ESTACIÓN DIECINUEVE
UN ALTO EN EL CAMINO
Alcanzamos la cima de una alta quebrada donde siete enormes piedras dispuestas desordenadamente obstaculizaban el camino. Llegaban hasta allí olores fétidos provenientes de las profundidades, por lo que supuse que eran parte de crueles castigos.
“Es conveniente que descendamos lentamente – me dijo el Maestro – de modo que nuestro olfato se acostumbre un poco a este hedor pestilente. Pero antes, sugiero que hagamos un alto en el camino y que nos sentemos unos minutos para tomar aliento”.
– De acuerdo – le respondí –; pero encuentra el modo de compensar la pérdida de tiempo, y que éste pase sin darnos cuenta.
“Te propongo que reflexionemos y que hagamos un recuento de lo que hemos aprendido hasta aquí” – me dijo.
– Perfecto, pues mi mente ha sido golpeada por tantas experiencias insospechadas, y mi conciencia se encuentra convulsionada por todo lo que hemos visto y escuchado.
Nos sentamos en dos piedras a orillas del camino. Dante comenzó:
“Estoy recordando que en mi periplo anterior, cuando hicimos una pausa similar a ésta, Virgilio me ilustró sobre la ética, cuyas transgresiones son castigadas duramente en estos lugares”.
“Me explicó las causas y consecuencias de los siete pecados mortales que ofenden a Dios, siendo ésa la fuente de la moral basada en las antiguas creencias.
“Esos pecados matan el alma y obstaculizan el progreso humano, igual como esas siete rocas obstruyen el camino. Son la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la envidia, la gula y la pereza”.
– Para un hombre como tú, del tardo medioevo – repliqué –, ese lenguaje tiene sentido. Pero en mi tiempo, hablar de pecados y de culpas ante Dios no se entiende, porque han cambiado las ideas sobre lo que somos los humanos, y es distinta la idea de Dios que podría aceptarse entre nosotros.
“Dime cuál es esa idea de Dios que te has formado, porque al morir descubrí también yo, que eran falsas muchas de mis creencias” – dijo el Maestro aproximando la cabeza hacia mí, demostrando de ese modo su interés en lo que pudiera decirle.
– No puede existir – aseveré enfáticamente – un Dios que nos mira constantemente, escudriñando nuestra conciencia para descubrir cualquier desobediencia y ofensa, que luego juzga severamente y castiga con el fuego eterno. ¡Ese Dios no puede existir!
– El Dios en que se podría creer todavía en mi tiempo, es uno que ama infinitamente a su Creación, y que para los humanos fuera como un padre que anhela ardientemente que sus hijos sean felices y realicen sus mejores sueños.
– Una felicidad y realización que cada uno tiene que buscar libremente y siendo fiel a su propia conciencia.
– El Dios en que se puede creer, es uno que no se imponga sino que atraiga mediante el amor, invitando amorosamente a unirse a Él. Un Dios que salva de la muerte, porque ¿cómo podría un padre permitir la muerte eterna de sus hijos que ama?
– Y he comprendido – agregué – que en una época donde las personas han perdido la inocencia de los niños, la ética debe fundarse sobre bases que la razón humana pueda, por sí misma, argumentar.
Después de un momento, recordando todo lo que había visto y escuchado, continué:
– Este Infierno moderno en que ahora nos encontramos, no ha sido creado por Dios. Es obra de los humanos que nos hemos venido reduciendo y empequeñeciendo como consecuencia de haber olvidado que somos imágenes de Dios, semejantes a Dios.
– ¿Qué piensas tú de todo esto? ¿Me encuentro, acaso, completamente perdido? – pregunté.
Dante se levantó y de pie frente a mí, levantado los brazos y la mirada hacia el cielo, enunció:
“Dios es el Omnisciente, el que todo lo conoce del modo más completo e íntimo. El hombre es semejante a Él, un ser de conocimiento, capaz de investigarlo todo desplegando las diversas potencias cognitivas que posee.
“Dios es el Creador, que sostiene el Universo en la existencia y en su evolución creadora. El hombre es semejante a Él, un ser creativo, capaz de producir obras de arte maravillosas, y con su ingenio perfeccionar la naturaleza e inventar artefactos orientados a satisfacer las necesidades, aspiraciones y deseos humanos.
“Dios es el Subsistente, el ser Absoluto, que no depende de nada ni de nadie, y que actúa con plena y total autonomía. El hombre es semejante a Él, un ser libre, capaz de liberarse de toda subordinación y poder que lo restrinja, y de alcanzar autonomía personal y comunitaria.
“Dios es el que une, el que ama, el que todo lo atrae a sí. El nombre de Dios es Amor. El hombre es semejante a Él, un ser capaz de amar la existencia, de solidarizar con los demás, de quererse a sí mismo. El hombre es un ser llamado a unirse en comunión con la comunidad, con la Creación, y con el mismo Dios.”
Yo guardé silencio meditando en lo que dijo el Maestro. Él esperó pacientemente hasta que logré darle forma de pregunta, a la crítica que hace la filosofía de mi época a los conceptos expuestos por Dante.
– ¿No será que es el hombre el que ha creado esa idea de Dios, a su propia imagen y semejanza? ¿Esa idea de Dios como omnisciente, creador, absoluto y amoroso, no es acaso la expresión del conocimiento, la creatividad, la libertad y el amor que descubrimos en nosotros mismos, y que proyectamos idealmente en aquella concepción de Dios?
La respuesta de Dante me sorprendió, pues en vez de argumentar en contra, como yo esperaba, aseveró:
“Sin duda la idea de Dios amor, omnisciente, creador y absoluto, que ha sido elaborada racionalmente por los filósofos, tiene como base y sustento esas cualidades y potencias que se manifiestan en el propio ser humano.
“El hombre busca, aspira, anhela a Dios, y por eso lo concibe y lo establece en su conciencia.
“Dicho de otro modo, lo que esa idea de Dios expresa, es el anhelo que descubre el hombre en su intimidad, de alcanzar la plenitud y perfección del conocimiento, la creatividad, la autonomía y el amor que experimenta en sí mismo como imperfectos, deseando y buscando que sean plenos y perfectos.
“Plenitud y perfección del conocimiento, de la creatividad, la libertad y el amor, que solamente podría alcanzar el ser humano si llegara de algún modo a la unión con Dios.
“Quienes creemos en Dios, pensamos que ese anhelo manifiesta la presencia de Dios en nuestro interior más íntimo, que nos atrae y nos llama a unirnos con Él.
“La idea de Dios es la más bella, ¡qué digo!, la más sublime que haya jamás concebido el ser humano. Pues es también la más verdadera y excelente, que por sí misma dignifica al hombre y lo mueve a mirar hacia lo alto”.
– Entiendo – comenté –. Creer en la grandeza del hombre es creer en Dios. Y creer en Dios es creer en la grandeza del hombre.
“Así es. Y lo importante – acotó Dante – es buscar con persistencia esa plenitud y perfección del conocimiento, de la creatividad, de la libertad y del amor, y creer que es posible alcanzarla.”
– Tengo todavía una duda, una cuestión que me inquieta, y no solamente a mí – dije, y agregué sin tomar aliento: – Se dice que Dios es Todopoderoso, Omnipotente. ¿Por qué, entonces, permite el mal y no interviene como se esperaría de alguien que tiene todo el poder en sus manos?
“La omnipotencia que se le atribuye a Dios, no es sino la proyección del ansia de poder que anida en el ser humano. El hombre ha puesto en su idea de Dios también lo torcido que encuentra en sí mismo. Esa es la razón de que muchos incluso odien a Dios.
“Has de saber que Dios es el que ha renunciado a ejercer poder sobre el hombre en la Tierra. como hacen los pocos sabios que en el mundo han sido”.
– Entonces ¿Dios no actúa?
“El Amor sólo responde al amor”.
Sin agregar nada más, el Maestro me ayudó a alzarme tomándome del brazo. Era llegada la hora de continuar el viaje.
No habíamos avanzado más de mil pasos, e iba yo mirando el suelo para no tropezar con alguna piedra, cuando de improviso Dante que iba delante mío, abrió los brazos como queriendo detenerme ante un peligro que estuviera delante y exclamó casi gritando:
“¿Qué diablos es esa cosa enorme?”
Alcé la vista y, ¡oh sorpresa!, ante nosotros se alzaba imponente la Tour Eiffel, ante la cual más de una vez me había encontrado en París.
– ¡Es la Torre Eiffel! – exclamé a mi vez, sorprendido de encontrarla en este lugar.
Y como el Maestro no dejaba de balancear la vista entre la torre que tenía delante y yo que me puse a su lado, entendí que me pedía que le explicara de qué se trataba aquello.
– Esa – dije – es la Torre Eiffel, que se encuentra en París a orillas del río Sena al final del Campo de Marte. Es considerada la obra de arte, el monumento arquitectónico, más grandioso, símbolo de la grandeza de Francia, que visitan cada año más de siete millones de personas que llegan de todo el mundo para admirarla.
“No lo puedo creer”, dijo Dante pensativo, con voz bajita y como hablando consigo mismo, pero que alcancé a oír.
Enseguida paseó la mirada de arriba a abajo y de abajo a arriba repetidas veces. Después se llevó la mano al mentón con el gesto de quién se esfuerza en entender, y finalmente expresó lo que parecía ser la conclusión a que había llegado:
“Es grande, sí. Me refiero al tamaño. Ha de tener unos trescientos metros”.
– Trescientos veinticuatro metros, para ser exactos, y está situada sobre una base de hormigón de cincuenta y siete metros sobre el suelo – precisé, y luego agregué con entusiasmo: – En su parte inferior, la torre es un cuadrado de 125 metros por lado.
“¡Ajá! ¡Es muy grande, sí” –, comentó Dante.
– Son siete mil trescientas toneladas considerando sólo el fierro, en dieciocho mil treinta y ocho piezas del metal, ensambladas con dos millones quinientos mil remaches. Y lo más sorprendente es que fue construida en apenas dos años, dos meses y cinco días.
“Muy rápido, sí, sorprendente” – aseveró el Maestro.
Iba yo a continuar enumerando las cantidades enormes de cables, luces y dispositivos diversos que forman parte de la torre; pero Dante me interrumpió.
“Es una estructura que impresiona por lo enorme, ciertamente. Es equilibrada, simétrica, mecánica, y me atrevo a decir que es también elegante. Pero no llego a percibir el arte en esta obra que atrae a las multitudes que dices. Como soy de otra época ¿puedes por favor ilustrarme? ¿Qué han dicho sobre ella los estetas de tu tiempo?”.
– Los artistas no la aprecian mucho – expliqué. – En 1887 más de trescientos artistas, entre los cuáles los más importantes escritores, pintores, compositores y arquitectos, escribieron una Protesta de los artistas contra la torre del Sr. Eiffel. ‘Lámpara de calle’ la llamó León Bloy; ‘esqueleto de atalaya’, dijo Paul Verlaine; ‘mástil de hierro de aparejos duros’, fue el juicio de Francois Coppée; ‘pirámide alta y flaca de escalas de hierro, esqueleto gigante falto de gracia, cuya base parece hecha para llevar un monumento formidable de Cíclopes’, sentenció Guy de Maupassant.
– Pero Eiffel se defendió argumentando que también un ingeniero puede hacer una obra grandiosa. El hecho es que la Torre hoy se impone a todos, nada hay en el mundo que atraiga a más turistas, y ya ninguno se atreve a criticarla. Además, la pintan e iluminan con luces de muchos colores, y desde lo alto la vista de París es increíble.
Dante se volvió hacia mí y mirándome a los ojos me preguntó: “Puesto que sabes tanto sobre esta obra, imagino que también tú estuviste frente a ella. ¿Qué sentiste?¿Cuál es la emoción que produce? ¿Y qué piensas de ella como arte?”.
– Sí, estuve allí, y puedo asegurarte que sobrecoge, no por la forma o por lo que represente la obra misma, sino por sus dimensiones.
– Ante ella te sientes pequeño, diminuto, insignificante, uno más entre los millares de turistas que como hormiguitas la visitan, la recorren, y suben y bajan por sus estructuras.
– Pienso que en ella se resume el espíritu de la civilización moderna, que se manifiesta en el culto a lo desmesurado y deslumbrante, al fierro, a la máquina, a lo mecánico, que son endiosados de modo tal que ante ello nos sentimos pequeños y sin fuerzas ni valor.
“Comprendo – comentó Dante, compasivo –, entonces, apuremos el paso porque es urgente que terminemos de recorrer el Infierno para luego remontar por el Purgatorio y ascender al Paraíso.”
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