Mantengo la opinión de que las leyes educativas de todos los países están cargadas en sus prefacios y en sus primeros artículos, de grandiosas finalidades y aspiraciones, así como de hermosas y líricas declaraciones que después, en la vida concreta y cotidiana de las aulas, en las familias, en los medios de comunicación o en la conducta pública de nuestros líderes sociales y políticos, se difuminan o desaparecen. Y esto sucede, entre otras razones, no porque exista una voluntad perversa por hacer lo contrario de lo que se predica o se legisla, sino sencillamente porque nuestras prácticas educativas, ya sean políticas, institucionales o de aula, se conducen de una forma enajenada, orientadas por unas lógicas, unas dinámicas organizativas y unas culturas profesionales a las que al parecer no nos podemos sustraer. Lógicas de carácter rutinario que nos hacen comportarnos mecánica y automáticamente bajo la creencia del “siempre ha sido así”; lógicas burocráticas y jerárquicas que reducen la educación a una cuestión de normativas, reglamentos y obediencias administrativas que hacen perder el valioso tiempo del profesorado; lógicas mercantiles y del más salvaje neoliberalismo que niegan en toda su extensión bajo el miope e interesado filtro de la “libertad de enseñanza” (¿para quién?) que la educación es un derecho humano universal; lógicas tecnocráticas que simplifican y convierten la educación en un asunto de especialistas o de técnicos ejecutores y expertos en metodologías para conseguir objetivos que les son extraños o en los que no participan, y también lógicas patriarcales, que infantilizan a las mujeres y las condenan a soportar unas condiciones laborales y personales que les impiden desarrollarse plenamente como profesionales de la educación y aspirar a aquellas funciones que tradicionalmente han sido ocupadas por hombres.
En consecuencia, el asunto de la “Calidad de la Educación”, no es un asunto mercantil, ni burocrático, ni tecnocrático, ni mucho menos rutinario, patriarcal, electoralista, partidista o coyuntural. Estamos ante un asunto estratégico, que exige apuestas de profundo calado de carácter eminentemente ético, político y social, no sólo porque requiere políticas presupuestarias y de financiación coherentes y sostenidas, sino también porque apunta necesariamente a un cambio de visiones y de misiones acerca de las funciones sociales de la Educación y su responsabilidad en la construcción del bienestar y el bienser de todos los ciudadanos sin excepción.
El concepto de “Calidad de la Educación”, como cualquier otro en las Ciencias Sociales, es sin duda histórico, social, político, contextual y fundado en valores. Nace asociado al desarrollo tecnológico y económico de la sociedad industrial y mercantil, que en su incesante búsqueda de minimización de costos, optimización de recursos y maximización de beneficios, ha ido produciendo al mismo tiempo, modelos de organización y de gestión empresarial y modelos de distribución y consumo de mercancías, altamente sofisticados y competitivos.
Actualmente nos encontramos con la tendencia, bastante generalizada en muchos países, consistente en trasplantar dichos modelos empresariales a la Escuela y a las instituciones formativas y académicas en general, convirtiendo a éstas en un mero apéndice instrumental y reproductivo de los valores y competencias de aprendizaje necesarias para la cualificación técnica e ideológica de trabajadores y ciudadanos. Este es el caso en mi opinión del conocido Modelo de Excelencia y Calidad Europeo (EFQM) y otros similares, que si bien pueden aportar significativos avances en la gestión de la calidad de las organizaciones empresariales, olvidan cuatro aspectos obvios y esenciales para la Educación: (1) que educadores y educandos no son objetos de consumo ni mercancías intercambiables; (2) que las Escuelas no pueden ser concebidas como empresas lucrativas, sino como instituciones sostenibles de aprendizaje y de desarrollo personal y comunitario; (3) que la Educación es un Derecho Humano Universal con diversidad de funciones sociales no reducibles ni subordinadas en exclusividad a la función económica y de cualificación profesional y (4) que los hechos educativos son fenómenos intrínsecamente complejos, tanto en el sentido empírico (no funcionan linealmente bajo lógicas de causa-efecto) como en el sentido moral (están cargados de opciones éticas).
Existen al menos dos tendencias generales en la conceptualización del término “Calidad de la Educación”. La primera de carácter empresarial-gerencialista y asociada a los valores del Mercado tales como productividad, ganancia, iniciativa, costos, beneficios, rentabilidad, eficacia, resultados, evaluación, selección, eficiencia, consumo, diversificación de demanda, etc. Y la segunda, de carácter social y basada en la consideración de la Educación de Calidad como un Derecho Humano Universal que corresponde a los Estados amparar y garantizar y que está asociada a valores como responsabilidad, solidaridad, compensación de desigualdades, igualdad de oportunidades de acceso y de proceso, desarrollo personal y comunitario, justicia social, etc.
Es evidente que si nos situamos en la primera tendencia, las políticas educativas y de gestión de los sistemas e instituciones escolares estarán dirigidas a la privatización generalizada de la Educación, especialmente en aquellos espacios y escenarios sociales en los que las empresas educativas privadas o particulares pueden obtener mayores beneficios económicos. Para ello los Estados adoptan las más variadas propuestas, desde la implantación del denominado “cheque escolar” para que cada familia aparentemente pueda elegir la Escuela que desea para sus hijos, hasta las más sofisticadas medidas para demostrar que la Escuela Pública es inviable e insostenible. Las consecuencias visibles de estas medidas, que siempre se anuncian como bienintencionadas, se cursan por vías de decretos y variadas normativas que se traducen en asignaciones presupuestarias y en disposiciones reglamentarias, pero pasado un tiempo se traducen en la práctica, en protección progresiva de las instituciones educativas particulares y en la pauperización y/o abandono de las instituciones públicas. El objetivo implícito de las mismas, consiste en demostrar, que el Estado no puede mantener la Educación Pública, lo que le permite justificar la aplicación del denominado “principio de subsidiariedad” que garantiza a las instituciones educativas privadas satisfacer sus intereses particulares, ya sean de carácter económico, político o ideológico. En este marco, se promueven intencionadamente falsos debates en torno a la denominada “libertad de enseñanza” (la versión escolar de la libertad de mercado); la supuesta baja calidad de las escuelas públicas; la democratización de la escuela confundiendo politización con partidismo o el discurso sobre el laicismo y la gratuidad de la educación, confundiéndolo también lo que son principios éticos universales con creencias partidarias y religiosas particulares.
A todas luces es evidente, que las escuelas e instituciones formativas particulares se instalan por lo general en aquellos espacios sociales en los que viven las clases sociales más acomodadas porque es en esos lugares donde obtienen mayores beneficios. Al mismo tiempo las dotaciones presupuestarias a las escuelas públicas de barrios, comunas y zonas rurales o de especial vulnerabilidad social son netamente insuficientes. De esta forma, la inmensa mayoría de la ciudadanía llegará a creer con convencimiento que sólo y únicamente las instituciones particulares son las únicas capaces de proveer una Educación de Calidad. Y si a esto se añade que el profesorado de las escuelas privadas goza de mejores condiciones salariales y de trabajo que el profesorado de la Escuela Pública, la función compensatoria, igualitaria, preventiva, formativa y educativa de la Escuela terminará por desaparecer, convirtiendo así los centros escolares en meras academias instructivas o de entrenamiento para obtener acreditaciones que permitan obtener el carnet de empleado o trabajador cualificado técnica e ideológicamente, un carnet, que será obtenido en función siempre del origen social de procedencia. Así el solemne principio de igualdad de oportunidades, que tanto gusta a la clase política cuando se refieren al esfuerzo y la excelencia, se habrá convertido en un mito más de los muchos que tiene la escolarización como ya nos señalaba Ivan Illich en los años 70 del pasado siglo.
Se confunde así, consciente o inconscientemente Calidad de la Educación con Calidad de la Enseñanza, en la creencia de que toda enseñanza decretada por las altas instancias de las administraciones educativas dirigidas y gestionadas por funcionarios especializados obedientes al Gobierno de turno, va a conducir necesariamente a la Educación de toda la Ciudadanía. O se confunde también, a los alumnos egresados de nuestras instituciones, con productos estandarizados y etiquetados por las agencias externas y/o particulares de evaluación, destinados a hacer funcionar la gran maquinaria del (des)orden social establecido, reduciendo así el papel de los profesores al de meros consumidores y aplicadores de proposiciones que ellos no elaboran y en las que tampoco participan.
Para esta tendencia privatizadora, la Calidad de la Educación se mide exclusivamente mediante indicadores cuantitativos, de ahí la importancia que conceden a los procedimientos de medición de resultados escolares tanto de alumnos como de profesores. Proliferan así una gama muy amplia de procedimientos de selección y etiquetación basados en categorías exclusivamente cognitivas y/o disciplinarias, que no contemplan ni los procesos, ni los contextos, ni la diversidad de los sujetos, ni tampoco la multidimensionalidad del desarrollo humano, ni mucho menos el esfuerzo del profesorado y del alumnado. Tanto alumnos como profesores son examinados continuamente para verificar si en su memoria han almacenado aquellos conocimientos que el Estado o las empresas particulares de la enseñanza amparados por él, han determinado que son los más adecuados para toda la sociedad. En realidad, las evaluaciones, tal y como son concebidas y practicadas en la gran mayoría de las instituciones, consisten en dar a cada uno su merecido, no tienen el sentido de promover a los mejores y más esforzados, sino en el papel de eternizar las desigualdades sociales de origen: al que tiene capital económico o cultural se le dará y al que no tiene, se le negará, aunque haciendo algunas excepciones.
Es también evidente, que el hecho de que la Educación sea Pública, o de que se inviertan en ella ingentes cantidades del presupuesto nacional priorizando a los sectores sociales más débiles, algo que por cierto no acostumbra a suceder salvo en los países nórdicos, es siempre la excepción y no la regla, estando en función de los Gobiernos de turno. Pero aunque esta fuese la norma, que no lo es, el aumento de inversión, ya sea en computadoras, o incluso en subidas simbólicas del salario del profesorado o en mecanismos muy restrictivos y selectivos para el acceso a la profesión docente, no necesariamente estas medidas, se traducen de forma automática en la mejora de la Calidad de la Educación. A menudo se confunde lo Público con lo Estatal, y el hecho de que en un determinado país, la Educación esté financiada casi en su totalidad por el Estado no garantiza que ésta sea Pública, es decir, democrática, laica, participada, del pueblo y de la ciudadanía, ya que puede suceder y de hecho sucede que esté controlada en exclusividad por mandarines especializados alejados de los contextos y de los problemas reales de las aulas, marginando así a sus auténticos protagonistas, que no son otros que los profesionales de la docencia, el alumnado y las familias.
Y es que la “Calidad de la Educación” exige definiciones conceptuales y operacionales que contemplen las variadas dimensiones del desarrollo humano; la singularidad de los contextos; estrategias de diagnóstico y evaluación capaces no sólo de detectar las singulares relaciones causales y recursivas, sino también de proponer medidas terapéuticas no exclusivamente dirigidas a mejorar los síntomas de su deterioro, sino de indagaciones más profundas que apunten a relaciones e interrelaciones, a metacausas y concausas, muchas de ellas ancladas en viejas prácticas y paradigmas que ignoran la complejidad de los fenómenos educativos y su carácter ético y político.
Por tanto, la “Calidad de la Educación”, es una cuestión profundamente Ética y Política, no reducible exclusivamente a medidas organizativas, administrativas, formativas y pedagógicas, sino sobre todo a programas integrales efectivos a corto, medio y largo plazo que contribuyan de forma real, como dice la UNESCO, a que la Educación sea un Derecho y no un producto mercantil sujeto las dinámicas inhumanas del neoliberalismo dominante. Y esto requiere evidentemente actuar en muchos y variados ámbitos: epistemológico (conocimientos, disciplinas, contenidos…); pedagógicos (profesorado, alumnado, familias, aprendizaje, enseñanza, métodos, tecnologías, recursos, materiales didácticos, servicios complementarios, orientación educativa vocacional y profesional…) docentes y profesionales (competencias, formación inicial y permanente, autonomía, innovación, servicio público diversificado, condiciones materiales y laborales de la profesión de enseñar, procesos vocacionales y de autodesarrollo profesional…); organizativos (estructura del sistema, centros, aulas, departamentos, comisiones, grupos…); sociales (compensatorios, de atención a la diversidad, de desarrollo comunitario…) etc.
Queda pues bastante claro a mi juicio, que por mucho que se esfuercen los políticos profesionales en ofrecer puntuales recetas mágicas y seductoras para avanzar unos cuantos puntos más en los rankings de los informes internacionales de evaluación, o para tranquilizar sus conciencias y ganar a corto plazo elecciones, las evidencias nos indican que para incrementar y mejorar la Calidad y la Equidad en la Educación hacen falta planes integrales de amplio consenso. Planes gestados a partir de una amplia participación de los profesionales y de la ciudadanía, capaces de sostenerse en el tiempo e independizarse de aquellas políticas miopes y cortoplacistas de intereses particulares e ideológicos, que o bien reducen la Educación a pura mercancía, o a mero proceso reproductor de ideologías partidistas o religiosas que ignoran que para el siglo XXI la Educación necesariamente tiene que construirse y desarrollarse en base a dos valores esenciales: la responsabilidad y la solidaridad.
Por Juan Miguel Batalloso Navas
Licenciado en Filosofía y Educación, Dr. en Ciencias de la Educación – Universidad de Sevilla, España. Ha ejercido la profesión docente durante 35 años, impartido numerosos cursos de Formación del Profesorado, dictado Conferencias en España, Brasil, México, Perú y Portugal, publicado varios libros y numerosos artículos sobre temas de educación. Es Miembro del Consejo Académico Internacional de UNIVERSITAS NUEVA CIVILIZACIÓN, donde ofrece el Curso e-learning: ‘Orientación Educativa y Vocacional’.