ESTACIÓN SETENTA Y CUATRO
ARIOSTO, ASTOLFO Y LA RAZÓN PERDIDA DE ORLANDO FURIOSO
La Luna del mundo místico resultó ser más curiosa y extraña de lo que cualquier humano pudiera imaginar.
Después del encuentro con las personas notables que ya he relatado, al asomarme y enseguida descender a un gigantesco cráter que estaba en una zona de penumbra, cercana al límite donde se entra en la cara oculta del satélite, tuve unos encuentros sorprendentes que me dejaron tan maravillado cuanto confundido.
Extraño no fue, aunque sí inesperado, encontrar que allí estaba el muy alegre y parlanchín Ludovico Ariosto, escritor italiano del siglo XV, autor del famoso poema épico Orlando Furioso, del cual había leído en mi adolescencia una versión resumida en castellano.
Lo realmente asombroso fue que el escritor se encontraba rodeado de una multitud de personajes de los más extraños, entre los cuales, por sus atuendos, actitudes y comportamientos, pude distinguir nigromantes, alcahuetas, magos, hechiceras, guerreros, reyes, princesas, espadachines, doncellas, pillos, adivinos, dioses, pordioseros y muchos otros de extrañas composturas y portes.
Era tanto el bullicio y alboroto de esos grupos, que preferí alejarme de ellos y acercarme, en cambio, adonde se encontraba un joven que me pareció estar atareado buscando y entresacando objetos, cuya naturaleza no podía distinguir a la distancia, en un inmenso depósito donde había de todo lo que pudiera sospecharse.
– ¿Quién eres, y qué haces en este extraño barracón? – le pregunté al llegar al lugar donde estaba.
“Me llamaron Astolfo, sin apellido ni mayor identificación; pero sé que soy hijo del Rey Otón y primo de Orlando y de Reynaldo”.
Recordaba haber escuchado o leído esos nombres en alguna parte, pero no lograba identificar dónde ni cuándo, por lo que le pedí que me contara algo de su vida.
Astolfo me contó numerosas pero sumamente curiosas y divertidas aventuras que tuvo en distintas regiones del globo, mostrando ser un sujeto realmente digno de una novela.
Por su relato, entendí que era un joven noble, vivaz, bromista, jactancioso, de buen juicio. Repitió varias veces que una de sus cualidades era decir siempre la verdad.
Solamente al terminar su relato pude atar cabos, y recién darme cuenta de que se trataba del personaje Astolfo, que aparece en el Orlando Furioso de Ludovico Ariosto.
– ¿Cómo es que estás aquí? ¿Cómo llegaste?
Me miró como extrañado de que no lo supiera, pero me respondió:
“Como siempre viajo, pues. Llegué montando el Hipogrifo. Allá está ¿acaso no lo ves?
Miré en la dirección que me indicaba, y vi un animal mitad caballo y mitad grifo, semejante a un corcel alado de gran alzada y bella figura, con la cabeza y los miembros anteriores de un águila.
– ¡Entiendo! – dije, aunque en realidad sin entender nada, por lo que pregunté: – ¿Puedes decirme qué es este lugar atiborrado, y qué cosas son las que se encuentran aquí?
“¿No lo sabes?” – me dijo, y sin esperar respuesta continuó: “En este valle encerrado de la Luna se encuentran, admirablemente recogidas, todas las cosas que se pierden en el mundo, por causa del transcurrir del tiempo o por reveses de la fortuna.
“Aquí se encuentran muchas reputaciones que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y termina por destruir.
“Están también los ruegos y oraciones que las gentes dirigen a Dios; las lágrimas y suspiros de los amantes; el tiempo que se pierde en el juego; los proyectos que no llegan a realizarse.
“Los libros que se escribieron y nunca fueron publicados ni leídos; poemas y obras de arte desaparecidas; los amores mal correspondidos, y los sufrimientos padecidos por los inocentes.
“Los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen a los reyes, a los príncipes y a los poderosos; las lisonjas y adulaciones que se hacen entre amigos.
“Los aprendizajes y los lenguajes que han dejado de hablarse; las sabidurías ancestrales de pueblos muy antiguos; las obras concebidas, hayan sido o no ejecutadas”.
Mientras Astolfo iba enumerando tantas cosas perdidas, me las iba indicando con el dedo. Reparé en un montón de garras de águila y le pregunté qué representaban.
“Esas – me explicó –, son emblemas de la autoridad de los reyes y gobernadores. Y aquellos fuelles esparcidos por todos lados, son las promesas incumplidas hechas por los políticos al pueblo, que se disipan con el paso de los días, meses y años”.
Astolfo me llevó después a una suave colina hecha de una multitud de variadas flores que exhalaban aromas muy agradables.
“Éstas – dijo –, son los atractivos y encantos de las mujeres que se han acicalado para verse bellas, y que lamentablemente se pierden con el tiempo sin poderse conservar”.
No terminaría nunca si tuviera que enumerar todas las cosas que me fue mostrando Astolfo en ese extraño lugar. En un momento se detuvo a explicarme el sentido de todo aquello.
“Aquí se encuentra reunido todo cuanto procede del mundo humano. Excepto la locura, que esa existe en demasiada abundancia y permanece constantemente en la Tierra.
“Te mostraré lo que hay en aquellas enormes estanterías – me tomó del brazo y me condujo–. Aquí está lo que tan firmemente creemos poseer, que jamás se nos ocurre pedir a Dios que nos lo conserve; hablo del buen juicio, de la razón.
“En cada uno de estos frascos, que como ves contienen líquidos sutiles y son de diferentes tamaños, se conserva la razón de algún hombre o de alguna mujer que la ha perdido. Cada frasco tiene inscrito el nombre de uno que ha perdido el buen juicio.
“A unos fue el amor quien les hizo perder la razón; a otros el deseo de honores; a otros el afán de atesorar riquezas; a muchos, por tener demasiada confianza en lo que dicen quienes se proclaman expertos y entendidos; aquellos, por ir tras las falsas ilusiones de la magia; varios, por su pasión por las alhajas, o los cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaron.
“Incluso los científicos, los astrólogos, los músicos, y aún los poetas, tienen aquí, como en depósito, gran parte de su juicio, que han perdido.”
Recordé que antes de encontrarlo, había visto a Astolfo buscando algo que no parecía encontrar. Insinué una pregunta:
– Me pareció verte escrutando y buscando entre tantas cosas que hay en estos lugares, algo que hubieras perdido.
Astolfo me respondió con una pregunta, riendo:
“¿Piensas que buscaba mi propio juicio perdido? Pues no esta vez. Creo, no obstante, que para recobrar la porción de mi juicio perdido, no tendría necesidad de remontarme hasta la Luna del Paraíso, pues no lo supongo colocado en tan elevadas regiones.
“Antes al contrario, lo veo vagar errante por los bellos ojos de mi dama amada, recorrer su rostro sereno y gentil, acariciar sus senos de marfil y sus turgentes pechos, en donde de buen grado la recogería con mis labios, si me fuese permitido recobrarla.
“Lo que busco es la razón perdida de mi primo y gran amigo Orlando Furioso.
“Sucedió que al regresar de un largo viaje en que realizó heroicas y nobles acciones en defensa de muchachas desamparadas y en honor del Rey, perdió la razón y se convirtió en una especie de monstruo furioso al enterarse de que Angélica, una bella doncella hija de un Rey de Asia Oriental de la que estaba perdidamente enamorado, se había esposado con un extranjero de nombre Medoro.
“Ahora debo dejarte – me dijo Astolfo de pronto, caminando aceleradamente hacia el Hipogrifo –, pues debo unirme al grupo que circunda al buen Ludovico Ariosto que nos ha creado, y que nos conducirá a vivir nuevas sabrosas aventuras”.
– Quisiera hablar con él. ¿Te parece posible que me conceda unos minutos?
“Si no eres uno de sus personajes, ni lo pienses. Como ves, ya están emprendiendo el vuelo, y yo debo apurarme. Ha sido un gusto conocerte. ¡Adiós, y buena suerte!”.
En reducidos instantes el cráter lunar quedó vacío y en silencio. Solamente vi, a lo lejos, a un niño que estaba dibujando unos carteles. Caminé hacia él, pero antes de alcanzarlo abrió los brazos y ya no pude verlo más.
Al llegar al lugar donde estuvo, encontré unos carteles que había escrito con cuidada caligrafía.
Eran dos. Uno decía: TU VIDA, SO LOCO, RÍO.
El otro: ¿LUNA O FOSAL? TODO FORRO, SÍ.
Traté de descifrar el significado de los mensajes; pero oscurecía y era preciso regresar adonde me esperaba Sabiduría.
“Estás pensativo” – comentó la Dama al allegarme a su lado.
– He tenido una aventura extraña y conmovedora con personajes inesperados, y me apremia una cuestión acuciante – respondí.
“No tienes sino que expresarla, y ya sobrevendrá la respuesta, si la tiene, por ti mismo o por inspiración de mi parte” – me dijo Sabiduría.
Animado de este modo por mi guía pregunté directamente: – ¿Se pierden en la nada, o tal vez quedan solamente recordadas, o es que perduran de algún modo existiendo tales como fueron, las vivencias, acciones y experiencias que conforman nuestras vidas peregrinas?
Enseguida agregué, precisando la pregunta:
– ¿Existe en el nivel de los fenómenos de conciencia algo similar al Primer Principio de la Termodinámica, según el cual en el Universo material nada se pierde, sino que sólo se transforma?
Sabiduría me miró, compasiva, y asumiendo que no me era posible responder por mí mismo, me explicó:
“Nada, absolutamente nada que haya llegado a existir, se disuelve, desaparece o aniquila. Todo perdura conforme a dialécticas particulares de conservación y de transformación, que son diferentes según los distintos modos en que las cosas, los hechos, los fenómenos y las experiencias son reales.
“Así, los hechos y fenómenos materiales transcurren, perduran y se transforman en el tiempo físico, según los Principios de la Termodinámica, la teoría de la Relatividad y la física Cuántica.
“La vida biológica transcurre, perdura y se transforma según los principios que regulan la ontogénesis en cada ser vivo y la filogénesis en los procesos evolutivos.
“En la sociedad humana, las estructuras económicas, políticas, institucionales y culturales son la sedimentación de la historia pasada. Las estructuras son el pasado histórico en cuanto continúa presente, condicionando a las personas y sus actividades y relaciones futuras.
“Las iniciativas que se ejecutan en el presente crean algo diferente y abren el futuro, que en secuencia interminable darán lugar a estructuras nuevas, más amplias y más complejas, que superan a las anteriores, sin destruirlas, pues de algún modo quedan también insertas en ellas”.
Mientras Sabiduría me explicaba la relación entre el pasado, el presente y el futuro en la historia, recordé el Principio de Conservación y Transformación de la Energía Social, formulado por Albert Hirschman.
Según ese Principio, en todo proceso de organización comunitaria en pos de un objetivo compartido, se genera una energía social que potencia a la comunidad en la realización de ese objetivo; la cual energía no desaparece sino que se conserva y mantiene vigente aun después de que el objetivo en función del cual se formó, se haya cumplido y no se requiera la continuación de las actividades.
La energía social queda disponible, se adapta y transforma, en orden a nuevos objetivos que la comunidad se proponga realizar.
Sabiduría continuó explicando:
“Las realidades matemáticas, geométricas, simbólicas, ideales y lógicas, y en general todas las realidades racionales, no están sometidas al tiempo pues no cambian, siendo permanentes y universales.
“Lo que cambia y procede en el tiempo es su adquisición y comprensión por las personas que aprenden, despliegan y comunican el conocimiento racional.
“En fin, las realidades espirituales, consideradas en sí mismas, existen fuera del tiempo. Por eso, cuando el espíritu de un individuo humano se une al Espíritu divino, sea en la experiencia mística o después de la muerte del cuerpo, trasciende el tiempo y entra en la llamada ‘vida eterna’. Pero esta es un misterio que no se puede comprender sin haberlo experimentado”.
Me quedé meditando en silencio hasta que me dormí profundamente, vencido por el cansancio del cuerpo, las emociones del corazón y los esfuerzos del pensamiento, que tuve durante esa muy sorprendente jornada.
Luis Razeto
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