de Pablo de Rokha
Soy el hombre casado, soy el hombre casado que inventó el matrimonio;
varón antiguo y egregio, ceñido de catástrofes, lúgubre;
hace mil, mil años hace que no duermo cuidando los chiquillos y las estrellas desveladas;
por eso arrastro mis carnes peludas de sueño
encima del país gutural de las chimeneas de ópalo.
Dromedario, polvoroso dromedario,
gran animal andariego y amarillo de verdades crepusculares,
voy trotando con mi montura de amores tristes...
Alta y ancha rebota la vida tremenda
sobre mi enorme lomo de toro ;
el pájaro con tongo de lo cuotidiano se sonríe de mis guitarras tentaculares y absortas;
acostumbrado a criar hijos y cantos en la montaña,
degüello los sarcasmos del ave terrible con mis cuchillos inexistentes,
y continúo mis grandes estatuas de llanto;
los pueblos futuros aplauden la vieja chaqueta de verdugo de mis tonadas.
Comparo mi corazón al preceptor de la escuela del barrio,
y papiroteo en las tumbas usadas
la canción oscura de aquel que tiene deberes y obligaciones con lo infinito.
Además van, a orillas mías, los difuntos precipitados de ahora y sus andróginos en aceite ;
los domino con la mirada muerta de mi corbata,
y mi actitud continúa encendiendo las lámparas despavoridas.
Cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida,
y, desde la otra vida, gotean las aguas,
yo estoy comiendo charqui asado en carbones rumorosos,
los vinos maduros cantan en mis bodegas espirituales ;
sueña la pequeña Winétt, acurrucada en su finura triste y herida,
ríen los niños y las brasas alabando la alegría del fuego,
y todos nos sentimos millonarios de felicidad, poderosos de felicidad,
contentas de la buena pobreza,
y tranquilos,
seguros de la buena pobreza y la buena tristeza que nos torna humildes y emancipados,
...entonces, cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida...
Bueno es que el hombre aguante, le digo,
así le digo al esqueleto cuando se me anda quedando atrás, refunfuñando,
y le pego un puntapié en las costillas.
Frecuentemente voy a comprar avellanas o aceitunas al cementerio,
voy con todos los mocosos, bien alegre,
como un fabricante de enfermedades que se hiciese vendedor de rosas;
a veces encuentro a la muerte meando detrás de la esquina,
o a una estrella virgen con todos los pechos desnudos.
Mis dolores cuarteladas
tienen un ardor tropical de orangutanes; poeta del Occidente,
tengo los nervios mugrientos de fábricas y de máquinas,
las dactilógrafas de la actividad me desparraman la cara trizada de abatimiento,
y las ciudades enloquecieron mi tristeza
con la figura trepidante y estridente del automóvil:
civiles y municipales,
mis pantalones continúan la raya quebrada del siglo;
semejante a una inmensa oficina de notario,
poblada de aburrimiento,
la tinaja ciega de la voluntad llena de moscas.
Un muerto errante llora debajo de mis canciones deshabitadas.
Y un pájaro de pólvora
canta en mis manos tremendas y honorables, lo mismo que el permanganato,
la vieja tonada de la gallina de los huevos azules.