ESTACIÓN VEINTIDÓS
ENCUENTRO CON SIGMUND FREUD
Quedé muy triste y no lograba contener los sollozos al imaginar lo que estaría ya sucediendo en mi mundo, y en lo peor que aún le esperaba y que yo habría de encontrar a mi regreso.
Mi guía respetó mi dolor y guardó silencio un largo rato mientras continuamos la marcha. Finalmente arribamos a un lugar que era como frontera entre un espacio y el siguiente.
Entramos en una llanura que no contenía vegetación alguna, y cuyo suelo era una arena fina y reseca. Ni viento ni humedad circulaban en aquel desierto.
Pero allí, por cualquier lugar hacia donde se dirigieran mis ojos, divisé multitudes de almas desnudas de hombres y mujeres que lloraban amargamente. Cada una de esas sombras actuaba a su manera, distintas unas de otras.
Unas yacían en tierra boca arriba; otras estaban sentadas sobre la arena, completamente encogidas, con la cabeza entre las piernas; otras deambulaban sin parar de un lugar a otro, deteniéndose de improviso y continuando enseguida su marcha; muchas permanecían enteramente inmóviles, murmurando palabras incomprensibles; no faltaban las que repetían gestos y movimientos soeces; algunas abrían desmesuradamente los ojos; las de más allá parecían espantarse por algo que yo no percibía.
Eran tantos los comportamientos extraños, que no podría describirlos todos; pero la escena me hizo pensar en un manicomio en espacio abierto.
Me dirigí a mi Maestro: – Tú que recorriste estos círculos, dime, ¿quiénes son estas gentes desquiciadas?
“Me estoy dando cuenta, querido amigo – me respondió, – de que existen en este reino de las sombras lugares que en mi viaje de hace ya siete siglos, o no existían, o no me fueron mostrados.
“De un lugar como éste no tengo ningún recuerdo, por lo que será mejor dirigirnos a alguno de ellos para que nos ilustre quiénes son los que habitan este desierto de arena”.
Ya sabía yo que mi Maestro tenía una especial capacidad para escoger en medio de las multitudes, aquellas figuras singulares que sobresalían sobre el resto de sus compañeras en la desgracia, y que se mostraban especialmente locuaces y doctas en la explicación de sus actuales condiciones de existencia.
Así fue que se introdujo en la multitud. Atemorizado por lo que hacían esas sombras tenebrosas yo me apegué a él, que avanzaba sin temor como si supiera exactamente el destino de sus pasos.
Se detuvo finalmente ante la sombra de un hombre mayor de gran cabeza, barba blanca cuidadosamente recortada, frente ancha, escasa cabellera y ojos inquisidores que amedrentaban.
El sujeto se encontraba tendido sobre un montón de arena que asemejaba a un gran sofá. Estaba succionando un puro apagado que mantenía en la boca. Tenía marcado en el pecho el número 62, que con sus manos trataba sin éxito de borrar.
Dante lo conminó con voz imperiosa: “Levántate, que mi amigo tiene muchas preguntas que hacerte”.
“Mi condena – respondió el desgraciado – me obliga a mantenerme tendido en mi sofá. Será para mí un alivio atender vuestras preguntas, aunque preferiría que me dejaran hablar con libre asociación de palabras, como en mi tiempo pedía a los pacientes con quienes experimentaba mis teorías”.
Al escucharle decir eso se iluminó mi mente y le dije:
– Creo que te reconozco. ¿Eres acaso Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis?
“Soy, en efecto, la sombra muerta del que tú dices. Te ruego me permitas que pronuncie las palabras que tengo atravesadas en la mente y de las cuales no puedo desprenderme ni un segundo, y que desearía no haber jamás emitido. Déjame hablar en libre asociación de ideas, emociones y símbolos. Después responderé tus preguntas”.
Dante se molestó al escuchar esa petición y me advirtió que aquél al que quería interrogar era probablemente un experto manipulador, y que no dejara que el condenado tomara el control de la conversación. Pero yo acepté el desafío, y vuelto hacia la sombra recostada en el sofá asentí con un gesto.
El pobre hombre comenzó entonces a emitir palabras que al principio me parecieron inconexas pero que fueron adquiriendo poco a poco algún sentido.
Lo que dijo aquella sombra oscura, manteniendo ahora cerrados los ojos y sin moverse de la posición en que lo encontramos en el sofá de arena, fue del tenor siguiente:
“Yo yo yo, super-yo, ello y ella, más ella que ello, qué rico yo yo, eros y tánatos, eros y tánatos, impulsos, pulsiones, instintos, yo yo yo super-yo, Edipo y Electra, ello y ella mejor ella que ello, hijas que quieren matar a la madre, inconsciente, subconsciente, consciente pero poco, hijos que matan al padre, complejos mortales y enfermos mentales, sexualidad infantil perversa polimórfica, complejo de Edipo complejo de Electra complejo de Edipo, libido, fobia, catarsis, yo super-yo y ello, neurosis histeria psicosis hipnosis, yo yo yo, represión inconsciente, sexo onírico sexo romántico, sexo biológico, sublimación y pansexualidad, sueño de castración, libido, fase oral fase anal fase fálica, fase genital, libido psicosexual, yo-yo super-yo, sexualidad infantil perversa polimorfa, succión y pulsión, síntomas, lapsus chistes actos fallidos, frustración, placer, castración, super-yo represor opresor impulsor sublimador ...”
“¿Es éste un genio que está inventando un idioma nuevo, o es un loco que está desvariando?” – me preguntó Dante después de escuchar al condenado por varios minutos pronunciando esas palabras una y otra vez en distintos tonos agudos y graves, sugestivos o imperiosos, ya en susurros, o en gemidos, o a gritos.
Yo no respondí y continué escuchando fascinado, con la vista fija en los ojos penetrantes que ahora me miraban sin pestañear, estando a punto de caer hipnotizado y subyugado por la fuerza mental de ese hombre tendido inmóvil en el sofá de arena.
Dante se dio cuenta de que algo extraño me estaba sucediendo y decidió liberarme del embrujo que producía en mí ese torbellino de palabras.
Me tomó del hombro con fuerza suficiente para obligarme a girar hacia él, y me preguntó: “¿De verdad quieres continuar escuchando la incontinencia verbal de este desgraciado?”.
Como seguí sin responder, decidió tomar las riendas del encuentro con el condenado, ordenándole callar. La sombra obedeció sin chistar pero continuó inmóvil, como estando en trance, y sólo reaccionó cuando Dante le sacó el puro que mantenía entre sus dientes.
“Por favor, ¡no me lo quites!” – suplicó la sombra de Freud.
“Te lo devolveré cuando respondas mis preguntas” – le aseguró Dante.
“Pregunta lo que quieras saber, que yo te ilustraré” – replicó Sigmund Freud con soberbia, actitud que molestó a mi guía, que sin dejarse amilanar replicó:
“Deja ese tono altanero y confiesa las culpas por las que te encuentras en este desierto, junto a tantos desquiciados, compartiendo condena eterna”.
“Dos son las culpas que me achacan, y que reconoceré ante ustedes sólo porque me obligan a confesarlas” – dijo Freud, “pues sin el puro que me has requisado, no resistiría tanto castigo como el que me han asignado. Como escribí en uno de mis libros, ‘a veces un puro es simplemente un puro’; pero no en mi caso.
“Procedo, entonces, a la carrera. Mi primera culpa es haber inventado una visión alucinante del ser humano, y haberla expuesto con tanta elegancia, convicción y astucia que seduje con ella a varias generaciones de jóvenes.
“Según me cuentan algunos discípulos que han llegado hasta aquí recientemente, mis teorías todavía conservan vigencia en la academia y en la terapéutica psicológica.
“Las debo exponer ante ustedes empleando un lenguaje directo y sin la sofisticación pseudo-científica con que las adorné en mis libros, de modo que resulte evidente la inmundicia que difundí en esas obras.
“Enseñé que el bebé no es, al nacer, esa personita inocente que sus madres creen. No, no, no. Desde el instante en que dejan el seno materno se constituyen como sujetos sexualmente pervertidos.
“Desde el nacimiento hasta los 18 meses los bebés alivian su tensión sexual con la boca, los labios y la lengua, succionando y deglutiendo. Hacia los 8 meses, cuando ya les brotan los primeros dientes, lo hacen también masticando y mordiendo.
“Desde los 18 meses hasta los tres años y medio, comienza la etapa anal. La fuente del placer se desplaza de la boca al ano, y lo obtienen mediante la retención y la excreción de las heces.
“A los tres años y medio comienza la etapa fálica, porque descubren sus genitales y el placer de la masturbación. Esto dura hasta los cinco o seis años.
“Y en lo que les haya sucedido en esos primeros añitos de vida, se juega toda la futura personalidad del hombre y la mujer que serán, porque todo aquello quedará grabado indeleblemente en su inconsciente.
“Si en la fase oral tuvieron buena satisfacción y succionaron a su gusto, serán optimistas y felices. Si no, pues, lo contrario. Si en la fase anal retenían las heces porque sus padres eran muy estrictos, serán individuos obstinados, tacaños y ordenados; y viceversa.
“En la etapa fálica la cosa se complica, pues ahí empezarán a odiar y a tener celos de la madre, si es niña, o del padre si es varón, y desarrollarán los Complejos de Electra o de Edipo, según el caso.
“Desde que nacen y hasta los cinco o seis años, esos pequeñitos que sus padres creen que son tiernos y dulces, pues no, yo determiné que en realidad están dominados por una ‘sexualidad perversa polimorfa’, hasta desear eliminar al padre y suplantarlo queriendo tomar como esposa a la madre, o eliminar a la madre para entregarse al padre.
“Los años siguientes a ese período no son relevantes, pues la libido permanece en estado de latencia. En esos años la sexualidad se apaga, los niños y las niñas tienden a separarse.
“Hasta que, ta-ta-ta-tán, les llega la pubertad, que es la etapa genital en que toda la energía sexual se dirige a miembros del sexo opuesto, etapa en que, teniendo sexo, satisfacen los deseos incumplidos de la infancia y la niñez.
“Si en esa etapa genital los muchachos y muchachas no practican su sexualidad, o no les resulta satisfactoria, el instinto primordial será en unos casos el de reprimirlo, dando lugar a horribles neurosis, histerias y otras enfermedades psicológicas.
“O se orientarán a sublimarlo, dando lugar a tendencias religiosas, metafísicas o artísticas, que acarrean otras también muy graves enfermedades mentales y deformaciones de la personalidad.
“Enfermedades y males que sólo el psicoanálisis, que puede prolongarse durante años y años, podrá quizás, con suerte del paciente y según la experticia del terapeuta, llegar a sanar”.
Mientras la sombra de Freud se entusiasmaba exponiendo su doctrina, noté que Dante se agitaba y parecía querer decirme algo, pero lo inhibía el verme tan concentrado escuchando. Se acercó a mí y me dijo al oído:
“Escuchando a este hombre desquiciado y su delirio, no sé si indignarme por rebajar de ese modo tan vil al ser humano, o aplaudirlo por su notable fantasía literaria, o reírme a carcajadas de tantas sandeces que habla. Pero dime, ¿es verdad que fue famoso en su tiempo?”.
– No solamente fue famoso sino que durante su vida le otorgaron honores y premios como a pocos. Incluso después de muerto fue homenajeado bautizando con su nombre uno de los cráteres de la Luna.
“Me resulta difícil creer que la inteligencia humana pueda decaer tanto.” Dijo Dante como hablando consigo mismo; pero yo alcancé a oír sus palabras y le expliqué que ese cuyo espíritu nos hablaba era un experto en sugestión, y podemos pensar que no aplicó ese don solamente con individuos, sino con toda una cultura.
La sombra de Sigmund Freud debe haberme escuchado, pues dijo en ese momento: “Pero yo se lo advertí a todos cuando escribí: ‘Lo que distingue a una sugestión de otros tipos de influencia psíquica, como una orden o la transmisión de una noticia o instrucción, es que en el caso de la sugestión se estimula en la mente de otra persona una idea cuyo origen no examina, sino que la acepta como si hubiera brotado en forma espontánea en su mente’.”
Después de eso guardó silencio, y no obstante le ordenamos continuar su confesión, se mantuvo obstinadamente callado. Esa actitud me enfureció, llevándome a tomar el puro que Dante mantenía entre sus dedos y dándole a entender que lo rompería si no continuaba.
Éstas fueron entonces sus palabras, que él mismo reconoció que fue el consejo que dio a un discípulo en una carta:
“Existe una manera de presentar la causa propia, tratando al público con tal frialdad que no pueda menos que notar que no hablamos para complacerlo. El principio debe ser, siempre, no hacer concesiones a quienes no tienen nada que darnos, pero tienen todo que ganar de nosotros. Podemos esperar a que nos supliquen de rodillas, aun si tardan mucho en hacerlo’.”
“¡Maldito!” – exclamó Dante, agregando: “Confiesa ahora la segunda de tus culpas, según anunciaste”.
“Me acusan – continuó el espíritu de Freud – de haber rebajado la religión y la moral, porque enseñé que su origen no es otro que la transposición psicótica del deseo de seguridad, que cuando niños satisface la imagen del padre, a un padre eterno y todopoderoso en el cielo que llamamos dios. Que toda religión no es sino una neurosis obsesiva.
“Me acusan de que enseñé que la moral no es sino la creación de un super-yo colectivo o común en la mente de cada individuo, que cumple la función de reprimir los impulsos y pulsiones sexuales y destructivos con los que nace y crece el niño.”
Dante lo interrumpió: “Lo dices como si, aun estando tu espíritu en este lugar desierto penando gravísimas culpas, continuaras creyendo que no existe Dios, y que el espíritu es una pura ilusión de la mente.”
Sigmund Freud respondió: “He llegado a sospechar que mi ateísmo persistente es parte del castigo que me han infligido los mismos religiosos que durante mi vida me denostaron.
“Pero, ¿no les pasa por la mente que esta sombra de lo que fui y que creen que está ante ustedes, no es más que un sueño, un delirio psicótico, la ilusoria proyección de su propio deseo neurótico de trascender más allá de la entidad puramente biológica que ustedes son?”.
Al escuchar esas palabras blasfemas Dante agarró el puro que yo aun mantenía en la mano y lo arrojó lejos. Mientras el espíritu de Freud se alejaba de nosotros para recogerlo, mi dulce guía se volvió hacia mí diciendo:
“Creo ahora comprender por qué estabas tan perdido en el mundo, y por qué los cielos se compadecieron ante la desolación espiritual en que se encuentra vuestra civilización, enviándome para sacarte transitoriamente de allí y guiarte para que conozcas la verdad que han perdido”.
Yo lo escuchaba, pero debo reconocer que no dejaba de estar sugestionado por las palabras del espíritu que acabábamos de dejar atrás.
Luis Razeto
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