ESTACIÓN VEINTITRÉS
REDUCCIONISTAS, DESENCANTADOS, MATERIALISTAS
Agotado el encuentro con el fundador del psicoanálisis, continuamos bajando por el acantilado, hasta llegar a un lugar donde se escuchaba un ruido de cascada de agua, que caía como lluvia violenta sobre una turba de dolientes. Entonces, cinco sombras se separaron de aquel grupo y llegaron volando hasta nosotros, gritando:
“Deténganse, por favor, ya que por el porte y la actitud, dan la impresión de no ser tan diferentes de nosotros, y por algo habrán llegado a este lugar”.
Comenzaron a revolotear a nuestro alrededor, torciendo el cuello como solicitando humildemente que los escucháramos.
Mi Maestro, que tenía una especial capacidad de intuir el alma de los muertos-vivientes, al verlos disponerse de ese modo ante nosotros me dijo: “Conviene que seamos atentos con ellos, pues por su actitud parecen haber sido hombres dedicados al conocimiento, y eso los califica de algún modo positivo no obstante encontrarse en este lugar inhóspito”.
– ¿Quiénes son ustedes, y por qué desean tanto ser escuchados? – pregunté.
“¡Ay!” – exclamó uno de ellos. “Bien sabemos que al encontrarnos en este lugar inspiramos pena y desconfianza. Pero en el mundo adquirimos fama y reconocimiento por habernos dedicado con pasión al estudio, llegando incluso a merecer que nos llamaran filósofos. Tú que pareces venir del mundo de los vivos, seguramente habrás escuchado hablar de nosotros”.
– No puedo saberlo si no me dicen sus nombres – repliqué.
Uno después de otro nos dijeron enseguida quiénes eran: “Soy David Hume”; “mi nombre es Francis Bacon”; “me llamo Thomas Hobbes”; “yo soy George Berkeley”: “John Locke”.
Me emocioné al encontrarme ante un grupo tan selecto de pensadores ingleses, y sin pensarlo me incliné ante ellos y llevé mi mano a la cabeza haciendo el gesto de sacarme el sombrero.
Al principio esto no gustó a mi Maestro, pero no dijo nada, tal vez porque no conocía a esos espíritus que se presentaban con dignidad y cortesía, y que al ver mi gesto de aprecio dejaron de revolotear y se pararon frente a nosotros como alumnos dispuestos a responder un examen académico.
Fue entonces que Dante, no sé si por curiosidad ante algo que desconocía, o por aprecio a esos espíritus que le parecieron merecer un trato diferente, les dio la oportunidad de exponer la esencia de sus doctrinas, sus aportes a la filosofía y a la ciencia, empleando no más de tres minutos cada uno, antes de someterlos a la confesión de sus culpas.
El primero en tomar la palabra fue Francis Bacon.
“Me consideran el padre del empirismo científico. En mi libro Novum Organum y en otras obras, sostuve que el conocimiento del hombre y de la naturaleza debe basarse en la observación minuciosa de lo que captamos con los cinco sentidos, y que la razón debe proceder inductivamente a partir de los datos empíricos, llegando a formular ideas más amplias con extrema cautela, y exigiéndose que toda hipótesis científica sea validada en la experiencia.
“La verdad no nace espontáneamente de la razón, y menos de alguna autoridad o de las creencias tradicionales.
Enseñé que la ciencia construida con mi método daría a la humanidad un poder de transformación de la naturaleza que redundaría en adelantos tecnológicos increíbles en beneficio de la humanidad. Scientia est potentia. La ciencia y la tecnología modernas me han dado la razón”.
Tomó enseguida la palabra David Hume, quien comenzó diciendo que su aporte a la humanidad lo realizó en su Investigación sobre el Entendimiento Humano y en el Tratado sobre la Naturaleza Humana:
“Me consideran escéptico, pero lo fui solamente respecto a las pretensiones de la razón, que formula ideas que no podemos saber si son verdaderas, pues el conocimiento se reduce a las impresiones subjetivas que adquirimos cuando vemos, oímos, tocamos, deseamos, amamos, odiamos.
“No sabemos si algo es causa de un efecto, por más que observemos que dos fenómenos se suceden en el tiempo, pues sólo sabemos que están relacionados. Tampoco sabemos nada de lo que somos.
“Cuando me esfuerzo en penetrar íntimamente en lo que soy yo mismo, sólo encuentro una secuencia de percepciones particulares, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer.
“Nunca puedo captar un "yo mismo" sin encontrar una percepción, y nunca puedo observar nada más que percepciones”.
Hume se disponía a continuar, pero Dante lo hizo callar: “Se acabó tu tiempo. Y no veo cuál pueda ser el aporte que hayas hecho a la humanidad con tu escepticismo, y reduciendo tanto la capacidad cognoscitiva. Que hable, pues, el tercero”.
Berkeley comenzó precisando que fue irlandés. “En mi Tratado sobre los Principios del Conocimiento Humano enseñé que los hombres no pueden conocer los objetos reales, ni si exista la materia que cause las percepciones, pues sólo conocemos las percepciones mismas.
“De ahí se sigue que, si bien podemos suponer que exista una sustancia real que sustenta las percepciones, no podemos estar seguros de ello. Lo que creemos que es una cosa no es sino un conjunto de percepciones que la mente organiza.
“Los conceptos abstractos no existen, ni en sí mismos ni en la naturaleza ni en algún espíritu. Son solamente ficciones. Lo que existe son las palabras, el lenguaje, y es en el lenguaje que las percepciones particulares se convierten en generalizaciones, que llamamos ideas.
“El conocimiento, entonces, puede purificarse y perfeccionarse eliminando de la mente todo el pensamiento y quedándonos sólo con las percepciones de los sentidos, sin intervención del intelecto. La meta de la ciencia se alcanza desintelectualizando las percepciones, purificándolas”.
“Basta” – lo calló Dante, ofreciendo la palabra a John Locke, quien comenzó afirmando que sus enseñanzas no eran diferentes de las que lo antecedieron en la exposición.
“En mi Ensayo sobre el Entendimiento Humano expliqué que la verdad es sólo cuestión de palabras, mientras que la realidad es lo que captan los sentidos. Podemos hacer inferencias a partir de los datos de los sentidos, pero ellas nos llevan apenas a conclusiones probables.
“No hay en el ser humano un alma. El ‘yo’ es solamente la continuidad psicológica de las percepciones, o sea, un producto de la memoria. Si hay algo más allá de las percepciones, no lo podemos conocer”.
Llegó el turno de Thomas Hobbes, quien se expresó de esta manera:
“Mi teoría es conocida como ‘fisicalismo’, y también como ‘materialismo mecanicista’, porque enseñé que todo lo que existe en el universo, que es lo único que existe, es de naturaleza exclusivamente física, pura materia.
“Lo que no tenga cuerpo no forma parte del universo. No existe la conciencia, ni el alma, ni ser alguno espiritual o sobrenatural. Todos los animales, y los humanos entre ellos, no son más que máquinas de carne y hueso.
“Siendo los humanos puramente físicos, están regidos por las leyes de la materia. Como ente biológico, el humano se mueve exclusivamente para realizar sus deseos. Vive en un ‘estado de naturaleza’.
“En mi libro El Leviatán, enseñé que los valores y las virtudes son solamente expresiones biológicas. Al deseo, acompañado de la idea de satisfacerse, se lo denomina esperanza. Cuando dos hombres desean una misma cosa que no pueden gozar juntos, se convierten en enemigos.
“‘La base de todas las sociedades grandes y duraderas ha consistido, no en la mutua voluntad que los hombres se tenían, sino en el recíproco temor. Para evitar la anarquía, que haría imposible la vida humana, se establece el Estado como resultado de un pacto social.
“Pero no hay que engañarse: Una democracia no es más que una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador. El hombre es un lobo para el hombre.”
Dante había escuchado con paciencia, pero a medida que se sucedían las explicaciones de los filósofos su molestia se hacía evidente, y fue al escuchar esa última afirmación que, llevado por una apasionada indignación, los despachó conminándolos a guardar estricto silencio durante al menos un siglo.
Yo quedé muy sorprendido, pues esos científicos habían expuesto sus doctrinas pero aun no confesaban los pecados por los que merecieron el castigo eterno. Por eso me acerqué a mi guía y le recordé lo que él mismo les había dicho al permitirles exponer sus aportes a la humanidad, antes de confesar sus culpas.
El Maestro me miró como si no hubiera comprendido mi reclamo. Enseguida, posando en mis ojos una mirada penetrante, me habló con dureza:
“¿Es que estás tan confundido que no logras discernir lo que entrañan las doctrinas que acabamos de escuchar? ¿Tan perdida se encuentra la razón en tu civilización? ¿No son acaso evidentes los males producidos por estos individuos?”.
– Es que a esos individuos – balbuceé – les han levantado monumentos y estatuas en todos los centros importantes del conocimiento, e incluso las mejores universidades y centros de investigación científica llevan sus nombres. Me cuesta entender ...
Como yo no completé la frase y continué mirándolo extrañado, Dante cambió el tono de sus palabras y me habló ahora en forma compasiva y paciente:
“El Creador dotó a los seres humanos de unos órganos perceptivos, de un intelecto racional, de una conciencia auto-consciente, y de un espíritu cognoscente, verdaderamente extraordinarios, capaces de desentrañar los misterios más profundos y complejos del universo, del hombre mismo, y de explorar las realidades morales y espirituales.
“Podemos incluso conocer a Dios, si bien nos están vedados sus misterios supremos. Somos imagen de Dios, semejantes a Dios, precisamente por nuestras potencialidades de conocimiento y de amor.
“Y he aquí que esos intelectuales que se dicen fundadores de ciencias, sostienen que ni siquiera podemos saber la sustancia de las cosas, y que sólo captamos percepciones, que las ideas racionales no son más que palabras, que somos animales mecánicos, realidades puramente materiales, que no tenemos alma.
“Empequeñeciendo de ese modo al hombre, lo llevan a mirar nada más que lo que tienen ante sus narices. Si los hombres no creen en Dios, si no conocen a Dios y el mundo espiritual, no cabe sino pensar que la propia humanidad es algo muy bajo, muy pobre, incapaz de elevarse por encima de la materia, un compuesto de seres sin destino, poco menos que muertos.
“Y sobre todo viles, incapaces de amar, lobos unos para los otros, con lo que denigran incluso a nuestros ‘hermanos lobos’, como los llamaba San Francisco”.
Las palabras ardientes de mi maestro me extasiaron; pero yo seguía confundido sin saber qué pensar. El Maestro pareció comprender mi estado mental pero se limitó a invitarme a continuar el viaje, en el cual yo esperaba alcanzar la sabiduría necesaria para comprender tantas cosas que me eran oscuras.
Luis Razeto
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