Capítulo 6. EL CAMINO DE LA ACCIÓN TRANSFORMADORA Y DE LOS CAMBIOS SOCIALES

Capítulo 6.

EL CAMINO DE LA ACCIÓN TRANSFORMADORA Y DE LOS CAMBIOS SOCIALES

 

     Los motivos de la acción transformadora.

     Un quinto camino que lleva hacia la economía solidaria parte de aquella "conciencia social" que se expresa en la acción o la lucha por el cambio de las estructuras sociales.

     Gran parte de la inteligencia humana se ha ocupado en elaborar proyectos de "nueva sociedad" y en identificar las vías y estrategias para realizarlos. Gran parte de las organizaciones sociales y políticas se plantean efectuar transformaciones en la sociedad o construir nuevas relaciones sociales, para lo cual despliegan -con diversa orientación y perspectiva ideológica- una infinidad de acciones y de luchas que involucran a numerosos grupos de personas.

    El pensamiento y la acción transformadora ha estado presente a lo largo de la historia, y puede afirmarse que en toda época y en toda sociedad han existido grupos y movimientos que no están conformes con el estado de cosas vigente y aspiran a una sociedad mejor, más justa, libre, igualitaria y fraterna. Existe en cualquier sociedad humana una energía transformadora que genera tensiones, búsquedas, acciones y conflictos que dinamizan la sociedad, impiden la autocomplacencia del orden establecido y orientan la experiencia humana por nuevos derroteros. Es importante comprender el origen de esta energía y las formas en que se manifiesta.

     En términos generales la energía social transformadora se origina a partir de dos elementos que, al encontrarse y fundirse, la convierten en movimiento y acción social. Por un lado se origina en quienes, en el orden social existente se encuentran en situación desmedrada, carecen de acceso a las fuentes del poder y la riqueza y se sienten excluidos, marginados o subordinados. El orden establecido no los favorece, dificulta su crecimiento y progreso, les da muy poco espacio y reconocimiento, los mantiene en la pobreza. No pueden estar conformes porque aspiran a más. Emerge en ellos una energía contenida, de protesta e incluso rebeldía, que brota del sentimiento, el interés y la toma de conciencia respecto a las causas sociales o estructurales de su situación desmedrada.

     Otra energía transformadora se origina desde personas y grupos que no experimentan en carne propia la marginación o injusticia sino que se encuentran motivados por ideas y valores de orden superior; ideas y valores que no ven realizados en el orden social establecido y que quisieran ver impregnados en las relaciones humanas y sociales. Confrontando la realidad tal como es con las ideas y valores que les indican como debiera ser, descubren un desfase que les genera un sentimiento de insatisfacción a partir del cual formulan la conveniencia y posibilidad de cambiar las cosas, para que los hombres puedan realizarse mejor y perfeccionar su calidad de vida. Es una búsqueda que puede ser calificada como idealista, pero no por eso necesariamente utópica o irrealizable.

     Así, la energía transformadora presiona al cambio y transformación social desde abajo, o sea desde la experiencia de quienes no viven el nivel y calidad de vida permitido para algunos por el orden vigente, y desde arriba, o sea desde la aspiración a formas y condiciones de vida superiores a las que la sociedad haya alcanzado.

     Ambas energías tienden a encontrarse y se potencian mutuamente. Se acercan espontáneamente porque se necesitan para el logro de sus propósitos. Los sectores afectados negativamente por el orden social existente encuentran en los que buscan el cambio por motivaciones idealistas aquellas ideas y proyectos que otorgan coherencia y racionalidad a sus aspiraciones y luchas; éstos, a su vez, encuentran en aquellos las bases y fuerzas sociales que proporcionan concreción, arraigo y fuerza social a sus proyectos transformadores.

     En la época moderna las principales energías transformadoras han estado orientadas a cambiar el "sistema económico" imperante definido como capitalista, del cual se critica la estructura de valores que exige y difunde entre las personas y por toda la sociedad (utilitarismo, individualismo, consumismo, etc.), y también los efectos desintegradores que tiene en la organización social (división de clases sociales, distribución regresiva de la riqueza, explotación del trabajo, etc.) derivados de la concentración de la propiedad y de la subordinación del trabajo al capital.

     Paradójico resulta, sin embargo, que buscando una transformación básicamente económica, la acción y organización tendiente a efectuarla se haya canalizado predominantemente en el plano político. Dos razones explican la paradoja.

     Una, que el proyecto de organización económica con el que se ha querido sustituir el capitalismo se ha basado en la idea de que el Estado -institución política por excelencia- amplíe sus funciones y roles económicos, pretendiéndose que sea él quien sustituya al capital privado como sujeto de la propiedad de los medios de producción y como organizador, gestor y regulador de las principales decisiones y actividades económicas.

     La otra razón está en que se ha pretendido un cambio estructural o sistémico, que afecte globalmente la organización económica, lo cual pareciera ser posible de alcanzar sólo a través de la acción de un sujeto social poderoso, macrosocial, que al menos teóricamente pueda ser controlado por los impulsores del cambio. En las sociedades modernas, la única realidad que cumpliría estas condiciones sería el Estado, entidad en torno a la cual se articula y concentra prácticamente toda la vida política.

     Por cierto, no ha sido esa la única orientación de la energía transformadora en la época moderna, pero ha de reconocérsela como la principal: aquella que ha logrado concitar la más alta proporción de energías, organizaciones, iniciativas y actividades tendientes al cambio y transformación social. Ha sido también la única que ha podido mostrar efectos tangibles y patentes en el plano de la organización de la sociedad como un todo. Otras orientaciones, que se han centrado en las actividades culturales y que han planteado el cambio social a partir de un cambio personal, o que se han desarrollado en el terreno específicamente económico como formas de organización de empresas y organizaciones que no operan con la lógica capitalista (por ejemplo, el cooperativismo y la autogestión), han concitado proporciones menores de la energía social transformadora y evidenciado logros de menor envergadura y que aparecen como precarios, inestables y reversibles.

     El reciente fracaso y derrumbe de los Estados socialistas afecta en su raíz el proyecto de transformación centrado en el Estado, y las energías sociales transformadoras que se habían canalizado en esa dirección se encuentran en una situación objetiva de carencia de proyecto. A partir de esta nueva situación se abre la cuestión de cual pueda ser ahora el proyecto de sociedad que oriente las energías y acciones transformadoras y, aún más en la base del problema, la reflexión sobre el modo de concebir y realizar el cambio social.

     Son dos aspectos del problema que debemos distinguir analíticamente. Una cuestión se refiere a los contenidos del proyecto: los valores, relaciones, comportamientos y estructuras que se quiera promover e implementar. Otra es la cuestión del modo de concebir y estructurar la acción y el proceso de transformación.

    La reflexión sobre el proyecto, sobre los modos que pueden asumir los procesos de cambio, sobre las estructuras de la acción transformadora y sobre las alternativas de organización que la promuevan, es hoy de gran importancia por dos motivos. El primero, porque el cambio social sigue siendo necesario, tal vez incluso aún más que antes, en razón de la magnitud de la pobreza, de la exacerbación de las desigualdades sociales, de la tremenda escisión que se está produciendo entre las sociedades y al interior de ellas entre quienes están a la vanguardia de los procesos dinámicos y quienes quedan marginados o excluidos, de la difusión de comportamientos individualistas, consumistas y materialistas que restringen y unilateralizan el desarrollo humano. El segundo, porque las energías transformadoras que esas realidades y razones mantienen y generan en grandes cantidades, pueden estar disminuidas en cuanto a sus manifestaciones prácticas, pero están latentes. Ellas no encuentran actualmente los cauces adecuados, convincentes, que las orienten y canalicen de manera constructiva y eficiente, y su frustración puede dar lugar a comportamientos anómicos que no podrían sino tener consecuencias negativas para la sociedad.

     Es en la búsqueda de un nuevo y superior encausamiento de estas energías transformadoras que la economía de solidaridad ofrece alternativas y esperanzas. Los ofrece tanto respecto a los contenidos que el proceso de transformación puede impulsar como también respecto a los modos de la acción y organización transformadora. Comencemos el análisis con este segundo aspecto.

     Un modo inadecuado de entender el proyecto y el proceso de transformación social.

     En la época moderna los más importantes proyectos transformadores han partido de la idea que el cambio ha de ser global, esto es, que ha de sustituirse el orden social vigente -concebido como un "sistema"- por otro distinto: un nuevo tipo de sociedad; en consecuencia, lo que se afirma como proyecto es un determinado "modelo" de sociedad por construir. En tal proyecto global se plasma con mayor o menor realismo aquello que se considera un "deber ser" de la sociedad: en lo económico, político, cultural, en las relaciones sociales, en las formas de propiedad, etc.

     En algunos casos la formulación del proyecto de sociedad por construir se funda en una concepción ética, filosófica o doctrinaria: se basa en apreciaciones sobre lo que es justo, humano, natural, necesario, racional, etc. El proyecto mismo surge entonces de una elaboración intelectual y tiene poco que ver inicialmente con las características particulares y concretas de los sujetos reales y actuales llamados a materializar el proyecto. Al contrario, tiende a postularse que los agentes del cambio -personas, grupos o clases sociales, organizaciones, etc.-han sido conformados en el marco del "sistema" establecido, de tal manera que están marcados por las características y relaciones requeridas por el funcionamiento de éste. Pero se piensa que tales sujetos pueden llegar a convertirse en adecuados instrumentos o medios para la realización del proyecto en la medida que tomen conciencia de su situación y condicionamiento y decidan actuar contra las estructuras vigentes. Lo que importa de ellos es más que nada su fuerza, las energías que puedan desplegar para lograr el objetivo deseado. Importa también la medida en que puedan "hacer suyo" el proyecto, ya sea porque corresponda a sus intereses o porque pueda persuadírseles de que es así. En efecto, si un sujeto no hace propio el proyecto difícilmente podrán orientarse sus fuerzas en esa dirección. Por todo esto, las tareas que tiene el agente organizador o intelectual que procede con tal concepción del cambio social consisten principalmente en la concientización, la organización y la movilización de los sujetos considerados instrumentos o portadores del proyecto.

     En otros casos, para determinar el modelo global de sociedad por construir se parte de alguna experiencia u organización particular en la que se piensa está contenido en pequeño el proyecto que se retiene ideal para la sociedad en su conjunto. Puede tratarse de un tipo de empresa, de partido político, de iglesia, de asociación, e incluso un tipo de hombre. Se supone que los principios y valores, los modos de pensar y de actuar, las relaciones y estructuras, etc. que definen la propia organización, son aquellos modos ideales que habría que establecer en toda la sociedad. La tarea transformadora consistiría, en consecuencia, en la difusión y expansión del propio modo de ser, de los propios valores, comportamientos y formas organizativas, a través de la multiplicación de organizaciones similares (o bien, en una versión extrema de esta manera de entender el cambio, por el crecimiento de la misma organización propia por absorción progresiva de otras personas, grupos, actividades o espacios sociales).

     Pues bien, sea que se parta de una cierta concepción ética y doctrinaria o de una experiencia organizativa particular, como el proyecto de transformación es global, como implica una reordenación o reestructuración de toda la sociedad (lo que se considera un "cambio de sistema"), surge la necesidad de conquistar posiciones de poder desde las cuales se pueda ejercer influencia sobre la sociedad en todos sus aspectos. En las sociedades modernas y contemporáneas tal centro de poder privilegiado es el Estado; y si no tuviera actualmente el suficiente poder, se postula potenciarlo y hacerlo crecer para que esté en condiciones de realizar los buscados cambios globales. Es por esto que, cuando se piensa en un "modelo de sociedad", la actividad transformadora principal se desenvuelve en el terreno político y se orienta a la conquista del poder.

     Ahora bien, concebir el cambio social como un proceso de construcción de un modelo global de sociedad e intentarlo mediante el uso del poder presenta muy serios problemas. Problemas que tienen que ver con algo esencial, cual es la consistencia entre lo que se pretende lograr y lo que puede alcanzarse a través de la acción así conducida. Aún más, este modo de concebir el cambio conduce inevitablemente a la frustración de las energías transformadoras, pues, aunque se logren relevantes efectos sociales e históricos, los resultados que se obtienen con la acción no se corresponden con los objetivos perseguidos. Es preciso comprender a fondo porqué sucede así.

     Cabe observar en primer término que cualquier proyecto de sociedad global resulta utópico e irrealizable. En efecto, la realización del proyecto -su concreción práctica en la sociedad-no es posible porque no se puede configurar la realidad toda entera conforme a un modelo ideal previamente elaborado por algunos, ni conforme a un modelo organizativo único realizado en pequeño por un grupo particular. Porque siempre habrá otros modos de pensar, otras fuerzas, otras organizaciones diferentes, que desplegarán fuerzas de oposición y que tendrán efectos concretos que operarán en sentido distinto al del proyecto que se quisiera implantar. A lo más que se podría aspirar por este camino es a concretizar por un período de tiempo históricamente breve algo así como una caricatura deformada del ideal buscado, y ello en base a una consistente fuerza dominadora -ideológica, política o militar- controlada por un grupo que se impone sobre los demás.

     La historia entera de la sociedad así lo ha demostrado y lo sigue probando reiteradamente. Lo curioso es que tales enfoques suelen ser considerados realistas y eficaces, porque de hecho son capaces de acumular en torno a ellos ciertas fuerzas y energías sociales reales; pero esta eficacia se demuestra aparente, ilusoria, porque aunque las fuerzas organizadas en torno a tales proyectos alcancen importancia y sean capaces de generar acciones y hechos significativos, el proyecto mismo no se concretiza. Se construye realidad, pero sustancial y esencialmente diferente a la que se deseaba construir.

     Hay un elemento que, introducido en el proceso transformador, lo desvía inevitablemente de sus objetivos, lo deforma radicalmente. Ese elemento es el poder que se busca en cuanto medio o instrumento eficaz para la realización del proyecto. En efecto, para cambiar y reorganizar toda la sociedad conforme a un modelo o proyecto previamente definido se necesita disponer y utilizar mucho poder, en verdad un poder inmenso detentado y utilizado por quienes sean los portadores y ejecutores del proyecto en cuestión. Pero disponer de mucho poder supone concentrarlo y acumularlo, lo que sólo puede verificarse en la medida que muchos otros sean despojados de su propia capacidad de tomar decisiones. Si, como vimos en el capítulo anterior, el poder es la capacidad que tiene alguien de que otros actúen conforme a su voluntad, lo primero que con él se construye, inevitablemente, son relaciones sociales de dominio y subordinación. Pero ¿no son precisamente las relaciones de dominación/subordinación las que se quiere sustituir? ¿En qué proyecto de nueva sociedad se plantea establecer relaciones de dominio y concentración del poder? Alguien podría retrucar que la concentración del poder se hace sólo como un medio transitorio para el fin ulterior de disolverlo. Pero cualquier lógica de concentración de poder lo que hace es concentrarlo: el poder no se disuelve a sí mismo. El poder acrecienta la ambición de quienes lo tienen y despoja a los que carecen de él incluso de la capacidad y aptitud para ejercerlo.

     La situación es aún más grave porque el proceso de acumulación de poder empieza por quitárselo a los propios sujetos -personas y organizaciones- que se quiere involucrar como actores del proyecto transformador. En efecto, éstos no se constituyen como leales y eficaces ejecutores del proyecto global sino en la medida que actúan conforme a los planes, órdenes o directivas de quienes hacen de cabeza. Los propios supuestos transformadores de la sociedad han de empezar por organizarse de manera jerárquica, lo que implica que numerosos de ellos deleguen en unos pocos dirigentes las principales decisiones relativas a su propia acción. Insertos en una lógica de acumulación de poder, los que están arriba exigen obediencia y fidelidad a sus subordinados, y los que están más abajo, junto con subordinarse hacia arriba exigirán sumisión y buscarán ejercer el máximo de control sobre aquellos sectores y en aquellos ambientes que se quiere moldear en función del gran proyecto social. ¿Qué liberación, qué sociedad igualitaria, qué fraternidad, qué justicia, pueden así establecerse?

      La lucha por el poder como vía y estrategia de realización del cambio social es, en síntesis, éticamente incorrecta e inconducente al objetivo de transformación global conforme a un modelo de sociedad predefinido. Innumerables experiencias de este tipo ponen de manifiesto que el fin no justifica los medios que se empleen para alcanzarlo. Aún más, el mismo fin de la transformación social conforme a un modelo global de sociedad es no sólo irrealizable, como vimos, sino también altamente cuestionable desde un punto de vista ético. Que uno o varios sujetos sociales que no pueden ser sino una parte de la sociedad, se consideren portadores de un proyecto global conforme al cual toda la sociedad deba ser reestructurada, supone partir de la base que ellos son poseedores en exclusiva de la verdad y de los valores apropiados.

     Si, por el contrario, partimos del supuesto que la verdad y los valores se encuentran repartidos socialmente y que nadie los posee totalmente, de que todos los sujetos individuales y organizados tienen ideas, valores, intereses y aspiraciones que pueden ser legítimos y que tienen derecho a existir, de que la homogeneidad social es en definitiva un empobrecimiento de la experiencia humana mientras que la diversidad, diferenciación y pluralismo constituyen una riqueza y son el producto de la libertad creadora de los hombres, entonces se abre camino a un distinto y nuevo modo de entender y de actuar el cambio social.

     Para una nueva estructura de la acción transformadora.

     Una primera cuestión por analizar se refiere al ámbito de la organización social desde donde pueda impulsarse una eficaz acción transformadora y, en relación con esto, a la importancia que deba atribuirse a la acción política. Al respecto es preciso revisar a fondo la convicción tan generalizada de que los esfuerzos tendientes a construir una sociedad mejor deban desplegarse preferentemente en la sociedad política.

     Después de al menos dos siglos de privilegiamiento de la política cabe hacer un balance de los resultados. ¿Qué se ha logrado? Obviamente el resultado de tanto esfuerzo, de tanta lucha, de tanta energía desplegada, no es otro que la sociedad tal como ahora es. ¡Tal como ahora es! Sí, lo más que se ha logrado es la sociedad tal como ahora es.

     Obviamente, el modo de ser actual de la sociedad no es efecto ni responsabilidad exclusiva de los impulsores del cambio social; también lo es de quienes se les han opuesto y los han combatido y de quienes simplemente han estado en otras perspectivas. Pero los impulsores del cambio social deberán reconocer que en las dadas condiciones en que han debido actuar, con los adversarios que han tenido, con las fuerzas que han enfrentado, en base a las ideas, análisis, planes, acciones y modos de actuar que han desplegado por tanto tiempo, lo mejor que han podido lograr es la realidad tal como ahora existe.

     Por cierto, ésta les resulta muy insatisfactoria. Pero al menos ¿se ha aproximado la realidad a lo deseado? ¿Estaremos más cerca de lograrlo? Si no cambian sus modos de concebir y actuar la transformación ¿en base a qué podrían esperar superiores logros en el futuro? Examinemos más de cerca aquellos resultados reales obtenidos en que al menos en parte se perciba el efecto de la misma acción transformadora.

      El más evidente e importante no es otro que el inaudito crecimiento del Estado y la mayor centralización del poder que se haya visto jamás en la historia. Este crecimiento del Estado se verifica aún cuando en la política estén presente distintas fuerzas portadoras de diferentes y aún opuestas ideologías y programas. A menudo éstas se anulan mutuamente y el Estado, no obstante la concentración formal del poder que representa, se torna incapaz de adoptar decisiones que impacten profundamente las estructuras económicas y sociales. Así, no es contradictorio el hecho de la concentración del poder con su incapacidad de incidir transformadoramente sobre la realidad.

     Mientras la lucha política se desenvuelve en un espacio restringido, la situación de los sectores populares se mantiene inalterada, las desigualdades no tienden a desaparecer, los intentos de cambiar las estructuras terminan mostrándose efímeros y superficiales en sus resultados.

     Se hace necesario indagar las causas de la insuficiencia de la política como acción transformadora. La política es lucha por el poder (por conquistarlo y mantenerlo) y al mismo tiempo acción organizadora y reorganizadora. Ella parte de lo que existe: las fuerzas políticas necesitan apoyarse en la realidad dada y deben considerar los intereses y fuerzas existentes como bases y pilares de su lucha por el poder. La organización política que no sea funcional a los intereses y fuerzas existentes no puede acceder a posiciones de poder; la conservación de las posiciones ganadas queda igualmente supeditada a actuar conforme a esos intereses y realidades dadas. Por eso en la política el espacio para la utopía y para lo nuevo es muy reducido.

     Además, la acción gubernativa consiste en ordenar, organizar o reorganizar elementos propios de esa realidad. La política organiza lo existente: no crea realidades nuevas.

     Pero lo único que puede cambiar en profundidad lo existente consiste en crear y poner en la realidad dada realidades nuevas, que cuestionen lo existente y que con su presencia lo lleven a reestructurarse. La principal y decisiva actividad transformadora es la actividad creativa, aquella capaz de introducir efectivas novedades históricas.

     ¿Puede haber creatividad en la política? ¿Pueden introducirse novedades en este nivel de la vida social? Ciertamente, pero ello supone una actividad específicamente creativa, y a ella la podemos denominar simplemente cultura. Esa actividad creativa en lo político no es ciertamente la búsqueda del poder, la convocación de partidarios a manifestaciones y acciones políticas, sino obra de la inteligencia, la imaginación y la voluntad puestas en tensión por la búsqueda de lo verdadero, lo hermoso, lo bueno, lo justo. Ello supone un esfuerzo concentrado en éstos espacios culturales, una dedicación constante y exclusiva. Quienes lo hacen desde el interior de las propias organizaciones políticas no suelen ser los que alcanzan posiciones de poder, sencillamente porque no se dedican a lograrlo; y cuando buscan el poder, como lograrlo requiere también dedicación constante y concentrada, no pueden sino descuidar la actividad propiamente creadora.

     ¿Significa esto que la política deba ser dejada de lado por quienes aspiran a transformaciones profundas de la sociedad? Definitivamente no es ésto lo que queremos afirmar. A lo que apunta nuestra argumentación es a mostrar que la política no es la actividad central ni prioritaria cuando de construir una mejor sociedad se trata. La política es y debe ser, en el marco de un proyecto de transformación social, una actividad subordinada.

     El ámbito que la acción transformadora ha de privilegiar está dado, entonces, por los espacios de la sociedad civil donde se despliegan las principales actividades creadoras de realidades nuevas.

     Entendemos por "sociedad civil" el conjunto de las actividades económicas, sociales, culturales, científicas, religiosas, etc., realizadas por las personas, asociaciones, comunidades, organizaciones intermedias, empresas e instituciones que no caen bajo la directa tuición y responsabilidad del Estado. En este espacio, la actividad transformadora se desenvuelve como un vasto y multifacético proceso creativo.

     Ahora bien, cuando se piensa en la transformación histórica desde la sociedad civil aparece un modo nuevo de actuar transformadoramente. No se trata de imponer a la sociedad toda un modelo ya presente en realidades particulares o anticipado idealmente en un modelo ideológico. No se trata de que el sujeto portador del proyecto acumule fuerzas y poder para realizarlo desde arriba. Se trata de un tipo de acción diferente, democrática por definición (que no puede ser autoritaria por su propia naturaleza), tal que realiza su objetivo transformador en y por el acto mismo de ser y de actuar de otro modo, por el hecho de aportar a la sociedad una especial novedad.

      La actividad principal consistirá en la construcción de realidades nuevas en que los problemas que generan la necesidad del cambio (las injusticias, opresiones, desigualdades, etc.) desaparezcan y en que los valores que se quiere que impregnen las relaciones humanas y sociales estén presente de manera consistente y central.

     La economía solidaria abre un nuevo cauce a la energía transformadora.

     Cuando los grupos que aspiran a profundos cambios sociales se encuentran desorientados; cuando los proyectos que han guiado las luchas por una mejor sociedad han sido derrotados; cuando los resultados de tanta lucha y tanto esfuerzo orientado según la lógica de la política y del poder han mostrado su precariedad e insuficiencia; cuando, no obstante todo eso, un proceso de cambios sociales profundos se hace aún más necesario y urgente; cuando un nuevo modo de acción transformadora empieza a vislumbrarse en sus contenidos y formas, las búsquedas orientadas en la perspectiva de la economía de solidaridad abren un camino original y una nueva esperanza que comienza a ser perseguida por muchos.

    No pretendemos afirmar que sea éste el único camino posible y eficaz para encauzar las aspiraciones a una sociedad mejor a la existente; pero constituye sin duda una forma real y concreta de transformar la sociedad, plenamente coherente tanto con los contenidos del cambio actualmente necesario como con las formas de una nueva acción transformadora tal como la hemos intuido.

     Es coherente con el objetivo que ha primado en la mayor parte de las luchas sociales, en el sentido de construir un nuevo tipo de economía, diferente a la economía capitalista de la que se critica la explotación y subordinación del trabajo, la división de clases sociales, la distribución tal desigual de la riqueza, el individualismo y el consumismo exagerados. La economía de solidaridad es, precisamente, un proyecto económico centrado en la construcción y desarrollo de nuevas formas y estructuras económicas tanto a nivel de la producción, la distribución, el consumo y el desarrollo.

     Es coherente también con los valores que a lo largo de toda la historia moderna han orientado las búsquedas y proyectos de cambio social: la libertad, la justicia, la fraternidad, la participación. La economía de solidaridad va construyendo estos valores en la realidad cotidiana, y su acción no se desvía por supuestos atajos que postergarían su realización hasta después de logrados objetivos de poder político en vistas de cambios pretendidamente totales.

     Las motivaciones que generan energías transformadoras encuentran en ella cauces coherentes. En la economía de solidaridad, en efecto, encuentran cabida y oportunidades de superación y participación los sectores sociales postergados o desmedrados en el orden económico y social establecido, y en ella pueden entregar todo su aporte creativo quienes aspiran a concretizar e impregnar la vida y el orden social con ideas y valores más altos. Unos y otros se funden en un mismo proceso ideal y práctico a la vez, encontrando recíprocamente lo que por separados les hace falta para realizar lo que buscan.

     Es coherente la economía solidaria con aquella pretensión de construir relaciones humanas horizontales, porque en ella no se van estableciendo lazos de poder sino que, precisamente, van desarrollándose las capacidades de cada persona y de cada grupo para asumir un creciente control de sus condiciones de existencia, diseminándose socialmente el poder y el dominio sobre los recursos necesarios.

     Es coherente también con una estructura de la acción transformadora que privilegia el ámbito de la sociedad civil por sobre la sociedad política, de manera que el resultado de la transformación resulte verdaderamente democrático y participativo. En efecto, la economía de solidaridad se despliega preferentemente en la sociedad civil y procede desde la base social misma que se organiza para hacer frente a sus necesidades y para hacer economía conforme a sus propios modos de pensar y sentir, de valorar, relacionarse y de actuar.

     Se trata, en fin, de un proceso especialmente creativo, de esos que introducen permanentemente realidades nuevas en la realidad existente, y que testimonia otros posibles y mejores modos de hacer las cosas y de organizarse. La economía de solidaridad está constituida por organizaciones y actividades creadas de manera siempre original por sus protagonistas, respondiendo a sus particulares problemas y circunstancias y utilizando los medios y recursos que encuentran a sus disposición o que ellos mismos crean. Las potencialidades de la economía de solidaridad son, en consecuencia, vasta y profundas, porque ella se despliega al nivel de la más radical e intensa de las actividades transformadoras, siendo ella misma un gran proyecto de cambio social.

     Las dimensiones, los alcances, las perspectiva de éste están todavía en ciernes, como en embrión. Es difícil saber ahora hacia donde conducirá el proceso que en este sentido se ha iniciado. De todos modos, es preferible no saber a ciencia cierta cual es la meta que se ha de alcanzar pero caminar de hecho en la dirección que se quiere, que estar convencido que se avanza hacia un objetivo claramente definido pero avanzar de hecho en otra dirección, como ha sucedido tantas veces en las luchas políticas de este siglo. Por el momento sabemos que el sentido, los contenidos, las formas y proyecciones del proyecto que va emergiendo desde la economía de solidaridad, son aquellos mismos que van siendo evidenciados por los distintos caminos de la economía de solidaridad que estamos examinando. Sobre el tema volveremos después de haberlos recorrido todos. 

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