ESTACIÓN NUEVE
ENCUENTRO CON MAQUIAVELO
Habíamos avanzado lo que en la Tierra sería no más de cinco cuadras, cuando sentimos pasar por el aire una enorme sombra oscura, cual águila fantasma que revoloteaba sobre nosotros, acercándose y distanciándose una y otra vez, como si quisiera que le prestásemos atención.
“¿Quién eres?” – le preguntó Dante comprendiendo que aquél espíritu intentaba hablarnos.
“Yo te conozco, Dante Alighieri” – dijo la sombra deteniendo su volar y posándose en las ramas altas de un espino. “Soy de tu misma estirpe, pues nací y viví en Florencia, terminando mis días en San Casciano. No me conoces, porque nací un siglo y medio después de tu fallecimiento.
“Soy Nicolás Maquiavelo. Tal vez tu acompañante pueda decirte quién fui, y explicarte cómo mi influencia, si no en Italia, seguramente sí en todo mundo, sobrepasa la que tú has tenido sobre los humanos.”
– Éste que se atreve a hablarte con tal inaudita soberbia – dije volviéndome hacia mi guía, – es reconocido en todo el mundo como el padre y fundador de la ciencia política, y es verdad que sus libros han ejercido una enorme influencia a lo largo de los siglos que transcurren de la civilización moderna.
– Pero entiendo que se encuentre ahora relegado en este lugar oscuro, pues ha sido mucho el daño y poco el bien que hizo a la humanidad.
Dante lo miró predispuesto a escucharlo, porque le interesaba todo lo que se relacionara con su amada ciudad de Florencia. Temiendo yo que aquella aparición repentina pudiera sernos de mal agüero, la increpé, receloso:
– ¿Cómo te atreves a dirigir la palabra al más insigne poeta y pensador que haya producido no sólo la ciudad de Florencia sino la entera península italiana?
“Les ruego me presten atención”. Respondió Maquiavelo en un tono que ahora era humilde y compungido. “Estoy obligado, por castigo que me ha impuesto el rey Minos, a confesar una y otra vez mis errores, ante todo ser viviente o sombra que llegue o que pase por este lugar”.
“Habla, pues, sin dilación, y descarga tu conciencia diciendo la verdad.” – le dijo Dante. “Pero resume tus culpas en pocas palabras, pues no tenemos mucho tiempo para escucharte.”
“Así lo haré, sin detenerme en los detalles de tantas afirmaciones erróneas o discutibles que deslicé en mis escritos, porque sería muy extenso el relato y veo que tenéis premura, y con razón, por salir de este círculo infernal en que nos encontramos.
“Confesaré, pues, mis errores esenciales, comenzando por el más grave de todos, que fue haber fundado una ciencia de la política para los poderosos, los príncipes, las élites, los gobernantes, en vez de haber elaborado una ciencia política para educar al pueblo.
“Pecado aun más perverso cometí, porque mis lecciones estaban dirigidas a enseñar a los poderosos cómo dominar al pueblo de modo eficaz y permanente, en vez de enseñar a los oprimidos cómo liberarse de sus opresores.
“Pues estaba yo consciente, como lo escribí en El Príncipe, de que “En cualquiera ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes; y la otra, de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo”.
“Y yo tomé partido, decididamente, por los grandes, enseñándoles cómo dominar y oprimir al pueblo.”
Dante no se contuvo y, con pasión, comentó con el dedo acusador dirigido a la sombra de Maquiavelo:
“Ese es, sin duda, un pecado horrible, vergonzoso, que no tiene perdón de Dios, como no lo tiene nadie que ponga el conocimiento al servicio del mal”.
Después lo conminó a continuar su confesión.
“Soy también culpable – dijo el penitente – de haber con mi ciencia promovido la fundación de los Estados modernos desde arriba hacia abajo, en vez de hacerlo desde la base del pueblo hacia arriba.
Propuse que los Estados debían constituirse mediante el ejercicio del dominio y la violencia, llegando de ese modo a la organización de Estados nacionales cuya fortaleza reside en la fuerza de los gobernantes y en el temor de los gobernados.
Ciertamente era y es posible crear el orden social desde abajo hacia arriba, como una comunidad de comunidades. Pero mi ambición por obtener el favor de los poderosos me llevó a desestimar el recto orden de las cosas”.
Esta vez fui yo quien levantó contra Maquiavelo el dedo acusador, increpándolo:
– Los Estados nacionales modernos han llegado a ser verdaderos monstruos voraces que concentran el poder y la fuerza, y mantienen a los pueblos subordinados mediante el triple ejercicio de atemorizarlos y castigarlos, de mantenerlos permanentemente sujetos a la dictación de nuevas leyes y regulaciones, y de otorgarles pequeños beneficios que llevan a los ciudadanos a ser agradecidos de aquellos que los mantienen en la dependencia.
“Tienes razón – confirmó Maquiavelo, no sé si compungido u orgulloso –, pues esos mismos tres procedimientos para que los poderosos mantengan y aseguren su poder, los receté con todo detalle y acuciosidad en mis libros”.
Al ver que Maquiavelo parecía haber terminado su confesión, me atreví a conminarlo a continuar:
– No has terminado de confesar tus culpas – le dije. – Tú enseñaste que el fin justifica los medios, y eso es un error moral.
“En eso te equivocas.” – replicó Maquiavelo. “No encontrarás en ninguno de mis escritos esa afirmación, que constituye un juicio de naturaleza ética, que puede ser verdadera o falsa, y que en todo caso se puede discutir.
“Mi delito fue otro, y peor: fundar una ciencia política que no deja espacio para los juicios éticos ni para la consideración de los fines. Enseñé que la política debe prescindir de la ética, y es la ética la que hace referencia a los fines que puedan o no justificar a los medios.
“En toda mi enseñanza a los gobernantes, y es por cierto una culpa aun mayor que me veo obligado a reconocer ante ustedes, partí siempre de la premisa de que el único objetivo de la política es la conquista y la conservación del poder, sin interesarse por los fines que deban buscarse cumplir.
“Toda mi teoría se refería a los medios necesarios para conseguir, mantener o ampliar el poder. Por eso escribí que el gobernante debía actuar sin ética cuando fuera necesario para afirmar su poder.
“Y nunca siquiera pensar en el “deber ser”, sino atenerse exclusivamente a los hechos. Me veo obligado a confesarlo con las mismas palabras con que en mi tiempo escribí:
“Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir, que el que para gobernarlos abandona el estudio de lo que se hace, para estudiar lo que sería más conveniente hacerse, aprende más bien lo que causará su propia ruina que lo que debe preservarle de ella”.
“Supuesto que un príncipe quiera hacer profesión de ser bueno, lo que hace es caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que desea mantenerse en el poder, aprenda a no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan.”
“Y en otro lugar aconsejé claramente que la política debe realizarse sin ética, sin virtudes y sin religión: “Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiera mantenerse, debe comprender bien que no le es posible observar lo que hace virtuosos a los hombres; puesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está precisado a obrar contra su fe, contra las virtudes de la humanidad, de la caridad, y aun contra su religión”.
“Su espíritu debe estar dispuesto a volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de él; y, como lo he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo pueda, pero a saber entrar en el mal cuando hay necesidad.”
“¡Cállate ya! – le dijo Dante con molestia. “Ya te hemos escuchado bastante. He comprendido por qué este círculo al que vienen a caer los políticos ha crecido tanto y llegan aquí por miles.
“Y estoy comprendiendo también por qué la civilización moderna a la que deberá regresar mi pupilo, se encuentra en el estado calamitoso en que está. ¡Vete ya, y anda a buscar a otros ante quienes confesar tu maldad!”.
“Ténganme piedad y permítanme una última confesión, para que no quede trunca mi penitencia”.
“Habla, pues, pero directamente y sin largos discursos ni citas de tus obras.” – concedió Dante.
“Diré entonces mi error de una vez, empleando las mismas palabras que dejé escritas: que todos los hombres son malos por naturaleza; que son siempre malos, a menos que se les obligue a ser buenos. Son ingratos, volubles y disimulados. Mientras les haces el bien y no les pides nada, te son adictos; pero se rebelan si los necesitas”.
“Sobre este error antropológico fundé la ciencia de la política, de modo que ésta no se orienta a mejorar interiormente a las personas, sino a someterlas mediante leyes y castigos, haciendo que realicen la voluntad del gobernante en base al temor”.
Yo me quedé pensando que esa perversa comprensión del ser humano explica que los políticos de todas las tendencias desplieguen y mantengan siempre activa alguna “campaña del terror”, con la cual inducen a los ciudadanos a que acepten mantenerse subordinados, poniéndose ellos como los únicos que les pueden ofrecer protección y seguridad. Me volví hacia Dante y le dije:
– Ya no quiero continuar escuchando a esta sombra maligna que tanto mal ha hecho a la humanidad.
Con un amplio y firme movimiento del brazo mi Maestro ordenó al espíritu de Maquiavelo desaparecer, y pude sentir el viento helado que produjo la sombra maligna al emprender el vuelo.
Luis Razeto
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