ESTACIÓN CINCUENTA Y SIETE
ENCUENTRO CON PAULO FREIRE E IVÁN ILLICH
Estábamos cerca de llegar a la siguiente explanada cuando advertimos que delante de nosotros, a unos veinte pasos de distancia, iban conversando muy animadamente dos almas luminosas.
“Si las vemos – me dijo mi Maestro en voz baja de modo que no pudieran escucharnos – es porque nos indican el buen camino. Sigámoslas, pero avanzando sigilosamente para que no nos vean y no interrumpan su conversación, que probablemente sea ilustrativa de algo que debieras conocer. Acerquémonos lo suficiente para escuchar lo que dicen.”
Caminar sin ser oídos era más fácil para Dante que era alma desencarnada, que para mí, que cargaba siempre con el peso de mi cuerpo, y que subir me resultaba complicado. Aun así, avancé caminando en puntillas hasta llegar a unos diez metros de las sombras luminosas.
Pero me distraje un momento y tropecé con una piedra, por lo que, para no caer de bruces al suelo, di varios pasos trastabillando, de modo que terminé muy cerca de ellos y varios pasos delante de mi guía.
(Jean Désiré Gustave Courbet)
Los dos hombres se volvieron hacia mí. Uno era de cuerpo macizo, tenía una muy nutrida barba oscura y era medio calvo. Me pareció reconocerlo, como a alguien con quien pude haber estado hacía muchos años, pero mi memoria no llegaba a recordarme dónde ni cuándo había sido.
El otro era un hombre delgado, algo más alto, sin barba y con anteojos. Éste me dijo:
“¿Nos están siguiendo? Si es que intentan oír nuestra conversación, no hay problemas pues no tenemos nada que ocultar, y más bien nos interesa ser escuchados”.
Enseguida agregó, al darse cuenta de que me encontraba ahí en cuerpo y alma: “Tu condición es extraña, cosa enteramente nueva para mí, por lo que puedo suponer que eres un privilegiado, un bendecido, alguien amado especialmente por Dios.
“¿Por qué deambulas en nuestro monte, antes de que la muerte te haya traído a estas regiones? Por favor dinos quién eres y de dónde vienes, porque el privilegio del que gozas me produce un asombro muy grande. Solamente he sabido de uno antes de ahora a quien le sucediera algo similar. ¿Cómo te llamas?”.
– Mi nombre no es importante, pues no soy aún conocido – respondí. – Pero aquél al que te refieres, que gozó del mismo privilegio que yo hace setecientos años, es el que aquí me acompaña, mi guía Dante Alighieri, el gran poeta florentino que escribió la Divina Comedia.
Al saber quién era mi compañero de viaje, las dos sombras luminosas abrieron la boca y agrandaron los ojos por la sorpresa. Se acercaron a mi Maestro y se inclinaron ante él en señal de admiración y reconocimiento.
“De usted aprendí cuando era sólo un muchacho, a pensar con libertad y a desplegar la imaginación sin limitaciones. Es un honor muy grande saludarlo” – dijo la sombra delgada que usaba lentes.
Enseguida el hombre de la barba dijo:
“Permítanme presentarme. Soy Paulo Freire, un educador brasileño que viví entre los años 1921 y 1997.”
Al escuchar su nombre puse la misma cara de asombro que puso él al saber que estaba ante Dante. Y entendí por qué esa alma me pareció conocida.
Recordé haber asistido a un curso que dictó en Santiago, creo que el año 1965, y que le colaboré en unos programas de educación popular en las poblaciones periféricas de la ciudad.
La otra alma que había quedado algo atrás se adelantó y se presentó a su vez: “Soy Iván Illich, también educador, de nacionalidad austríaca, que viví entre 1926 y 2002. Trabajé, muchos años en Puerto Rico y en México, pero también en Estados Unidos y en Alemania”.
Mi sorpresa no fue menor, pues si bien no lo conocía personalmente, leí cuando joven con mucho interés y provecho su libro La Educación Desescolarizada.
Después nos pusimos a conversar amistosamente los cuatro. Ahí me atreví a contarle a Paulo Freire dónde lo conocí. Él recordó los cinco años del exilio que pasó en Chile después de ser encarcelado por la dictadura militar, en 1964 en Brasil. Sus libros La Educación como Práctica de la Libertad y La Educación de los Oprimidos, los escribió en ese período en mi país.
La nostalgia de Paulo Freire se me contagió, y me llevó a recordar una canción que le escuché cantar varias veces a una de sus hijas, de cuya voz deliciosa me enamoré. Fue hace cincuenta y cinco años, pero nunca la he olvidado.
Entoné sus primeros versos: “Tristeza nao tem fin, felicidade si”. El profesor al escucharme cantar, me tomó de un hombro y continuó cantándola hasta el final.
Después mi Maestro, aprovechando la autoridad que le reconocieron las dos sombras luminosas, dispuso que continuáramos caminando en formación, yo al medio entre los dos educadores, y él atrás.
“Lo mejor para mi pupilo – les explicó – es que ustedes continúen el diálogo en que estaban cuando los interrumpimos, y que él los escuche atentamente”.
Así lo hicieron, con gran provecho para mí, y seguramente para muchos en el mundo cuando lean lo que les escuché decir, que procedo a relatar.
Luis Razeto
SI QUIERES LA PEREGRINACIÓN COMPLETA IMPRESA EN PAPEL O EN DIGITAL LA ENCUENTRAS EN EL SIGUIENTE ENLACE:
https://www.amazon.com/-/es/gp/product/B08FL8Q64W/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_vapi_tkin_p1_i8