de disciplinas como la sociología, la ciencia política, la antropología cultural, etc. Procediendo de esta manera, los economistas han tendido a “cosificar” las relaciones económicas y el mercado mismo, lo que se ha visto reforzado por la tendencia a la matematización del conocimiento económico, con lo cual -adquiriendo la disciplina la apariencia de una ciencia exacta- han podido no prestar la suficiente atención a las críticas de quienes, desde Hegel, desde Marz, desde León XIII, han insistido en que las actividades económicas son praxis social, y las relaciones económicas relaciones entre personas y grupos sociales, que tienen consistencia subjetiva y ética.
La economía como disciplina científica nace junto con el capitalismo; siempre ha habido actividades económicas, pero no siempre ha habido una ciencia de la economía. Lo que hizo posible la formación de esta disciplina, en un contexto cultural en que predominada la concepción positivista de la ciencia como conocimiento de fenómenos dotados de regularidad y automatismo susceptibles de ser expresados en fórmulas y leyes, fue precisamente la expansión del sistema capitalista que difundió un tipo relativamente homogéneo de homo oeconomicus, cuyos comportamientos son regulares y predecibles, y que impuso al conjunto de los sujetos económicos una “racionalidad” que siendo particular fue postulada como universal. Ello permitió que la realidad económica, y el mercado y sus procesos en particular, se hiciesen inteligibles en términos de variables (oferta, demanda, precios, etc.), de sectores, de automatismos y de equilibrios. Con el término mercado la teoría económica designó la organización concreta de los intercambios de bienes y servicios entre vendedores y compradores, conforme a un determinado sistema de precios, regulados por las dos grandes fuerzas económicas de la oferta y la demanda.
La progresiva complejización de las economías modernas, las crisis, la creciente intervención del Estado en la economía, la presencia organizada de las fuerzas de trabajo, los procesos de autonomización de diferentes categorías y sujetos económicos que organizan y despliegan actividades en función de su propia valorización, etc., han llevado a la elaboración de nuevas corrientes del pensamiento económico que han reformulado el concepto de mercado, concibiéndolo ya no sólo como la organización de las relaciones de intercambio entre empresarios y consumidores sino, más ampliamente, como el mecanismo de asignación de recursos, distribución de ingresos y coordinación de las decisiones económicas. Concepto que, si bien supera algunas limitaciones del anterior, mantienen un significativo grado de cosificación de las relaciones económicas al concebir su articulación en términos de un “mecanismo” y sobre todo mantiene aún demasiado separada la esfera de lo económico de los demás aspectos sociales, culturales y políticos de la vida social y su reproducción.
Con los conceptos de mercado mencionados, no es posible dar consistencia teórica a un modelo de “mercado democrático” y a una propuesta de democratización de la economía. La problemática económica continúa centrada en el debate sobre los modos de la “asignación óptima de los recursos” y en la cuestión de la mejor o más justa “distribución de los ingresos”.
Un reconocimiento cabal de las dimensiones subjetivas implicadas en la actividad y los procesos económicos; la asunción teórica de la existencia de diferentes racionalidades económicas operantes en los procesos de producción, distribución y consumo concretos; la percepción de los nexos íntimos que hay entre las esferas económica, política y cultural, cuya distinción es más gnoseológica que real, nos llevan a una reformulación del concepto de mercado, tomando como punto de partida -y no más que eso- una idea propuesta originalmente por Gramsci: “El mercado determinado -escribió- es una determinada relación de fuerzas sociales en una determinada estructura del aparato de producción, relación garantizada (es decir, hecha permanente) por una determinada superestructura política, moral, jurídica”.
En realidad podemos entender por mercado todo el complejo sistema de interrelaciones y de relaciones de fuerza que se establece entre todos los sujetos, individuales y colectivos, públicos y privados, formales e informales, que ocupan diferentes lugares en la estructura económica, que cumplen distintas funciones y actividades, y que participan con distintos fines e intereses en un determinado circuito económico relativamente integrado, o sea, que forman parte de una cierta formación económico-política en relación a cuyos procesos de producción y distribución persiguen la satisfacción de las necesidades e intereses.
Cada uno de los sujetos que forman parte del mercado despliega en éste sus propias fuerzas, con el objeto de participar en la distribución de los bienes y servicios y en la asignación de los recursos, en la forma más amplia posible. Es un sistema de relaciones de fuerza porque los distintos sujetos que en él se interrelacionan, luchan por los recursos, bienes y servicios. En el proceso de esta lucha, los distintos sujetos pueden actuar independientemente o asociarse, establecer alianzas, buscar protecciones, actuar correctamente, engañar o hacer trampas. Los sujetos se constituyen en el proceso como fuerzas sociales que potencian sus posiciones organizándose, adquiriendo coherencia ideológica y cultural, tomando conciencia de sus propios intereses y posibilidades, actuando políticamente sobre la sociedad y el Estado para obtener más poder de presión y conducción, etc.
La institucionalidad jurídica y política, condicionada por la relación de fuerzas existentes, a su vez regula el accionar de los distintos sujetos sociales y económicos, garantizando los derechos y deberes de cada uno, estableciendo los límites y posibilidades de un accionar legítimo, favoreciendo algunos sectores sociales sobre otros, subsidiando y protegiendo, etc. En tal sentido, ella es también parte integrante -relevante- del mercado. Todos los fenómenos y tendencias que manifiesta la economía han de entenderse como resultado de esta compleja interacción conflictual; el sistema de precios, por ejemplo, refleja la correlación de fuerzas dadas y no sólo las variaciones en la oferta y la demanda; la inflación es un proceso redistributivo de la riqueza social que expresa un movimiento o un cambio en la correlación de las fuerzas sociales. Y así en adelante.
Así entendido, todo sistema económico constituye un mercado, que puede estar organizado en distintas formas: con mayor o menor control e intromisión del Estado, con mayor o menor libertad de iniciativa individual, con mayor o menor igualdad social, con procedimientos más o menos racionales de distribución de los bienes, servicios y recursos, con distintos grados de concentración oligárquica o de participación democrática, con distinto grado de autonomía de los diversos actores económicos, sociales, políticos y culturales.
Con este concepto de mercado, la elaboración teórica de un modelo de mercado democrático, y el diseño de un proyecto o estrategia de democratización del mercado, se hacen posibles, abriéndose un nuevo espacio de análisis y reflexión económico-política en el que los temas de la óptima asignación de los recursos y de la justa distribución de la riqueza quedan integrados en una perspectiva más amplia.
En una primera aproximación, podemos considerar democrático aquel mercado determinado en el que el poder se encuentre altamente distribuido entre todos los sujetos de actividad económica, repartido entre una infinidad de actores sociales, desconcentrado y descentralizado. En contraposición a éste encontramos el mercado oligárquico, en el que predominan oligopolios y monopolios, en el que el poder y la riqueza se encuentran altamente concentrados mientras de ellos son excluidos o marginados amplios sectores de la población. Se trata de dos extremas y opuestas correlaciones de fuerzas sociales.
3. Las condiciones de existencia de un mercado democrático, y la esencia de un proceso de democratización de la economía.
La diseminación democrática del poder implica que operen eficientemente en la actividad económica ciertas condiciones generales básicas. Es necesario, por de pronto, la existencia de una real libertad de iniciativa económica, tanto de los individuos como de las comunidades y grupos organizados.
Queda planteado con esto un problema, pues siendo evidente que la distribución social del poder económico y político requiere la libertad de iniciativa, una cierta forma de concebir y organizar la libertad individual en el capitalismo ha conducido precisamente a la concentración del poder y a la marginalización. El problema no se resuelve con declaraciones de principio o definiciones sobre el contenido de la libertad, sino que ha de ser enfrentado mediante una concreta traducción de los principios en el plano organizativo de la vida social. A ello nos referiremos más adelante; por el momento, en el plano general de esta primera aproximación, el problema puede quedar mejor acotado mediante la consideración de otras condiciones igualmente necesarias.
En efecto, condición de una estructura democrática de las relaciones de fuerza es también la existencia de efectivas posibilidades de participación, a distintos niveles de la toma de decisiones, por parte de todos los sujetos involucrados en las actividades y que resultan afectados por las decisiones en cuestión.
Una tercera condición del funcionamiento de un mercado democrático puede ser planteada en estos términos: no hay efectiva diseminación y descentralización del poder sino cuando “el poder” no es un elemento principal de la vida social, y cuando buscar su ejercicio no constituye una motivación central de la voluntad, sea individual o colectiva. Tal situación puede darse sólo allí donde exista un grado importante de integración social y de solidaridad, esto es, en una sociedad donde los elementos de unión predominan sobre los factores de conflictualidad.
Una última condición, no menos importante que las anteriores, es la estructuración democrática del Estado; en efecto, dada la enorme fuerza que tiene el poder político central del Estado, es evidente que no puede darse una relación de fuerzas equilibrada a nivel económico-social cuando un grupo particular mantenga el control exclusivo o hegemónico del Estado, o cuando éste ejerza autoritariamente sus funciones propias. No puede haber democracia en lo económico sin democracia política, siendo igualmente necesario que el poder público se encuentre descentralizado, que la sociedad civil ejerza controles efectivos sobre la sociedad política, que ésta se encuentre organizada en base a normas impersonales. Todo ello implica también que el poder del Estado sea limitado, que el Estado sea lo más reducido posible, pues mientras mayor sea éste más grandes serán también las posibilidades de que restrinja las libertades, que se dificulte la participación, que la lucha por el poder se exacerbe, que exista un espacio en el que se verifique la concentración del poder. Este punto podrá esclarecerse ulteriormente a la luz de los análisis que haremos en el capítulo VII.
Entre las diversas elaboraciones teóricas de modelos económicos, aquella que parece aproximarse más a nuestra definición de mercado democrático es la de un mercado de competencia perfecta. Con la expresión “competencia perfecta” los economistas suele designar una hipotética situación de mercado en la que los diferentes actores económicos enfrentan precios dados y no están en condiciones de influir sobre la oferta y la demanda globales. Ellos no tienen poder sobre las condiciones existentes en el mercado, siendo su acción económica insignificantemente pequeña en relación al funcionamiento conjunto de la economía.
Ha sido insistentemente observado que una tal situación de competencia perfecta no existe ni ha existido nunca en la práctica, de manera que dicho modelo conceptual no sirve para comprender ni guiar los procesos económicos concretos. Sin embargo, ello no invalida completamente el concepto en la medida que se lo entienda como un modelo hipotético que sirva para evaluar el grado de competitividad o de “perfección” de un mercado determinado. En tal sentido, en la realidad encontramos grados más o menos declarados de competencia “imperfecta”.
Es una opinión muy difundida que en los comienzos del capitalismo la competencia era muy amplia, y que como consecuencia de la lógica concentradora del capital ella ha sido progresivamente sustituida por una economía monopolista. La historia económica es, sin embargo, distinta y más compleja; el mercado capitalista ha pasado por distintas fases, no siendo la primera la de mayor competencia ni la última la de más alta imperfección del mercado. En todo caso, el desarrollo del capital financiero, de grupos económicos altamente concentrados, la creciente intervención del Estado en la economía, y otros fenómenos anexos, han conducido a una situación de mercado oligopólico; debe reconocerse, sin embargo, que la presencia de monopolios y oligopolios que concentran proporciones crecientes de poder en el mercado no elimina de la escena económica las pequeñas y medianas unidades competitivas.
Pero lo que nos interesa destacar apunta más bien en la dirección de identificar las relaciones existentes entre el grado de concentración y las formas de marcado. El proceso de concentración acrecienta el poder de mercado de las mayores empresas, sean éstas monopólicas o no, de manera que un mercado más concentrado es un mercado más oligárquico; por el contrario, un mercado que se aproxime a la situación de competencia perfecta es un mercado en que el poder se halla más difundido, siendo, en consecuencia, un marcado más democrático.
Es necesario detenernos en esta última afirmación. Hemos dicho que en teoría económica se concibe la competencia perfecta para designar aquella situación en que los actores económicos enfrentan precios dados y no tienen influencia ni poder sobre el mercado. Pero esta definición, en realidad carece de verdadero sentido teórico; porque el mercado es, esencialmente y siempre, relación de fuerzas, correlación de poder. Los precios no son nunca “dados” sino el resultado de decisiones de los agentes económicos, y cada uno de estos tiene siempre un cierto poder de determinarlos. En un mercado concentrado las influencias de los monopolios y oligopolios sobre los precios se hace evidente, pues concentran un poder muy grande. En un mercado altamente competitivo los precios son el resultado de múltiples decisiones en sentidos diversos que dan una resultante general. Como el sistema de precios resulta de la composición de todas las fuerzas, pareciera que él no corresponde a la voluntad de ninguno; pero la decisión de cada uno tiene siempre un efecto que es mayor que cero.
De este modo, el concepto de competencia perfecta debe ser corregido o reformulado en base al nuevo concepto de mercado, en términos que resultan corresponder con la definición hecha del mercado democrático.
La corrección y reformulación que se requiere es profunda, a la vez sustancial y formal. Si analizamos en profundidad las implicaciones teóricas que tienen las mencionadas condiciones generales básicas de la diseminación democrática del poder en la economía, descubrimos que el marco conceptual primario en que se basaron los economistas que formularon la competencia perfecta salta en pedazos. En efecto, la idea central según la cual todos los flujos económicos proceden conforme a relaciones de intercambio, tales que determinan un sistema de precios relativos, o equivalencia de valor, debe ser sustituida por otra idea más amplia según la cual tales relaciones de intercambio constituyen sólo uno entre varios tipos de relaciones a través de los cuales los bienes, productos y factores económicos se distribuyen y circulan en el mercado. Se hace necesario reconocer otras racionalidades y otros modos de comportamiento económico, que no necesariamente implican competencia, lucha y conflicto entre los sujetos, sino integración, cooperación, comunidad y solidaridad. La teoría económica entera debe ser, pues, reformulada, para acoger realidades tan importantes como éstas.
En cualquier caso, la teoría sobre el modo de funcionamiento del mercado de competencia perfecta conserva una cierta utilidad para nuestro propósito de comprender las condiciones, y el modo de ser, del mercado democrático.
En particular, esta reformulación del concepto de competencia perfecta no invalida la afirmación teórica que han hecho los economistas en el sentido de que el libre juego del mercado en condiciones de competencia perfecta -el mercado democrático, diríamos nosotros ahora- conduce a la asignación óptima de los recursos y a la equitativa distribución del ingreso. Dicha afirmación no ha sido convincentemente refutada por los críticos de la economía de mercado. Lo que éstos han hecho ha sido demostrar que la competencia perfecta no ha existido nunca en la práctica en forma plena, y que por tanto aquella teoría no es aplicable a la realidad, que ella no sirve para justificar el capitalismo. Se ha visto también que la forma capitalista de la competencia conduce a la concentración del capital, y que en consecuencia destruye en la práctica los mismos supuestos en que se funda la teoría. Lo que esto demuestra es que hay una incompatibilidad entre predominio capitalista y mercado democrático. Pero el modelo teórico de la competencia perfecta, si se aceptan los supuestos, mantiene su coherencia y podemos recuperarlo para una elaboración teórica superior que le asigne un rol instrumental.
El problema es, pues, construir en la práctica los supuestos de la teoría. Tal construcción práctica de los supuestos teóricos sería, de hecho, el contenido esencial de un proceso de democratización del mercado.
Una primera condición de la competencia perfecta es la atomización del mercado, en el sentido que los distintos factores económicos (capital, tecnologías, trabajo, trabajo, consumo, etc.) no se encuentren monopolizados o concentrados en un reducido número de sujetos económicos, sino distribuidos en una grande y creciente cantidad de operadores independientes que, precisamente por eso, compiten entre sí con igualdad de oportunidades, tendiendo cada uno a maximizar su beneficio pero no pudiendo ninguno de ellos obtener beneficios extraordinarios a costa de los demás.
Una segunda condición es el libre acceso al mercado de nuevas unidades económicas, que entren en concurrencia con las ya existentes.
Tercera condición es la plena ocupación y movilidad de los factores productivos.
La cuarta condición de la competencia perfecta es la transparencia del mercado y la óptima información respecto de las alternativas presentes ante cada operación y actividad económica.
Si observamos y reflexionamos en profundidad sobre el contenido de estas cuatro principales condiciones que los economistas teóricos han identificado como condiciones del funcionamiento de un mercado de competencia perfecta, descubriremos que ellas no son distintas sino convergentes e incluso coincidentes con aquellas otras cuatro condiciones que expusimos anteriormente como condiciones generales de la diseminación del poder que define al mercado democrático, a saber, la existencia de una real libertad de iniciativa económica tanto de los individuos como de las comunidades y grupos organizados, la efectiva participación en la toma de decisiones por parte de todos los sujetos involucrados en las actividades económicas, la existencia de un importante grado de integración social y de solidaridad, y la estructuración democrática del Estado.
La demostración de que estas condiciones democráticas son necesarias para que se concreticen los supuestos de la “competencia perfecta” exige consideraciones y análisis que no caben en esta exposición; pero la sola demostración de que por ambas vías se puede igualmente acceder a la democratización del mercado nos pone en condiciones de comprender cuáles han sido y son los obstáculos, las causas que han impedido la existencia de economías democráticas, cuáles serían los modos de avanzar concreta y aceleradamente hacia tal democratización, y qué roles puede cumplir en ello el cooperativismo y la autogestión.
4. La economía solidaria, cooperativa y autogestionaria en la democratización del mercado.
En Empresas de trabajadores y economía de mercado desarrollamos ampliamente la teoría -demostrándola histórica y racionalmente- de que la concentración y monopolización de la economía, las trabas al acceso de nuevas unidades económicas al mercado, el desempleo de factores y las restricciones a su movilidad, así como la oscuridad del mercado y el manejo restrictivo de las informaciones, son consecuencia directa de la estructuración capitalista de la economía (definida por el hecho de que en ella el capital se presenta como el factor económico organizador de la mayor parte de las actividades económicas, subordinando a su lógica y funcionalizando a su propio crecimiento y valorización a todos los demás factores económicos), y consecuencia indirecta de los mecanismos a través de los cuales los factores subordinados -concretamente personalizados en categorías sociales determinadas- han reaccionado a dicho predominio en formas que, sin embargo, no logran superar su subordinación.
En el mismo libro, demostramos que el cooperativismo y el desarrollo de actividades económicas autogestionadas, constituyen en su esencia misma procesos y formas organizativas a través de los cuales un conjunto de factores económicos distintos del capital, tales como el trabajo, el consumo, el ahorro, la tecnología y la administración, experimentan un proceso de autonomización respecto del capital, y se constituyen como categorías económicas organizadoras de actividades y unidades económicas de distinto tipo, que liberan y desarrollan nuevas energías sociales, y que junto con incidir en el mercado introduciendo en él racionalidades económicas distintas a la capitalista, van configurando a través de su progresiva expansión una nueva relación de fuerzas, un potenciamiento de las categorías y personas hoy subordinadas, que están a la base de estos respectivos factores económicos. El cooperativismo es, pues, un fenómeno organizativo que apunta a superar las raíces mismas de la estructuración oligárquica del mercado.
A través de su acción concreta, además, él va construyendo las condiciones necesarias para el funcionamiento del mercado democrático y de la “competencia perfecta”, tal como la hemos redefinido.
El desarrollo de unidades económicas autogestionadas y cooperativas organizadas por las categorías hoy subordinadas del trabajo, el consumo, la tecnología, etc., tiene, desde el punto de vista de la desconcentración económica, un doble efecto: al autonomizar las categorías subordinadas reduce los márgenes de ganancia extraordinaria que el capital obtiene precisamente por dicha subordinación, contrarrestando el proceso de acumulación y concentración capitalista; al mismo tiempo, creando nuevas posibilidades de desarrollo de las categorías que se organizan cooperativamente, conduce progresivamente a una desconcentración de ellas mimas, haciendo innecesaria su organización defensiva subordinada.
La presencia de un amplio sector de empresas organizadas por la fuerza de trabajo, la creación tecnológica, el ahorro y el crédito, etc., tornaría efectivamente más fácil y libre el acceso al mercado: estas categorías económicas no sólo podrán acceder al mercado vendiéndose o siendo contratadas por el capital, sino también organizándose a sí mismas y convocando a los demás factores necesarios para la constitución de nuevas unidades económicas. Las empresas capitalistas deberán competir con ellas no sólo en el mercado de los productos sino también, y especialmente, en el mercado de factores, los cuales, al tener otras alternativas de ocupación autónoma, se verán globalmente valorizados e incrementarán su poder de negociación.
La desocupación de factores económicos y productivos será también fuertemente reducida si tales factores desarrollan sus capacidades autónomas de organizar actividades económicas. La fuerza de trabajo podrá ser contratada por el capital y también podrá organizar ella misma actividades económicas de riesgo; las capacidades de consumo podrán encontrar satisfacción en los productos que ofrece el mercado, y también demandar asociativamente bienes y servicios de características y precios particulares; las innovaciones técnicas podrán ser ofrecidas para su utilización en empresas organizadas por otros factores, y también ser la base para la formación de unidades productivas nuevas. Resultará de este modo ampliada no sólo la ocupación de factores y recursos sino también su movilidad, en presencia de alternativas múltiples.
El perfeccionamiento de la información y la transparencia del mercado tienen como requisito la desconcentración económica, la reducción del predominio del capital y la autonomización de las categorías económicas actualmente subordinadas. En este sentido, el desarrollo de un sector cooperativo amplio tiene efectos relevantes. Organizaciones autónomas de consumidores perfeccionarán la información de éstos respecto de los bienes y servicios ofertados; unidades productivas organizadas por trabajadores ampliarán el conocimiento de sus integrantes respecto a las condiciones generales y al modo de funcionamiento de la economía, conocimiento que será naturalmente trasmitido progresivamente la fuerza de trabajo en general; la existencia de posibilidades nuevas de actividad económica en base a la creación e innovación tecnológica ampliará la información respecto de las tecnologías y métodos de producción y organización.
En síntesis, la construcción práctica de las condiciones de la competencia perfecta, redefinidas como condiciones del funcionamiento de un mercado democrático, implican el desarrollo de un proceso multifacético, con dos líneas principales de acción entrelazadas. Una acción tendiente a superar la subordinación de los factores y categorías económicas distintas del capital, mediante el desarrollo de organizaciones y actividades alternativas y autónomas, y a una acción tendiente a reducir el poder del capital a través de un proceso anti-oligopólico y desconcentrador. Reducción del poder económico del capital e incremento del poder y de la autonomía de los demás factores actualmente subordinados configuran un proceso de creación de una nueva relación de fuerzas sociales, un proceso de redistribución y descentralización radical del poder, un proceso de democratización del mercado.
En Economía Solidaria y mercado democrático, Libro segundo, desarrollamos y ampliamos este análisis de las potencialidades democratizadoras del mercado que presentan la economía de solidaridad, el cooperativismo y la autogestión. Dicho desarrollo teórico se basó en la comprensión más profunda del concepto del mercado democrático y de sus condiciones de funcionamiento, según la cual el mercado es democrático no sólo en cuanto el poder se encuentre en él distribuido y repartido entre todos los sujetos económicos, sino también en cuanto a las formas en que los sujetos ejercen sus fuerzas o poderes, el modo en que se estructure la correlación social, y en general toda la estructura de relaciones que conforman el mercado, sean integradoras, participativas, pacíficas.
Evidentemente no se trata de dos conceptos distintos, ni de elementos separados en la realidad del mercado, pues las formas y los modos en que se establezcan las relaciones son consecuencia muy directa de los contenidos y grado de concentración de los poderes que tengan los distintos sujetos que las establecen. Así, una correlación de fuerzas pluralista, desconcentrada y descentralizada se manifiesta en una estructura relacional integradora. Pero ambos aspectos pueden ser analíticamente distinguidos, y su consideración sucesiva permite ampliar y profundizar el análisis, exactamente del mismo modo como nuestro análisis de las condiciones básicas del funcionamiento de un mercado democrático implica una ampliación y profundización del análisis clásico de los supuestos del mercado de competencia perfecta.
A esta altura del análisis no es necesario argumentar demasiado para mostrar que la expansión y desarrollo de un sector de unidades económicas solidarias, cooperativas y autogestionarías favorece directamente la expansión de relaciones integradoras, participativas y pacíficas; o dicho en otras palabras, que tal economía impulsa la relación práctica de cada una de las condiciones del mercado democrático, tal como las reformulamos.
La libertad de iniciativa económica es una característica relevante de la racionalidad específica de la economía solidaria y autogestionaría; ella tiene, en este sentido, una cualidad adicional a la que manifiesta la economía privada fundada en puras relaciones de intercambio, cual es la de ser permanentemente liberadora de las potencialidades de acción autónoma de los sujetos individuales y colectivos. La economía de intercambios requiere libertad de iniciativa económica, pero ésta no se hace extensiva a todos porque excluye del mercado a quienes carecen de bienes o recursos excedentes disponibles para el cambio, y porque tiende a subordinar a quienes son desplazados en la competencia por disponer de menores capacidades empresariales. Por el contrario, la economía solidaria y cooperativa opera directamente en el sentido de incorporar a los excluidos, marginados y subordinados, no en términos pasivos sino activos, promoviendo sistemáticamente el desarrollo de los sujetos.
La participación en las decisiones de todos los sujetos involucrados en las actividades es también un rasgo sobresaliente de la economía solidaria, constituyendo incluso uno de los principios distintivos por el que puede ser reconocida; el criterio de la autogestión se muestra como expresión eminente de la búsqueda de participación. Del mismo modo, la búsqueda y realización práctica de la integración social y de las relaciones democráticas, son rasgos esenciales que se manifiestan -como vimos- a nivel de la racionalidad especial y de la lógica operacional particular de las actividades y organizaciones de este sector económico.
En síntesis, el desarrollo de un amplio sector de economía de solidaridad, cooperativo y autogestionario, tiene un impacto democratizador del mercado y de la economía, en dos sentidos complementarios: por un lado, construyendo los supuestos de la diseminación del poder, actuando concretamente un proceso de desconcentración y descentralización de la economía, y por otro, creando las condiciones que favorecen relaciones sociales integradoras, incidiendo en la conformación democrática de los sujetos que la conforman, en sus modos de pensar, de sentir, de relacionarse y de actuar. En otras palabras el desarrollo de estas organizaciones económicas alternativas opera en sentido democratizador del mercado, creando una nueva correlación de fuerzas sociales y cambiando la estructura de dicha correlación. Ambos aspectos se refuerzan recíprocamente.
Todo ello está en perfecta concordancia con un modo democrático de entender el proyecto y la acción para el cambio, con aquella nueva estructura de la acción transformadora de que hablamos anteriormente, y que seguiremos profundizando en los siguientes capítulos.
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(15) Una primera elaboración de este enfoque teórico y de estos conceptos los expusimos en Empresa de trabajadores y economía de mercado, cit., capítulos 15 a 20; una ampliación y parcial reelaboración de los mismos puede verse en Economía de solidaridad y mercado democrático, cit., capítulo III.
Luis Razeto
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